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Archivo para marzo, 2011

Bolívar en Soatá

viernes, 25 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Siete veces pasó Bolívar por Soatá, unas por breves horas y otras con estadía mayor. El general O’Leary, en viaje de 1827, pintó a Soatá como “una villa aseada y bonita, compuesta de varias casas de teja que encierran una plaza amplia y buenas calles”.

El  Libertador se quedó en una casona colonial del costado norte de la plaza, vecina de la residencia de mis abuelos. La imagen de Bolívar está exaltada en aquella mansión –convertida por él en palacio ambulante de gobierno–, pero el verdadero recuerdo del héroe quedó grabado para siempre en la memoria de la población.

El origen de la casona donde moró Bolívar es bien antiguo: el terreno lo compró en 1808 el párroco de entonces, José Eusebio Camacho, y la construcción concluyó en 1814. Fue primero casa cural y después cuartel en las guerras de la Independencia. Se aproxima a los 200 años de existencia, cifra de respeto en la vida de los inmuebles –e impensable para los mortales–, aunque inferior a la edad mucho más longeva de la casa de mis abuelos, que cumple 252 años.

La primera visita tuvo lugar en octubre de 1814 y correspondió al primer viaje que Bolívar realizó desde Venezuela al interior de nuestro país. Tenía 31 años. Trece años atrás había enviudado, sin cumplir aún los 19 años, y ese hecho lo empujó a ser héroe: “Quise mucho a mi mujer y su muerte me hizo jurar no volver a casarme. Si no hubiera enviudado, no sería el general Bolívar, ni el Libertador. La muerte de mi mujer me puso muy temprano en el camino de la política”.

En 1814 ya había cumplido resonantes acciones políticas en su tierra nativa. Era figura de prestigio que incursionaba con éxito en los destinos de su patria y quien se señalabga como una esperanza para acaudillar grandes causas por la libertad. Durante sus años de estudio en España lo picó el germen de la política, y en Europa se sintió seducido por las ideas de Voltaire y las epopeyas de Napoleón. En Roma juró dedicar su vida a redimir su pueblo de la esclavitud española, y en Londres pidió ayuda para proteger su patria contra la invasión extranjera.

En octubre de 1813 –un año antes de su viaje a Soatá– entró jubiloso a Caracas, donde fue proclamado Libertador. Con esos arreos llegó a Soatá, un oasis de hospitalidad en medio de aquellas latitudes abruptas. Debido a su posición estratégica, Soatá era un cruce de caminos entre el Nuevo Reino y Venezuela. Tierras tranquilas y serenas donde todo caminaba con lentitud y modorra, y rodeadas de despeñaderos bruñidos de sol.

A Bolívar se le recuerda el día de su aparición en la primera calle del pueblo, cansado y sudoroso tras fatigante jornada a caballo. Apuesto, recorrió las calles llenas de vecinos entusiastas que le daban la bienvenida. En la plaza se apeó de brioso corcel y se encontró con el país, ya que llegaba no solo a Soatá sino a toda Colombia. A mi pueblo le correspondió el privilegio de ser la antesala de las gestas libertadoras. Desde entonces la tierra soatense quedó impregnada de gloria. El sentido de patria y libertad que la poetisa Laura Victoria irradia en su vida y en su obra se origina en su patria chica.

En octubre de 1821, vencedor en Carabobo y en camino hacia el sur de Colombia, el Libertador pasó de nuevo por Soatá. El 25 de marzo de 1828, por última vez. De allí se dirigió a Bucaramanga a observar el desarrollo de la Convención de Ocaña, uno de los episodios más amargos de su vida. Derrotado en la Convención, los partidos políticos comenzaron a alinearse en cabezas de Bolívar y Santander.

Lo sucedido a partir de ese momento no podía ser sino el reflejo de la atmósfera encarnizada que causó el derrumbe de la Gran Colombia. El héroe caía abatido por la insensatez. Había roto las cadenas de la opresión y ahora era víctima de la ingratitud humana. Dos años después marchaba hacia las playas de la muerte.

A Soatá, por cruel ironía, le correspondió presenciar dos sucesos memorables y antagónicos de la vida del Libertador: primero, su camino a la gloria, en 1814; luego, su marcha al ocaso, en 1827. Trece años de distancia marcaron el ascenso al poder y el descenso a las sombras. Si retrocedemos en las páginas de la Historia, hallaremos dos hechos similares, demostrativos de que la vida está siempre marcada por el éxito y el fracaso: primero, el triunfo de los conquistadores al derrocar al cacique Soatá; luego, la derrota de estos bajo el genio militar de Bolívar.

Y todo sucedió en un cruce de caminos…

El Espectador, Bogotá, 21 de mayo de 2010.
Eje 21, Manizales, 22 de mayo de 2010.

* * *

Comentarios:

No sabía que al honor de ser Soatá cuna de escritores ilustres se añadiera otro tan honroso: haber sido punto de estadía de nuestro Libertador cuando triunfa y se convierte en héroe inolvidable y luego cuando declina su fuerza vital y nos abandona. Me complace mucho este conocimiento histórico. José Antonio Vergel Alarcón, Ibagué.

Me ha impactado tu relato, por cuanto mi tío Miguel Feres (q.e.p.d)  regaló alguna vez un reverbero de aluminio en el que nuestras bisabuelas le habían calentado el café a Bolívar cuando llegó a Soatá a la casa de las Mesa. Dicho reverbero está ahora en París en manos de un amigo francés.  Marta Nalús Feres, Bogotá.

Para los soatenses es un orgullo leer un artículo sobre nuestro querido municipio y tan detallado sobre la historia.  Juan Rubier Ayala Mejía, Bogotá.

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Dolores y travesuras del libro (6)

miércoles, 23 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Concluyo con esta entrega las crónicas que me propuse escribir sobre hechos curiosos, comunes en el mundo de las letras, que me han ocurrido en la edición de mis libros. En estos sucesos se sintieron incluidos otros autores que leyeron con interés mis notas, uno de los cuales me tiene invitado a una tertulia donde desea narrare sus propias experiencias.

Tras  larga investigación, llevaba yo tres meses dedicado a la escritura de la biografía de Laura Victoria, cuando recibí el inesperado y gentil ofrecimiento de Rafael Mojica García, rector de la Universidad del Meta, en el sentido de que la obra sería patrocinada por su entidad. Mi fortuito patrocinador es oriundo de Soatá (al igual que la poetisa y el cronista), y en tal carácter quería rendirle un homenaje a su ilustre paisana. De esa manera, quedaríamos vinculados en la misma obra tres boyacenses nacidos en la Ciudad del Dátil. La idea, por supuesto, sonaba muy bien.

En los meses siguientes, Mojica García me preguntó varias veces por el libro, con el evidente propósito de darle pronta publicación. Cuando un año después puse el trabajo en sus manos, las cosas cambiaron de rumbo. Vino el consabido pretexto –tan característico en estos menesteres– mediante el cual le sacaba el cuerpo al compromiso. Esta fue su respuesta: “Al leer la obra, veo que está llamada a ocupar un sitial de importancia en nuestra literatura, y la Universidad no está en condiciones de asumir la distribución de ella, lo que la llevaría al anonimato. Por eso te pido que me eximas de mi petición”.

Presa del desencanto que dicha conducta me causaba, dejé que pasara algún tiempo para volver a pensar en otro editor. Este se presentó dos años después. Un buen día me llamó, con prisa, Javier Ocampo López, presidente de la Academia Boyacense de Historia, y me contó que la noche anterior se había soñado con Laura Victoria, lo que parecía ser una premonición sobre la muerte cercana de la poetisa, y un mensaje claro para publicar su biografía. Esta vez el amigo resultó efectivo: la obra salió a la luz en breves días, y Laura Victoria alcanzó a conocerla. Pocos meses después, ella moría en Ciudad de Méjico.

Otro libro que sufrió reveses fue la novela La noche de Zamira. Yo me descuidé en llevársela a Jorge Enrique Molina Mariño, rector de la Universidad Central, que me había manifestado la intención de editarla. El proyecto se frustró con la muerte súbita de mi amigo. Después, tuve idéntico fracaso con otro posible editor, que también murió de repente. A mis pobres libros los perseguían las muertes súbitas.

Luego sometí la novela a estudio de Grijalbo, cuyo comité de lectores expresó “los mejores conceptos” –según rezaba la carta respectiva–, pero la editorial atravesaba por algunas dificultades que le impedían la pronta publicación. Sin embargo, abrigaban la confianza de que en seis meses podrían hacerlo. Dicho plazo se corrió a ocho meses más, y las dificultades no desaparecían. Resolví entonces retirar el trabajo, y me quedé con el elogio: “La novela está muy bien lograda, pero…” (el pero de siempre). Ante esta dolorosa evidencia, mis hijos, en deliberación secreta, decidieron editarla por su cuenta.

Y llego a mi último libro, Ráfagas de silencio (2007), novela a la que dediqué largo tiempo y muchas energías. Alguien me sugirió que hiciera conocer los originales de un amigo común, muy bien relacionado con el mundo de los libros, para buscar un camino editorial. Así lo hice. Un año después de haber dejado yo mismo el trabajo en la portería del edificio donde residía mi amigo, y cerciorarme luego de que la obra había llegado a sus manos, esta no apareció por parte alguna. Ante el temor de que no solo perdiera el libro, sino que además fueran usurpados los derechos de autor, como a veces acontece, contraté la edición inmediata con Editorial Códice.

De esta manera, han corrido 39 años desde que, en 1971, publiqué mi primera obra, Destinos cruzados, adaptada años después como telenovela nacional. Novela que con motivo del suceso de la televisión busqué reeditar, en 1987, con el patrocinio de Tercer Mundo. Un fracaso más. Le decía entonces a Soto Aparicio, mi cordial amigo e inestimable guía literario:

“Veo hoy, con hondo pesar, que lo que se ha ganado en lenguaje y rigorismo gramatical se ha perdido en espontaneidad. Lo que más debería cuidar el narrador es la fluidez, y esta a veces se sacrifica por la solemnidad. Descubro con envidia que el adolescente de los 17 años tiene que darle muchas lecciones al escritor de los 51 años”.

El Espectador, Bogotá, 7 de mayo de 2010.
Eje 21, Manizales, 8 de mayo de 2010.

* * *

Comentarios:

Me leí toda la serie de Dolores y travesuras del libro. Me viene a la mente una frase de Indira Gandhi en la que expresa: «Al mundo no se le cuentan los dolores del parto, se le muestra el niño». Sin embargo, estas historias valen la pena e inclusive se puede también escribir sobre todas estas epopeyas como usted las ha escrito. Mis felicitaciones sinceras.  República bananera (correo a El Espectador).

Muy bueno tu artículo final sobre el destino de los autores frente a sus ediciones. Comparto plenamente tus tesis quizás porque ahora que acabo de publicar La otra historia de Tuluá, en privadísima y casi clandestina edición, me sentí como un buey cansado, y pensaba en mis 25 años escribiendo Cóndores no entierran todos los días. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Sí. Son hechos curiosos los que, con frecuencia, rodean el quehacer esencial del escritor; son avateres que, incuestionablemente, afectan ese mundo entrañable de la creación. No obstante y por fortuna, cuando ese mundo es cierto, resulta imposible detener su camino y éste, tarde o temprano, despliega sus hallazgos. María Cristina Laverde Toscano, Bogotá, 10-V-2010.

Esta columna resume una continuidad de escritos, libros y producciones de cine y televisión, con broche de oro. Es un buen resumen de ese camino difícil,  atravesado con fuerza, constancia y duro trabajo. Los resultados no pueden ser mejores, aunque a veces el reconocimiento no se vea reflejado en apoyos literarios que permitan la divulgación real, que es uno de los premios que un escritor busca. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Dolores y travesuras del libro (5)

miércoles, 23 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En 1982, al entrar a una reunión social en Armenia, me encontré con el  gobernador del departamento, Jesús Antonio Niño Díaz, que me sorprendió con el anuncio de que deseaba publicar un libro mío dentro de la Biblioteca de Autores Quindianos. Y me encareció que presentara la obra en el menor tiempo posible.

Supe después que el afán suyo obedecía al propósito de editar dos libros de la región dentro de los actos que se programaban para conmemorar los 16 años de creación del departamento. Ni corto ni perezoso, en breves días reuní el material de la obra, donde recogí una serie de ensayos escritos en los cinco años precedentes.

Así nació Caminos, mi quinto libro. En la solapa anoté: “Este recorrido literario señala la perseverante búsqueda del escritor que, oteando el mundo con mente inquieta, se ha encontrado con diversos caminos para explayar el pensamiento. La vida está cruzada por caminos. Cada idea es un camino”. De igual manera, pienso hoy que cada oportunidad es un camino. Quizás el encuentro ocasional con el gobernador fue el que le hizo concebir la idea de incluirme en su programa cultural.

Editada la obra, vinieron los dolores de cabeza. ¿Cuál es el libro que, en medio del regocijo, no le trae sinsabores al escritor? Yo me había esmerado, como ha sido siempre mi norma inflexible, en la depuración del trabajo. Me sentía ufano al creer que el libro saldría sin los horrendos gazapos que exasperan al buen lector.

En el acto de presentación de la obra (junto con la de John Vélez Uribe, El humor de los míos), observé que las palabras del prólogo aparecían escritas en letra bastardilla, cuando yo las había revisado en letra corriente. El cambio se había efectuado a última hora y sin conocimiento mío, con la loable intención de darles mayor realce a las palabras liminares. Pero el linotipista, llevado por la prisa, cometió varios errores garrafales, que nadie se encargó de corregir, y que a mí me causaron enorme contrariedad.

Como soy perfeccionista incurable, mis propias incorrecciones me afectan en sumo grado. Por lo tanto, la fiesta se me aguó. Le hice el reclamo al editor, y él, también disgustado por el contratiempo, me ofreció esta fórmula salvadora: al grueso de la edición, que estaba lista en sus bodegas, le mutilaría la hoja defectuosa y la cambiaría por la correcta, mediante un proceso minucioso que nadie notaría.

A causa del percance, la edición salió con dos prólogos: unos ejemplares, con el texto impecable; y otros, con varias erratas de alto calibre. El consuelo que me queda es que nadie, a través del tiempo, me ha hecho ninguna mención sobre aquellos disparates que ojalá hayan sido triturados por la polilla.

No todos los escritores de la región quedaron conformes con que se nos hubiera favorecido, a John Vélez y a mí, con el patrocinio oficial. Alegaban que se había pasado por alto la constitución de un comité para evaluar las obras. Los dos autores escogidos éramos blanco de la envidia que, como la flor silvestre, se da en todas partes, y que en el campo de los escritores es más ponzoñosa. Al mandatario local lo venían censurando por no dar cumplimiento a una ordenanza de la Asamblea que disponía estos auxilios, y al cumplirla, también lo atacaban. “Palo porque bogas, palo porque no bogas”.

El crítico más virulento era el columnista Humberto Jaramillo Ángel, quien, en efecto, solía darles palo a sus propios colegas de las letras y a los funcionarios locales. Me cogió como pretexto para hostigar al gobernador. De paso, también yo era víctima, víctima inocente, de sus acerados dardos. Recuerdo que alguna vez habló del “lejano escritor boyacense”, con evidente desdén que tenía sabor a inquina regionalista.

Tal vez Jaramillo Ángel se había olvidado de que los escritores de la comarca, que ya me consideraban como uno de los suyos después de once años de plena identidad con la literatura quindiana, me habían distinguido con la codiciada presea La flor del café, que otorgaba una junta presidida por el poeta Mario Sirony. Al cabo de los días, dejé de prestarle atención al asunto, aunque me sentía molesto con que el columnista implacable no cesara en sus diatribas, tanto contra el gobernador bien intencionado, como contra el “pobrecito escribidor” de que habla Larra.

La marea bajó cuando un buen día se conoció la noticia de que Caminos había sido incluido en la Cápsula de El Tiempo, junto con mi libro anterior, El sapo burlón. ¿Cómo fueron seleccionadas estas obras para semejante privilegio? Nunca lo supe. Nunca conocí el nombre de las personas que conformaban el comité de selección. Ese, por supuesto, fue mi camino del desagravio. La Cápsula fue cerrada en marzo de 1983, y será abierta 69 años después, en junio de 2052. Contiene muestras de la cultura y de las costumbres colombianas que los lectores de la edición número 25.000 del diario bogotano envían, en diversos testimonios, a los lectores de la 50.000.

Está representada por 1.408 objetos, que van desde una bola de ping pong hasta una minicomputadora. El peso total es de 5.097 kilos. Permanecerá enterrada en el costado noroccidental de las instalaciones de El Tiempo durante 25.316 días, y se garantiza que en virtud de las técnicas empleadas los objetos serán rescatados en perfectas condiciones al comienzo de la segunda parte del siglo actual.

En el campo de las letras, fueron incluidas obras, entre otros autores, de Gabriel García Márquez, Otto Morales Benítez, Germán Arciniegas, Eduardo Pachón Padilla, Germán Castro Caicedo, Plinio Apuleyo Mendoza, Luis María Sánchez López, Carlos Castro Saavedra, Oliverio Perry, Jairo Aníbal Niño, Elisa Mujica, Francisco Gil Tovar…

Camino reparador este que hoy me hace rememorar los tragos amargos relativos a la publicación del libro, hace 28 años. Aspiro a que algún descendiente descubra en el año 2052 a un gerente de banco que aparte de hacer cifras, también escribía mensajes para la posteridad.

El Espectador, Bogotá, 16-IV-2010.
Eje 21, Manizales, 16-IV-2010.

Dolores y travesuras del libro (4)

miércoles, 23 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De viaje por Medellín, escuché un día ya lejano el gracioso cuento narrado por una tía de mi esposa, el que tenía como personaje a un sapo retozón. Personaje curioso, a la par que humano y simpático. Esta narración, adaptada en mi literatura como un caso de la vida conyugal, le daría aliento al cuento que titulé El sapo burlón, que en 1971 recibió honores en un concurso promovido por el Magazín Dominical de El Espectador.

Con dicho trabajo hice mi presentación en el mundo del cuento, vena que me fluía con sorprendente espontaneidad. Al paso de los días, surgieron otros temas de aparente simplicidad, movidos por la gracia, el humor y la sutil ironía, varios de los cuales siguieron impulsando mi nombre en las páginas del Magazín Dominical. Cuando llegué a los veinte cuentos, decidí reunirlos en el libro que bauticé con el mismo nombre de mi trabajo inaugural: El sapo burlón, publicado en 1981 dentro de la serie bibliográfica del Banco Popular.

A Otto Morales Benítez, que me honró con el prólogo para esta obra (el tomo cuarto de mi producción literaria), no le sonó el extraño nombre que le había asignado. Me lo preguntó con inquietud. Y yo le respondí, sin titubeo y con orgullo, que era consciente de su preocupación, pero dentro de mi espíritu de lealtades no podía menos que rendirle tributo, con absoluta autenticidad, al personaje que me había abierto las puertas de El Espectador y de las letras.

Morales Benítez quedó satisfecho con mi explicación, y así lo consigna en las palabras del prólogo, para gloria mía y por supuesto del humilde habitante de las intemperies y los pantanos. Más aún: él reproduce en su trabajo un comentario poético de Juan José Arreola en elogio del sapo, que yo había pescado en un libro de dicho escritor, palabras que me vinieron de perlas para hacer la defensa de mi protagonista literario, que aparece en la carátula vestido de frac, “muy tieso y muy majo”.

“Salta de vez en cuando –anota Arreola–, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón. Prensado en un bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una lamentable crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio las primeras lluvias. Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros como una abrumadora cualidad de espejo”.

En Armenia, Humberto Jaramillo Ángel me tiró las orejas por haber escogido ese nombre nada sugestivo para mi obra. Leí con atención los consejos que me daba, y nada le repuse, porque con él no era fácil entrar en controversia. Hablaba en su nota del tino que me había faltado para titular la obra “con mayor fuerza, mayor sonoridad y hasta mayor carácter literario”. Mientras tanto, yo vivía muy ufano con mi sapito, que en poco tiempo agotó la edición. Y pensaba para mis adentros que si a mi crítico no le gustaba el rótulo del libro, tampoco podía agradarle el de la columna que hizo famosa García Márquez en El Heraldo, de Barranquilla, en los años 50: La jirafa

Otro que entró a leer mis cuentos con desgano –tal vez sugestionado con el título– fue Tulio Bayer, pero por fortuna llegó hasta el final. Así me escribe desde París, en carta de diciembre de 1981: “Me pasé toda la noche leyendo El sapo burlón. Es la primera vez que me trasnocha un sapo. Su canto me pareció a veces muy lúgubre, pero el incesante croar se fue volviendo una sonata y acabó por ser una sinfonía. Magia del estilo. Las historias son tristes pero no se trata en modo alguno de cuentos tristes. Por el contrario: son cuentos filosóficos”.

Y pasaron los años. Hace poco, mi cuento fue publicado en la revista Letralia, de Venezuela. Tal circunstancia me permitió entrar en contacto con el escritor paraguayo David Galeano Olivera, prestigioso lingüista, antropólogo, filólogo, educador, y presidente del Ateneo de Lengua y Cultura Guaraní de la República del Paraguay, quien había publicado en la misma revista el ensayo que lleva el siguiente título: “El kururu (sapo) en la cultura guaraní y paraguaya”.

Supe por dicho ensayo que el sapo es allí un ser mítico. Animal sagrado, al que todos respetan y veneran. Nadie puede pisarlo y menos maltratarlo. Es un ser omnipresente en la cultura popular y, como tal, se encuentra vinculado a la religiosidad, la medicina, las creencias y las costumbres de la gente. El profesor Galeano se entusiasmó con mi obra y me ofreció traducirla a la lengua guaraní, “de manera que también pueda ser leída por la mayoría de paraguayos”.

Bien es sabido que los juicios en la literatura son divergentes. Unos, apasionados; otros, interesados o aduladores; aquellos, insustanciales; estos, reales y sinceros.   Lo que a unos gusta, a otros disgusta. El escritor debe acostumbrarse a toda clase de opiniones, porque escribe para el público, que es muy diverso e insospechado. Y no dejarse marear por la censura, ni envanecerse con el elogio. Lo que es, eso es.

El Espectador, Bogotá, 9 de abril de 2010.
Eje 21, Manizales, 9 de abril de 2010.
Letralia, Cagua, Venezuela, 17 de septiembre de 2015.

* * *

Comentarios:

El elogio que usted hace del sapo, es tan hermoso como el contenido en la canción Sapo cancionero, que es el canto de este animalito cuando se aparea. Usted habló de Tulio Bayer y en ese sentido deseo pedirle un favor: Quisiera saber dónde consigo el libro Carta abierta a un analfabeto político, que lo tuve hace muchos años y alguien se quedó con el. Luchuer (correo a El Espectador). 

Has de saber que ese cuento me trajo a la mente el recuerdo de dos seres de carne y hueso muy queridos por mí; y ha sido objeto de reflexión sobre estas personalidades de Acab y Jezabel, en la que ella controla y domina y él obedece, hasta que al final, ya hastiado, el hombre de alguna forma se rebela. Los sapos, creo, hacen parte de la niñez y de todo humano que se respete. Sea por miedo, asco, repugnancia o en el mejor de los casos travesura o cariño, de alguna manera todos hemos tenido algo que ver con los sapos. Colombia Páez, Miami.

Dolores y travesuras del libro (3)

miércoles, 23 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Me precio de ser el descubridor de Quingráficas como la editorial quindiana que a partir de Destinos cruzados, mi primer libro, llamaría la atención de los escritores regionales para la publicación de sus obras. El propietario, Javier Londoño Botero, gran profesional de las artes gráficas, estaba más dedicado a trabajos de tipografía que a la elaboración de libros.

Era una empresa desperdiciada. Cuando apareció Destinos cruzados, mis futuros colegas de las letras abrieron los ojos ante la calidad editorial que se había mantenido oculta para tales menesteres, y que vino a descubrirla un escritor foráneo. A partir de entonces, todos comenzaron a desfilar por Quingráficas. Esto llevó a Héctor Ocampo Marín a escribir en el Magazín Dominical de El Espectador, en enero de 1973, el artículo que tituló Explosión bibliográfica regional, donde daba cuenta de la publicación de diez títulos en un año, durante el arranque de la casa editora de los autores quindianos.

El propio Ocampo Marín publicó allí su primer libro, de ensayos, Pasión creadora. Y otros escritores de la comarca, como Euclides Jaramillo Arango, Julio Alfonso Cáceres, Mario Sirony, Jesús Arango Cano, Humberto Jaramillo Ángel, Fernando Arias Ramírez, hicieron lo propio. Era tal la fiebre que se había despertado, que el editor no daba abasto para atender tanta demanda. El clima literario que se vivía en la región me llevó a escribir mi segunda obra, la novela Alborada en penumbra, que se publicó en 1974.

Y nació la tercera, Alas de papel, una recolección de notas periodísticas, donde buscaba dejar rastros de mis iniciales incursiones por El Espectador y La Patria, y de paso rendir un tributo al periodismo, tarea que al paso de los días me ha permitido coronar la cifra de 1.800 artículos de prensa que representa hoy mi haber literario en esta materia, recogido en la página web que me han obsequiado mi esposa y mis hijos.

Con este tercer libro me sucedió algo curioso e irónico. Llevados los originales a Quingráficas, me encontré con la evidencia de que eran tantas las obras en vía de publicación, que había que revestirse de paciencia para realizar un proyecto. Aunque el editor había modernizado sus equipos, no lograba evacuar los trabajos con la celeridad deseada, entre otras cosas porque, fuera de los autores locales, acudían a la editorial escritores de los departamentos vecinos.

En fin, acepté los dos meses de plazo que me fijó Javier Londoño. Cuando el término iba por el tercer mes, presenté al editor un reclamo por la demora. Cuando se cumplió el cuarto mes, me entró la impaciencia. Mientras tanto, el atareado empresario no cesaba de recomendarme… paciencia. ¡Claro que la tenía!: mi capacidad de resignación, que había sido acondicionada para 60 días, ya había excedido el doble del tiempo. Quien es escritor conoce la ansiedad que hace crecer en su espíritu la expectativa de la publicación de su libro.

En los días siguientes, fui varias veces más a la editorial, y me causaba desazón el ver tanto arrume de hojas en elaboración, tantas carreras de los operarios, tanto sufrimiento del editor. En cierta forma, yo era víctima de mi propio invento: el haber descubierto a Quingráficas. No me dolía de eso, claro está. Por el contrario, me ufanaba ante el hecho de esa explosión bibliográfica que tanto hervor producía en los hornos de la literatura. Y al mismo tiempo sufría con la demora de los ocho meses, y los diez, y luego el año entero que había pasado desde el día que entregué los originales de Alas de papel.

Para resumir la historia, quiero contar que, entregado el material a la imprenta en febrero de 1976, este permanecía inédito en octubre de 1977. Ahí se desbordó mi resistencia. Mi tolerancia no daba para más. Envié entonces una carta perentoria al editor en la que le comunicaba que teniendo en cuenta los 20 meses transcurridos –¡600 días!–, había resuelto desistir del proyecto. ¡Adiós libro, adiós ilusiones! Me quedé esperando la devolución de los originales. Y no volví a pensar más en el libro.

Cuál no sería mi sorpresa cuando una tarde, al regreso del trabajo, encontré atiborrada la sala de mi casa con los numerosos paquetes que contenían la impresión de la obra. El editor acudió a mi esposa para rogarle que no me pusiera sobre aviso acerca de ese hecho, pues quería darme la sorpresa, y de paso remediar su tardanza involuntaria. Sorpresa, por cierto, muy grata, que en un solo instante, ante la sola contemplación de la carátula, hizo borrar los momentos  ingratos.

El libro se había realizado a mis espaldas, con la elaboración de la carátula que se consideró más apropiada, y la revisión meticulosa de los textos. Edición inmejorable, que redimió todas mis contrariedades y dolores. Padecido el vía crucis de la edición, y disfrutado luego el milagro de la resurrección, ha subsistido a lo largo del tiempo el emocionado recuerdo sobre esta epopeya oculta que sufren muchos libros y autores por los caminos de la edición.

El Espectador, Bogotá, 26 de marzo de 2010.
Eje 21, Maizales, 27 de marzo de 2010.

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Comentarios:

Todos tenemos interesantes anécdotas de nuestra vida literaria. Nunca se me ocurrió recopilarlas, pero esta buenísima nota de Páez Escobar me hizo venir a la memoria alguna. Recuerdo que cuando presenté mi libro lunfardesco Poemas de la media gamba, el presentador fue mi amigo el poeta Mosquera Montaña. Creo que no tuvo tiempo de leerlo, por lo cual, al tomar la palabra, comenzó a divagar sobre la poesía en general y a nombrar a poetas que habían pasado por su amistad y por el viejo café Tortoni, de cuya Asociación de Amigos él era presidente. Terminó sus palabras y de mi libro ni el título mencionó. Fue entonces cuando, imprevistamente, subió al proscenio el escribano Carlos Novellino, amigo común, y se dirigió al auditorio con estas palabras aproximadamente: «Hemos escuchado los recuerdos de Alberto Mosquera Montaña. Permítanme que yo hable sobre este libro que nos ha convocado hoy». Los aplausos y las risotadas resonaron por todo el sótano del café. Tanto Mosquera como yo, no sabíamos cómo escondernos. Ricardo Ostuni, Buenos Aires, 28 de marzo de 2010.