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Archivo para marzo, 2011

Dolores y travesuras del libro (2)

miércoles, 23 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Mi primer libro, la novela Destinos cruzados, lo escribí en Tunja a la edad de 17 años. Mi vocación de novelista ya estaba definida. Por aquellos días me había dado el gusto de comprar, y comenzar a leer, la serie titulada Grandes novelas de la literatura universal, de la editorial Jackson, compuesta por 32 volúmenes y cerca de 60 obras maestras.

Devorar novelas y más novelas, así fueran mal digeridas por la mente precoz que descubría paraísos insospechados, se me volvió pasión absorbente. Con la fiebre por la lectura se me despertó el ansia de escribir mi propia novela. Así nació Destinos cruzados, cuya trama urdí en febriles noches de insomnio en la fría temperatura tunjana.

Ya casado, y gerente de un banco en Armenia, desempolvé el cuaderno escolar donde había escrito mi osada novela de juventud. Habían transcurrido 18 años, y nadie sabía de su existencia. En una comida con los industriales quindianos, me asaltó el deseo de publicar el libro. Al lado mío tenía a Javier Londoño, propietario de Quingráficas, y la ocasión fue propicia para preguntarle si él podía editarlo.

En dos meses, Destinos cruzados salía a la luz. Antes, se había creado un ambiente de expectativa entre los escritores locales al saberse la noticia del banquero-escritor. Bajo la común ocurrencia de que las letras no son compatibles con los números, los augurios de mis futuros colegas no podían ser halagadores. Pero la obra fue bien acogida. Vinieron favorables comentarios, aumentaron los lectores y se agotó la edición. Abanicado por mi vanidad, no podía distinguir si ese tributo era para el escritor, o más bien para el gerente de banco.

El novelista Iván Cocherín escribió en La Patria un encomioso artículo sobre la obra. A los pocos días llegó a mi oficina con la grata nueva de que tenía un seguro comprador de mi obra en Bogotá. Tal como él me lo indicó, despaché por Velotax una caja con 23 libros a nombre de mi incógnito y valiente comprador, junto con la respectiva cuenta de cobro, que me sería pagada, según me dijo Cocherín, a la semana siguiente. Un mes después, el giro no aparecía por parte alguna.

Ya por entonces alguien me había contado que el viejo novelista, gracioso personaje de la zona cafetera, tenía por costumbre hacerles alguna pilatuna a los nuevos escritores. Un bautizo de sangre. Pasados varios días más sin recibir el pago (y considerándome ya ungido con el bautizo de Cocherín), le envié un mensaje recordándole la demora, el que finalizaba así: “Apremiado salúdolo”. Y él me contestó de inmediato: “Semana entrante esa. Nunca creí banqueros apremiáranse”. Nunca más volvió Cocherín a pasar por mi oficina. Me quedé con el agridulce sabor de esta simpática recepción en las letras. Todo en la vida tiene un precio.

Los industriales presentes en la comida donde anuncié la publicación de la novela me ofrecieron que  correrían con los gastos de la edición. Lo que no acepté, con pena, por dos razones: primero, por el deseo de hacer yo mismo el esfuerzo, para vivir la alegría de la publicación; y segundo, por los obvios inconvenientes que surgirían en mis relaciones bancarias con el gremio industrial.

En diciembre de ese año (1971), la firma Indumetal optó por comprarme varios ejemplares para enviarlos de obsequio a sus clientes. El gerente de la empresa distribuyó el libro con una amable tarjeta navideña, y yo, claro, me sentí halagado con esa deferencia. Cuál no sería mi sorpresa cuando un día abrí el presente que me remitía Indumetal y me encontré con mi propio libro envuelto en papel navideño.

En Armenia, Otto Morales Benítez me pidió que lo acompañara a Foto Club, librería muy acreditada en la ciudad. En el recorrido por el establecimiento, vi de pronto mi obra en medio de una montaña de títulos. Lo escondí, muy bien escondido, y tomé otra ruta: quería que el veterano escritor no se encontrara con la novela del autor incipiente (la que, por otra parte, yo ya se la había enviado a Bogotá). En la caja, Otto pasó los libros escogidos, y al llegar al último, prorrumpió con una de sus exuberantes carcajadas: “¡Tu libro!”. Me dio un abrazo y pagó la cuenta.

Uno de los primeros destinatarios de Destinos cruzados fue Fernando Soto Aparicio, a quien no conocía en persona, y por quien sentía honda admiración. Él era para mí –y lo es hoy–  un oráculo en el campo de la novela. Pasaron muchos años antes de saber yo que el libro se encontraba en sus manos. Con el paso del tiempo me manifestó que estaba interesado en adaptar la novela para la televisión. A punto de realizarse el plan en la programadora donde él trabajaba, el presidente Belisario Betancur lo nombró agregado cultural de la embajada en París. Ahí murió la ilusión de ver mi libro en la televisión.

Años después, Fernando ingresó como libretista de RCN. Y volvió a tomar fuerza la idea. Hacerla realidad no era fácil. Primero, el canal debía ganar la licitación en que proponía el espacio titulado Autores latinoamericanos; y luego, mi novela  figuraba en una lista de escritores ilustres de Chile, Méjico, Venezuela y Colombia. Yo era el único autor sin nombradía.

Sin embargo, allanados todos los obstáculos gracias a la porfía y el prestigio de Soto Aparicio, Destinos cruzados fue adaptada como dramatizado nacional en octubre de 1987, bajo la dirección de David Stível y con un elenco estelar encabezado por María Cecilia Botero. Proyectada la obra para seis meses, se extendió a diez, gracias al éxito alcanzado. Con ese título comenzaban en el país las telenovelas de RCN.

El Espectador, Bogotá, 12 de marzo de 2010.
Eje 21, Manizales, 13 de marzo de 2010.

 

Dolores y travesuras del libro (1)

miércoles, 23 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En forma desordenada, y a medida que me broten en la memoria, narraré en estas crónicas una serie de episodios –graciosos, curiosos, dolorosos– que me han surgido en las cuatro décadas que cumplo en el oficio de escribir. A todo escritor le suelen ocurrir hechos iguales o parecidos. Ese es el mundo de las letras.

Llevaba varios años buscando el libro más importante de Tulio Bayer, Carta abierta a un analfabeto político, sin lograr conseguirlo. De pronto, en unas vacaciones en Cartagena, lo vi en un puesto de venta callejera. ¡Cuál no sería mi regocijo! Como el vendedor no tenía vueltas para el billete que le pasé, le dije que regresaría antes de diez minutos, mientras conseguía dinero más suelto, y le encarecí que me guardara el libro. “No se preocupe –me respondió–: hace varios meses exhibo la obra y nadie se ha interesado en ella”.

Haciendo la diligencia, me encontré con un viejo amigo y nos fuimos a departir en una cafetería. Y voló el tiempo. Cuando volví feliz en busca de mi mercancía, el vendedor había vendido el libro. Su explicación fue obvia: yo le había prometido regresar en diez minutos, y había pasado una hora. Durante mi demora llegó otro comprador, y él no podía desaprovechar la venta.

Cuando siendo gerente del Banco Popular en Armenia publiqué mi primer libro, la novela Destinos cruzados, a la primera persona que la remití fue a Eduardo Nieto Calderón, presidente de la entidad. Vanidoso, me quedé esperando su felicitación. Un mes después, ni siquiera me había llegado acuse de recibo. Por lo cual, opté por enviarle un nuevo ejemplar. Detallista como era él, me dirigió de inmediato una nota de agradecimiento y congratulación, donde me explicaba que un mes atrás ya le había llegado el libro, pero con dedicatoria para otro destinatario (un vicepresidente que se hallaba en vacaciones), a quien trasladó mi envío. “Se cruzaron esta vez los sobres”, me decía Nieto Calderón.

Otro amigo me comentó, años después, que aunque le pareció extraño que la carátula estuviera invertida, él la consideró parte de Destinos cruzados. Esto me hizo pensar que a otras personas pudo también llegarles el libro en tales condiciones, pero prefirieron callar. Aquí se aplica el proverbio: “A caballo regalado no se le mira el diente”.

La novela Ventisca, que me editó la Universidad Central, ya había sido procesada por la editorial, pero le faltaba el prólogo del rector, Jorge Enrique Molina Mariño. Con mucha pena, y en vista de que la obra iba a ser presentada una semana después en la Feria Internacional del Libro, me vi precisado a urgir a mi patrocinador para que escribiera las palabras que había ofrecido. Y él me confesó que al leer el excelente prólogo de Otto Morales Benítez para otro de mis libros,  se sentía acomplejado con el trabajo que había escrito para Ventisca. Por lo tanto, iba a mejorarlo.

Lo cierto es que llegó el día de la presentación en la Feria, y Molina Mariño no había entregado el prólogo. Él llegó apurado al acto y extendió mi novela en la mesa de la presentación, pero sin permitir que nadie la hojeara: la carátula iba sin pegar, y dentro de ella estaba el taco de la obra, simulando el libro ya editado. ¡Faltaba el prólogo!, que solo vino a anexarse en la segunda presentación, días después, en la Universidad Central. Mientras tanto, grande fue mi incomodidad con los amigos que habían asistido al acto de la Feria, entre quienes no se pudo repartir la obra, y a quienes engañamos con la noticia de que el libro venía en camino. Pasado el momento amargo, queda la anécdota de humor.

El Espectador, Bogotá, 26 de febrero de 2010.
Eje 21, Manizales, 27 de febrero de 2010.

* * *

Comentarios:

Siempre el que acomete empresas tiene dificultades, el que no lo hace no las padece, es por eso que usted ha sido un gran triunfador, porque siempre está en un proceso productivo y estimulante que se ve engrandecido por quienes lo reconocen y apenas con un sabor de ingratitud por quienes no lo hacen. Su obra es grandiosa y la historia se encargará de hacerla cada vez más valiosa. Eduardo Durán Gómez, Bogotá, 26 de febrero de 2010.

Supongo que nos vas a contar muchos casos de esos que son de apasionante lectura. Me imagino que todo eso saldrá en un nuevo volumen para regocijo de tus lectores. Lo que más duele es que hayas perdido la ocasión de comprar la obra de Tulio Bayer. José Antonio Vergel Alarcón, Ibagué, 26 de febrero de 2010.

Muere un ruiseñor

miércoles, 23 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Sobre el poeta Javier Huérfano, que acaba de fallecer en Bogotá, dijo Luis Vidales en 1984: “Huérfano, pero no de poesía”. Y refiriéndose a la brevedad de sus poemas, agregó: “Si persiste en esta modalidad de su ahorro poético, no es aventurado el pronóstico de que alcanzará las excelsas rutas del canto”.

Estas palabras están escritas en el prólogo de Vidales para el primer libro de su paisano calarqueño, cuyos primeros poemas habían surgido a los 11 años. Desde entonces, el tránsito de Huérfano por la poesía fue infatigable. Esta disciplina se tradujo en 13 libros publicados y en otro material que deja inédito. Su última obra, Luz de papel, fue presentada hace pocos meses, cuando ya el poeta presentía su muerte inminente.

Vidales fue su maestro. Y además, su brújula. De él heredó la fibra social, que el discípulo plasmó en versos transidos de dolor, soledad y angustia, donde clama por las desigualdades, las injusticias, el abandono y la humillación del hombre carente de protección humana –como lo fue el propio Huérfano–, en medio de una sociedad arrogante y apática.

En 1990, Huérfano conduce los restos de Vidales a la casa de cultura de Calarcá. Cuatro años después, crea en el barrio Ciudad Bolívar de Bogotá, donde con enorme sacrificio ha construido su vivienda, la biblioteca pública Luis Vidales. Fiel guardián de su preceptor, no solo siguió tras sus rastros sino que se encargó de preservar su memoria. Ahora, lo indicado es que las cenizas de Huérfano se lleven también a la casa de cultura de Calarcá, al lado de su maestro.

La obra de Huérfano, incluyendo su prosa poética, cumplió con la pauta trazada por Vidales: la brevedad. En síntesis afortunadas expresó todo lo que tenía que decir sobre la tragedia del hombre. Era su propia tragedia. Captada con el rigor de la pena constante que sufrió desde la niñez (abandonado por su madre en un inquilinato, enfermo de asma y a merced del desamparo, y más tarde ayudante de zapatería, al tiempo que comenzaba a estudiar de noche), su vida toda fue una cadena de tormentos y tristezas.

Rodeado de semejante racha de adversidades, mantuvo, sin embargo, el ánimo elevado sobre las vilezas del torvo existir. Y no se dejó ganar la partida, así fuera a cambio de las gotas de sangre vertidas por su alma de poeta y su espíritu de lucha y conquista. Luchando a brazo partido por el pan de la miseria, encontró en Yolanda a su aliada incondicional, y con ella conquistó el sentido de la solidaridad y la alegría de vivir. Supo que si el hombre es lobo para su propio hermano, el amor todo lo redime. Más tarde se volvió pintor, y con esa virtud le puso color a la vida.

En sus versos afloran estremecedoras metáforas, y es que el dolor vivido (y no el figurado) habla el lenguaje más expresivo de la sensibilidad humana. Cuando hace siete años le sobrevinieron los primeros síntomas de la cruel enfermedad que lo llevaría a la tumba, supo que los hados adversos no cesaban de asediarlo.  A partir de entonces vivió momentos cruciales, donde el suplicio se ensañó con su vapuleada existencia. Y exclamó: “Soy apenas un solo dolor que atraviesa el día con su sombra de negra compañía” (…) Quedo sin huesos para sostenerme, torre sin luz en busca de luciérnagas, asoma el tiempo su vieja cara de muerte perpetua”.

Un día Íngrid Betancourt, siendo representante a la Cámara, conoció al poeta. Y sintió el impacto de las grandes desventuras. Ella consiguió que la entidad legislativa le patrocinara el libro titulado El olvido no tiene palabra (1998), y como autora del prólogo escribió lo siguiente: “Dios ha querido, para fortuna mía, que conozca al poeta. De su mano he caminado por el túnel sin luz de la injusticia, a ciegas pero mordiendo siempre el tallo amargo de la rosa”.

Inescrutable destino el que permite estos infortunios de pavura. No se entiende cómo la suerte se encarniza con seres buenos, dignos, creadores de belleza, como Javier Huérfano. Queda, empero, la contribución que, gracias a su vida atormentada, le dejan al arte. Tal el caso de este poeta quindiano que en aquel lejano 1984 puso el primer ladrillo de una obra impulsada por su maestro Vidales, y que ha coronado la meta que él le pronosticó.

El Espectador, Bogotá, 14 de febrero de 2010.
Eje 21, Manizales, 15 de febrero de 2010.
Noti20 del Quindío,
Armenia, 15 de febrero de 2010.
Revista Arquitrave,
Bogotá, 15 de febrero de 2010.
NTC, Bogotá, 16 de febrero de 2010.

* * *

Comentarios:

Nunca conocí la obra de este poeta. Pero al leer su comentario me queda la inquietud por conocer su obra poética. Los versos que usted cita en su artículo muestran a un poeta inmenso, con un tono amargado en su voz, fruto de su propia angustia existencial. ¿Me podría colaborar para que me llegue siquiera uno de sus libros? El simple hecho de que el maestro Luis Vidales hubiera escrito el prólogo para uno de sus libros habla ya de su calidad poética. José Miguel Alzate, Manizales, 15-II-2010.

Lo vimos por última vez en la Feria Internacional del Libro en Bogotá. Alguien conducía  su  silla de ruedas. Se le veía demacrado, sabía lo que le esperaba del cáncer que padecía, pero no se arredraba; mostraba ánimo y seguridad. En varios encuentros de escritores departí con él. Siempre hablamos del poeta Vidales. No elogiaba sus  propios poemas pero decía que en ellos estaba parte de su vida de penurias. Era fraternal, sencillo. Realmente se nos fue un «ruiseñor» de la literatura. José Antonio Vergel, Ibagué, 15-II-2010.

Era  un verdadero poeta del  dolor y de la lágrima de la calle. Muchas veces  nos intercambiamos sentimientos al calor de un amargo café allá en el Callejón Santander y antes en el Automático con Javier Arias Ramírez. Lamento su muerte. Ramiro Lagos, Bucaramanga, 15-II-2010.

Sigo conmovida por los múltiples reconocimientos a la obra de Javier. Creo que él sabía el valor de su obra, el trágico devenir de su vida y que cuando faltara sería  exaltada, como lo hemos confirmado, gracias, en primer lugar, a tu página, que fue el detonante nacional para que esto ocurriera, y al despliegue de tanta gente que  lo conocía. Esta mañana hablé  con Yolanda quien regresaba del cementerio con las cenizas de Javier y me comentó que están dispuestos a enviarlas a Calarcá. Inés Blanco, Bogotá, 19-II-2010.

Hablamos esta tarde con el señor alcalde sobre el asunto y aceptó que sean depositadas las cenizas allí, en la Casa de la Cultura. Quedará Javier cerca de Vidales, su mentor y amigo, lo cual empezará, además, a tejer un prestigio singular en torno a la Casa de la Cultura, al estilo del que contienen los pasillos de las abadías y los templos europeos, plenos de tumbas de santos y de historia (…) La alcaldía se suma a tu idea dando el permiso y costeando la construcción del pequeño nicho en la jardinera de la Casa de la Cultura. El temor que manifestó el alcalde fue del talante que tú planteas: que no vaya a parecer la Casa… un cementerio. Yo no creo. Las placas son discretas. Aunque creo que con el paso de los lustros, no faltará alguien que piense en completar lo que inicias, esculpiendo la leyenda que estamos tejiendo en la actualidad en torno al maestro y su discípulo. Como ves, la idea marcha. Elías Mejía, Calarcá, 3-III-2010.

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Era un recto varón

miércoles, 23 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En mi columna de la semana pasada, dedicada a Ñito Restrepo, mencioné el Cementerio Libre de Circasia, donde se evoca la memoria del famoso personaje antioqueño por medio de un busto suyo erigido en la entrada del cementerio, y del Himno de los muertos, compuesto por él en Ginebra (Suiza) con motivo de la creación de la obra en el año 1932.

Coincide dicha columna con la muerte en la ciudad de Armenia, hace pocos días, de una de las personas más vinculadas a la Fundación Braulio Botero Londoño, de la que provienen los recursos económicos que permiten la subsistencia y ornato del cementerio, convertido en símbolo de la libertad y gran  tesoro artístico de la tierra quindiana. Me refiero a Hernán Escobar Botero, pariente cercano de Braulio Botero Londoño, persona esta muy acaudalada y filantrópica que fue el motor principal de dicho cementerio.

Durante mucho tiempo, Hernán Escobar se desempeñó como secretario de la Fundación. Sólo vino a marginarse de ella en los últimos años, con motivo de la enfermedad que minó sus fuerzas. Su última morada, por supuesto, ha sido el Cementerio Libre, donde hoy descansa en paz, al lado de parientes y amigos que encontraron allí, en medio del fascinante paisaje quindiano, el reposo eterno.

Durante nuestra estadía en el Quindío compartimos con Hernán y con Fabiola, su esposa, lo mismo que con toda su familia, una estrecha amistad. La última vez que lo visité, postrado ya por las dolencias físicas, pero animado por su  sentido del humor y don de gentes, fue hace cuatro años, cuando estuve en Armenia haciendo la presentación de una novela quindiana. A partir de entonces, su salud se fue deteriorando en forma drástica.

Pertenecía Hernán a esa estirpe antioqueña de gente trabajadora, sencilla, cordial y hospitalaria, muy propia de la zona cafetera. Durante largos años, hasta jubilarse, fue jefe de ventas de Bavaria. Además, como buen quindiano, cultivó una pequeña finca de café. Lo recuerdo al mando de su viejo Willys, el legendario vehículo todoterreno de los quindianos (que no cambian por nada), cuando se desplazaba a su predio rural puede decirse que a paso de mula.

Le encantaba viajar a velocidad mínima y sin afán de ninguna naturaleza. En esa actitud interpretaba yo su propio temperamento sosegado, hecho para la paciencia, la reflexión y la tolerancia. Muchas veces las cosas terminan pareciéndose a sus dueños, o viceversa. En esta asimilación de las cosas que nos rodean se refleja la comunión del hombre con su entorno, que es una manera de saber vivir.

En una época fue masón activo, y no sé si tal práctica se extendió hasta su edad mayor. Era hombre de ideas. Le gustaba debatir temas de la vida nacional o mundial, y lo hacía con espíritu sereno y altas dosis de raciocinio. Nunca fue sectario en ninguna materia.  Por el contrario, era tolerante y conciliador. Hombre silencioso y prudente, su vida transcurría con elegante moderación, rodeado del aprecio de la gente. Su principal virtud, que ejercía de manera ejemplar desde la junta del Cementerio Libre, era la solidaridad humana.

Conservo un valioso obsequio que me hizo en 1979: el libro titulado De Marx a Cristo, del escritor francés Ignace Lepp, que puso en mis manos con la recomendación de que sacara de él conclusiones acerca de la metamorfosis sufrida por un comunista beligerante que terminó encontrando en las doctrinas de Cristo el derrotero de su vida.

Dicho libro lo dejo ahora en turno para volver a leerlo, 31 años después de su primera lectura. Será una manera de honrar la memoria del caro amigo que, al interesarse por las cosas del espíritu, me ha dejado un recuerdo perdurable. Los libros, bien se sabe, unen a la gente a lo largo de los años y se vuelven imperecederos.

Eje 21, Manizales, 30-I-2010.
El Espectador, Bogotá, 4-II-2010.

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Comentarios:

En esta excelente columna encuentro la referencia a Ignace Lepp, vuelvo a rememorar sus libros, transitados todos ellos por su parábola vital desde el marxismo hasta el catolicismo; pero no desde un marxismo estalinista (capitalismo de Estado) sino de uno preocupado por el destino del hombre. Quizá sobre Lepp hubo por esto mismo, en su tiempo, una conspiración de silencio, felizmente rota por las traducciones al español de la Editorial Carlos Lohlé, que ¿existe aún?  Jakemate (correo a El Espectador). 

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Las tumbas de Ñito Restrepo

jueves, 17 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A finales de diciembre pasado, el periodista antioqueño-caldense Orlando Cadavid Correa publicó una columna en El Mundo, de Medellín, y La Patria, de Manizales, donde daba cuenta del hallazgo de la tumba de Antonio José Restrepo –mejor conocido como Ñito Restrepo– en el Cementerio Central de Bogotá.

Tiempo atrás, el mismo Orlando Cadavid había escrito otra columna donde lamentaba que no se supiera el lugar de la última morada del ilustre colombiano, nacido en Concordia (Antioquia) en 1855 y muerto en Barcelona (España) en 1933. Como yo sí conocía ese sitio, del que me enteré por la lectura de la excelente biografía de Ñito Restrepo publicada en 1974 por Alirio Gómez Picón, se lo hice saber, incluso señalándole la ubicación exacta en el cementerio bogotano.

Y él divulgó el dato en su columna atrás citada, con la intención que ambos teníamos sobre el traslado de los restos a Concordia, o a Titiribí, pueblo al que Ñito estuvo más vinculado, y que consideraba su verdadera patria chica. Pasado un mes desde la publicación de la columna de Orlando, ninguno de los dos municipios antioqueños ha hecho pronunciamiento alguno sobre el particular, lo que da a entender que no tienen interés en el asunto.

Debe tenerse en cuenta que la llegada de las cenizas a Bogotá, desde la ciudad de Barcelona, obedeció a un acto del presidente Eduardo Santos (hace más de siete décadas), quien las hizo transportar en el barco Magallanes y luego dispuso, como tributo al ilustre escritor y hombre público, la construcción de una bella tumba en el sector 2 del Cementerio Central, denominado Sector Trapecio. Sobre la lápida aparece escrito el nombre de Antonio José Restrepo en letras de hierro, y la tumba, elaborada en piedra maciza, se encuentra  ubicada en tierra, en alto relieve.

Examinando mejor el caso, cabe pensar que aquella determinación del presidente Santos tuvo que contar con la aprobación de la familia Restrepo. Álvaro J. Wolf, uno de los pocos descendientes que quedan de ese tronco, dice lo siguiente en mensaje enviado a mi correo electrónico: “Siempre supimos que estaba enterrado en Bogotá. Dudo mucho que a la gente de Concordia le interese esta información, por el hecho de que si bien Ñito naciera allí, él siempre se consideró titiribiseño. Además, Concordia pertenecía geográficamente a Titiribí cuando él nació. En Titiribí siempre se ha honrado la memoria de Ñito. En su parque existe un busto de mármol que siempre se ha mostrado orgullosamente”.

Por otro lado, Gustavo Álvarez Gardeazábal considera que “un librepensador como Ñito Restrepo debería reposar en el Cementerio Libre de Circasia. Si no estoy mal, el poema que hay esculpido en mármol a la derecha de la entrada del cementerio es de su autoría”. Y agrega: “Yo asumo todas las vueltas y costos de Circasia y contribuyo, si es necesario económicamente, a las vueltas de Bogotá. El homenaje y el ditirambo con que debe revestirse el trasteo se lo dejamos a la sapiencia y el conocimiento que Páez y Otto tienen del personaje”.

En efecto, el poema a que hace alusión Álvarez Gardeazábal existe allí y es de la autoría de Ñito Restrepo. Su título es Himno de los muertos, en una de cuyas estrofas dice: “No me espantan mentidos terrores; / sin doblar la rodilla viví; / del hermano calmé los dolores; / de la Patria el pendón defendí”. El himno fue compuesto como respuesta a la petición que le hizo la Junta Pro Cementerio Libre de Circasia –presidida por Braulio Botero Londoño, el mayor promotor de la obra– en carta dirigida a Ñito el 22 de septiembre de 1932, a Ginebra (Suiza), donde cumplía una misión diplomática del gobierno colombiano.

Vale la pena comentar para los tiempos actuales que el entonces diplomático –ya en las postrimerías de su existencia– había cumplido brillante carrera como abogado, político, parlamentario, poeta, cuentista, periodista, panfletario, traductor, prosista de alto vuelo. Personaje de gran peso en la vida nacional, fue representante a la Asamblea de Antioquia y al Congreso de Colombia, procurador general de Antioquia y de la Nación. Militó en las filas del liberalismo y se caracterizó por su estilo combativo y su espíritu librepensador. Además, manejó la copla y el gracejo de manera magistral. Sus enemigos políticos le tenían terror.

Con carta fechada el 2 de noviembre de 1932, Ñito remitió a Braulio Botero su famoso himno a la libertad, que más tarde fue musicalizado por el maestro quindiano Rafael Moncada. Cinco meses después moría en Barcelona, a donde había llegado de paso, procedente de Bruselas. Su busto fue erigido en la entrada del cementerio, a mano izquierda; y a mano derecha, como lo anota Álvarez Gardeazábal, se encuentra el himno.

Hay un hecho curioso. Navegando por internet, hallé en Wikipedia una pequeña biografía del personaje, de la que extracto lo siguiente: “Sus restos reposan en el Cementerio Libre de Circasia, Quindío, donde se enterraban los librepensadores para hacer escapar a su familia de un vergonzoso entierro en los muladares dispuestos por la Iglesia Católica, de entonces”.

El ex gobernador quindiano Jaime Lopera manifiesta que el hecho importante para la reubicación de la tumba, sea en Antioquia o en el Quindío, es que no permanezca “casi anónima en un oscuro pasillo del cementerio bogotano, sino en un lugar destacado para su recordación”. Por su parte, el ex ministro Jorge Valencia Jaramillo ofrece sus servicios para los trámites respectivos, contando con la experiencia que tuvo en igual sentido con el traslado de los restos de José María Vargas Vila, desde Barcelona.

Queda claro que el espíritu de Ñito Restrepo, superior, por supuesto, a sus restos mortales, pervive en Circasia. Esto no se opone a que deambule también por varios pueblos antioqueños donde pasó sus mejores días entre repentismos, coplas,  tiples y camaraderías, como lo recuerda Juan Fernando Echeverri Calle en mensaje dirigido a esta columna (un legítimo paisa que quisiera, claro está, que la tumba de Bogotá fuera trasladada a su tierra).

El tema se presta para diversos enfoques. Y hay deseos y sentimientos encontrados. Resolverlo no es fácil. Quizá la mejor fórmula es dejarlo como está. En fin de cuentas, son varias las tumbas de Ñito: Barcelona (la inicial); Bogotá, la siguiente; Circasia, la atribuida por Wikipedia; Titiribí, la que sus habitantes llevan en el alma… Lo más importante de todo esto es que a través de los artículos de prensa y del cruce de correspondencia que ellos suscitaron, ha crecido el recuerdo sobre el insigne colombiano (yo diría que antioqueño, bogotano y quindiano a la vez), 77 años después de su muerte en tierra ajena.

El Espectador, Bogotá, 22 de enero de 2010.
Eje 21,
Manizales, 23 de enero de 2010.
Noti20 del Quindío,
Armenia, 24 de enero de 2010.
Mirador del Suroeste, No. 34, Medellín, marzo de 2010.

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