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Archivo para abril, 2011

Miss Coco

miércoles, 27 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Si hiciéramos una lista de las cosas pintorescas del país, habría que incluir los reinados de belleza. Hay reinas por todo y para todo. Por algo Colombia es un país soberano. Mire usted hacia cualquier latitud y allí encontrará un cetro y una corona. Estos arreos de la exquisita dictadura femenina pueden de pronto encontrarse vacantes, pero nunca ociosos.

Si la reina se casa antes de expirar su mandato, lo que en buen romance no es otra cosa que sacrificar el trono por un amor, la respectiva re­gión no se resignará a permanecer sin el tutelaje de su diosa y elegirá con presteza la nueva beldad para llenar es­tos vacíos imposibles.

El mando de la mujer, así sea bajo la fragilidad de un cetro de belleza, está determinado desde que Eva obligó a Adán a comer el exquisito manjar que la humanidad continúa saboreando precisamente por ser apetitoso. Y que no se siga sosteniendo que fue Adán quien tomó la iniciativa de desobe­decer, pues fuera de culebras y otras alimañas no quedó testigo de aquella oculta aventura.

Adán es un personaje calumniado. También, en su caso, re­sulta evidente la pérdida del paraíso por un amor. Aunque considerándolo mejor, ya estoy arrepentido de pintar­lo como ser pasivo y sin impulsos, si de él heredamos los hombres la agre­sividad que le da vida al planeta. Con­vengamos, para ser ecuánimes, que la culpa fue mutua, punto de equilibrio que juega muy bien en este momento de hermandad donde todo es compar­tido, desde el Gobierno hasta el peca­do.

Si desvié el tema de la belleza, fue para no olvidar que los reinados na­cieron en el paraíso terrenal. Eva, la esplendorosa ama del universo, quedó ungida reina desde el primer instante de su creación, no solo como homenaje a su belleza, sino también por falta de competencia. El hombre, desde en­tonces, le rinde tributo a la mujer. No cuenta la historia el título que con­quistó Eva, pero es fácil deducir que fue la primera Miss Desnuda del planeta.

Los reinados proliferan como la explosión demográfica. Cada región, cada cosecha, cada cereal, cada barrio, tienen reina propia. Y no la prestan ni la comparten. Muchos hogares también poseen su reina. Tampoco la prestan ni la comparten. ¡Egoísta que es la humanidad!

Si la mujer alumbra y le da sentido a la vida, bien está que su belleza irradie encanto y optimismo. Falta por promover otras campañas. No estaría mal que cada candidato presidencial promoviera su reina (fórmula lamentable para María Eugenia Rojas, pues seguiría en desventaja). ¿Por qué no buscar reina para la carestía de la vida, para los alcohólicos anónimos, para los alcohólicos públicos, para el invierno, para los viudos, para los aburridos, para los neurasténicos…?

Bajo las palmeras de San Andrés ha ganado la corona internacional de Miss Coco la bella representante de Nicaragua. Todo es posible. Los árboles también tienen madrina. Pero no he logrado que mi hijo, que dentro de su precocidad entiende ya algo de mu­jeres a pesar de que solo cuenta con tres años de edad, asocie la idea de belleza con lo que para él significa el coco: fantas­ma, espantajo, miedo.

Miss Coco In­ternacional, si llega a leer esta nota, estoy seguro de que le perdonará a mi hi­jo su confusión, que ninguna ofensa puede haber en su mente temprana; y tener la certidumbre de que, como él entiende de belleza y es medio mujeriego, fácilmente se encantaría si llegara a tenerla cerca. Y de paso borraría para siempre el temor al “coco” que no hemos podido desterrarle sus padres.

La Patria, Manizales, 13-XII-1973.

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El estilo

miércoles, 27 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es el estilo un distintivo, una marca de fábrica. Se dice que el estilo es el hombre. Por su manera de ser se distingue una persona de otra. Por la for­ma de escribir se diferencia un escritor de otro. Los maestros de la literatura insisten, en variados to­nos, en que el escritor debe poseer ciertas condicio­nes básicas. Se habla también de poderes, de incli­naciones innatas. El estilo se puede superar; no pasa lo mismo con el ingenio, que es algo intrínseco. Se hace énfasis en la pureza y la propiedad, en la espontaneidad, en la fluidez. Ortega y Gasset pe­día: temperatura, densidad y música.

Estas cualidades, de tan complejo calado, son reglas de oro. El catálogo parece simple. Lo arduo, lo inalcanzable a veces, consiste en mezclar esos misteriosos ingredientes para imprimirle vida a una página. El mundo está lleno de eruditos, de acadé­micos, de maestros de la gramática, y hasta de sa­bios, pero no de genios. Un Dalí, o un Chaplin, o un Borges, o un Churchill, o un De Greiff, para rese­ñar algunas de las genialidades de épocas recientes, solo se revelan de tarde en tarde.

Abundan los pontífices que predican teorías y que sin embargo no saben crear. Escribir bien no es saber mucha gramática. Casals na­ció con la música en el cerebro y ya desde niño, ajeno aún a solfeos y partituras, era un virtuoso. En la literatura deben observarse cier­tos cánones y no atropellar la lengua, pero no escla­vizarse a gramatiquerías ociosas ni a reglas ortodo­xas. Los preceptos son cambiantes, nunca rígidos ni estáticos.

El arte de escribir, dice Silvio Villegas, no está en un vocabulario muy rico, sino en darles una cadencia o un sentido nuevo a las palabras comunes. La cadencia de que habla el maestro no es otra cosa que la musicalidad, la fluidez, la elegancia, dones que solo son posibles en el gusto fino; o refi­nado, mejor, para que el término indique con mayor propiedad la lucha constante que debe imponerse el escritor. Silvio Villegas, que nos ha legado pági­nas sublimes en la magia de la expresión, asombra con la sencillez, con la sonoridad, cuando al propio tiempo nos deslumbra con el esplendor y la profundidad de su pensamiento.

El lenguaje ampuloso es basura. Es fácil dis­tinguir lo superfluo, lo afectado, de lo sobrio y lo exquisito. Incapaces muchos de crear una imagen o expresar un pensamiento, acuden al término sofis­ticado, torturante para el buen gusto, para ocultar su impotencia. Abusan del circunloquio, de la va­guedad, porque son inhábiles para la concisión y la elocuencia. Construyen frases perfectas frente a la gramática y martillan puntuaciones refor­zadas que hieren la fluidez. Así, el contenido es hueco, sin consistencia y sin altura.

El buen escri­tor, el artista, con un brochazo pintará un pai­saje y con pocas palabras inquietará la mente. Sin palabras altisonantes, sin términos misteriosos —de esos que hacen consultar el diccionario a cada momento—, deleitarán sus argumentos y harán pensar. Vivir es saber pensar.

El lenguaje sobrio, ajustado, bien medido, es un condimento pa­ra el buen paladar. El pintor, lo mismo que el poeta, lo mismo que el músico, lo mismo que el escultor o el escritor, llevan en el subconsciente esa vena, esa rara inspiración que no en todos aflora con igual propiedad. Por eso, lo que en unos es mediocre, o apenas común, en otros se sublimiza y se manifies­ta en brotes de genialidad.

Los puristas, esclavos del perfeccionismo —y ya se sabe que el perfeccionismo, como todo ex­tremo, es vicioso—, pierden sus prédicas atacando giros o palabras que, por no haber recibido las aguas bautismales de los académicos, los consideran un atropello. Son, con todo, de uso común y expresan, mejor que las sacrosantas, el verdadero sentido, la verdadera traducción vernácula.

Trate usted de en­contrar en el diccionario de la Real Academia un sinnúmero de palabras en boga, empleadas en el lenguaje popular y también culto, y no solo estarán ausentes sino que de pronto recibirá un regaño por tratarse de un galicismo, de un barbarismo, de una asonada contra el idioma. Esa palabra, hoy bárbara, medio sacrílega, en pocos años entrará con todos los honores a los registros académi­cos, con una larga lista de acepciones que ni siquie­ra habíamos sospechado.

La Academia, en fin de cuentas, no hace otra cosa que investigar para en últimas protocolizar lo que la costumbre se ha encargado de imponer. Por eso, nuestro real diccionario vive desactualiza­do. Alguien le replicó a un académico: «usted sabe gramática, yo sé escribir».

El estilo es el hombre. Lo mismo en la vida pri­vada que en la intelectual. En un mismo periódico, en una colección de libros, se encuentran el estilo pendenciero con el sencillo; el complicado con el llano; el altruista con el ególatra; la modestia y el narcisismo; la humildad y la soberbia; lo florido y lo estéril. Se unen, en fin, la cima y la sima. Es inevitable, porque tal es la miscelánea de la huma­nidad.

Lo que se escriba, o se ejecute, o se cree, será siempre el espejo del alma. Y el alma es sensitiva, como puede ser burda. Imposible remediarlo.

La Patria, Manizales, 2-XII-1973.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 27-I-1974.

Nuestro pobre billete de $ 500

martes, 26 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El robo cometido en el Banco de la República de Cartagena suscita no pocas consideraciones. La atención del país, que solo parece impresionarse con hechos espectaculares, pues estam­os en la época de la estampida y el sensacionalismo, estuvo concentrada en este acontecimiento insólito. No puede ser de otra manera cuando de la noche a la mañana desaparecen $42 millones en papel moneda.

Hoy, apenas tres meses después, la noticia ya no es noticia, y muy pocos se ocupan del desarrollo de los acontecimientos. Las páginas de los periódicos solo de vez en cuando, y como caso secundario, registran cualquier referencia sobre el sonado suceso que mantuvo en suspenso al país durante una efímera temporada de rumores y especulaciones. Al voluminoso expediente ha comenzado a caerle el polvo con que la opinión pública se olvida tan de las cosas trasnochadas.

Se refrescará quizás el caso cuando la justicia deje en libertad al gerente o encuentre motivos para enclaustrarlo definitivamente. Mi colega, entre tanto, que ayer fue noticia y hoy ya no lo es, estará acosado en este momento por angustiosas tribulaciones. Sobre su celda carcelaria está marcada ya esta regla de la vida: “Un instante más y habrás olvidado to­do; otro, y todos te habrán olvidado».

Es tan aguda e insidiosa la imagina­ción callejera que, antes de pronunciarse la justicia en aquellos días de expectativa, se adelantó a acomodar ocultas maniobras, fabricando fantasías. Acaso la historia de Caribesa hizo despertar explicables suspica­cias al repetirse en el mismo escenario otra danza de millones.

Los malhechores, que debieron sen­tirse confusos y deslumbrados con el tesoro que no cabía en sus manos, de­cidieron llevarse la mayor cantidad de dinero grueso para no enredarse con billetes extenuados. Pero nuestra mayor cifra monetaria, los rozagantes billetes de $ 500 escogidos para hacer menos pesada la huida, ha quedado bloqueada por las autoridades. Es una serie aco­rralada. Un billete avergonzado.

Los colombianos corrieron a los bancos (y aún hay muchos afanados) a cambiar las existencias por valores de libre cir­culación. El billete de  $500 es, hoy por hoy, un papel desprestigiado. Los coleccionistas están en dificultades. Muchos preferirán esconderlos antes que prestarse a sospechas o someterse a preguntas incómodas. Otros pasarán necesidades antes que vergüenzas.

Portar en adelante un billete de $ 500 no es, como antes, signo de liquidez ni de distinción. Negro será el horizonte para los cargado­res de este tesoro público cuando, bo­rrados los caminos del libre comercio, se encuentren pobres (como ya suce­dió con varios de ellos) en medio de la abundancia.

El Espectador, Bogotá, 17-VIII-1973.
La Patria, Manizales, 20-XI-1973.

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Los pequeños lectores

lunes, 25 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La aparición de Las siete vidas de Midas, libro número 100 de la biblio­teca de Colcultura, trajo cierto revuelo en mi casa, y voy a explicarlo: Mis dos hijas, menores de 10 anos, ya habían oído hablar de un gato literato que estaba escribiendo sus memorias en el zarzo de una casa vieja.

Cuando les tra­je el librito de regalo, la tranquilidad casera se alteró, pues no quisieron con­formarse con el mismo volumen para las dos y no quedó otro remedio que duplicar el obsequio; lo que hice, des­de luego, con legítimo orgullo al en­contrarme con dos señoritas lectoras que emulaban en el afán de conocer las aventuras del singular personaje,

Y es que ellas se mandan sus humos. Cuando les entregué Los cuentos del pícaro tío conejo y les expliqué que quien había rotulado el libro para «mis queridas amiguitas» era su propio au­tor, el doctor Euclides Jaramillo Arango, maestro de las letras, se sintieron de tú a tú por el trato que se les daba, y ya tienen escritos varios cuentos que guardo celosamente sin saber si maña­na llegan a ser obras maestras de la lite­ratura.

La lectura es uno de los mejores me­dios de preparación. Y se inicia, como en el ejemplo propuesto, desde la ni­ñez. Es el libro el gran maestro de la vida. Pero por desgracia anda desterra­do de los hogares y solo excepcionalmente se habitúa al niño a leer des­de los primeros años. Se da por lo ge­neral mayor importancia a juegos y otros pasatiempos no siempre sanos, como el cine o la televisión cuando no se saben administrar, antes que a guiar la mente hacia horizontes desprovistos de cosas dañinas.

Si el mundo contemporáneo es más abierto que el que vivimos los padres actuales, es lo cierto que la libertad de hoy se ha deteriorado hasta el punto que la desviación de la juventud (la re­beldía, la vagancia, la frustración, la neurosis, el desenfreno sexual y tantos problemas de la época) depende del descontrol de los pri­meros pasos ¡Y los primeros pasos se dan siempre en el hogar!

La niñez necesita leer. Requiere de buenas y sanas lecturas. Hay que encaminarla. Separémosla, por momentos, del televisor cuando ningún bien le ha­ce el conocimiento anticipado de la droga que embrutece, o del puñal que hace brotar sangre, o del padre vicioso, o de la madre descarriada, o del hijo frustrado.

El pequeño lector de hoy se­rá sin duda la revelación del mañana. Despertar temprano estas inquietudes es quizás proyectar vocaciones que de otra manera pueden quedar dormidas para siempre por falta de estímulo y dirección.

Se le preguntó alguna vez a un señor erudito que había tenido pocos estu­dios cómo se había superado, y él res­pondió que la suya era una cultura de «antesala», explicando que en las espe­ras que tenía que hacer en razón de su oficio ante diversos despachos se dedi­caba a leer lo que encontrara a la ma­no. Y ya se sabe que en las antesalas se encuentra de todo, hasta monos animados; y estos también forman.

Y sin ir tan lejos, aquí en Armenia manifestaba un ejecutivo su interés por adquirir cultura leyendo, pero se que­jaba del poco tiempo que le quedaba para hacerlo, ante lo cual el autodidacto de mi amigo le replicó: «debe leerse hasta en el baño». ¡Y hay personas que gastan demasiado tiempo en el baño!

¿Por qué no aparecerán más gatos Midas? ¿O loros declamadores, o gor­gojos políticos, o perros filósofos, o conejos astronautas, o zorros médicos, o burros intelectuales?

La Patria, Manizales, 30-XI-1973.

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Personalidad de escritorio

lunes, 25 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Curiosamente el escritorio, una de las más anti­guas herramientas de trabajo, se ha convertido en símbolo de frustración. Este servidor del hombre, mudo testigo de tanto suceso de la vida cotidiana, es por lo general elemento frío, expuesto como se halla a composturas y ambientes estirados, y solo por excepción parece menos inerte en áreas descomplicadas.

Miremos ejemplos: Está el del alto ejecutivo, a cuyo recinto se llega con cita previa y atravesando salas y antesalas, con cohibiciones imposibles de reprimir. Lo encontraremos hundido en el laberinto de sus negocios y acosado por el vértigo de preocu­paciones y sobresaltos que hacen parte de su mun­do cotidiano. Su mesa de trabajo se ve atiborrada de libros y papeles en tránsito que deben ser evacuados en lucha contra el tiempo. El saludo será breve y la conversación, recortada. Sonreirá, es posible, al estre­charnos la mano, pero se sentirá más aliviado cuan­do nos despegamos de la silla y tomamos el camino de regreso.

Dentro del escritorio se hallarán dos o tres frascos con píldoras para equilibrar el sistema nervio­so. Pero no lo culpemos, porque la empresa deshuma­niza. El escritorio de los ejecutivos enferma y traumatiza.

En un rincón de la oficina recaudadora de im­puestos, el empleado común, burócrata por voca­ción, acciona números en la máquina que sabe me­jor que él las cuatro operaciones aritméticas, em­borrona libretas, contesta dos teléfonos al tiempo, escribe cifras y rellena espacios, pero no le queda tiempo para saludar y mucho menos para mirarnos a la cara, porque sus cálculos deben cumplir­se también contra reloj.

Si estamos de buenas, no nos regañará. Pero como es difícil estarlo en estas marañas oficiales, saldremos de igual o peor genio que el déspota de turno. Y eso que deberíamos sen­tirnos de plácemes por efectuar el acto cívico, y desde luego heroico, de pagar la cuenta que tantos insomnios nos había causado.

A la oficina de empleos nos arrimamos despacio y acomplejados. Repasamos, antes de entregar el formulario, la recomendación del jefe políti­co, redactada en términos tan obligantes, que lle­gamos a vernos encasillados en la nómina. El funcionario tiene por lo menos el gesto de detenerse a leer nuestra pequeña biografía, y nos despide, con sonrisa que reconforta, ofreciéndonos la próxima vacante, mientras al voltear nosotros la espalda, rasga los papeles ante la complicidad de la secretaria, que espía el acto desde el escritorio vecino.

Pero como no todo es acidez, acerquémonos al vendedor de automóviles, o al de electrodomésticos, o al de cédulas de capitalización, o al de tantos otros artículos difíciles o imposibles para el común de la gente, y hallaremos a un señor ágil y refina­do, o a una señorita pizpireta y almibarada, quie­nes entre venias y cortesías nos pasearán por todos los lugares del establecimiento y nos deslumbrarán con los planes que en un minuto pueden volvernos propietarios con solo el aporte de una pequeña cuo­ta y la firma de un papel que se llena antes de ter­minar el tinto que nos habían servido sin nuestro consentimiento,  como una muestra más de cor­dialidad. Si no llevamos la mercancía, fingirán no molestarse, pero a nuestra salida desahogarán en el escritorio la insatisfacción del fracaso.

¿Habrá algo tan encantador, aunque no con­venza, como una secretaria bonita diciendo men­tiras por cuenta del jefe? ¿Y habrá algo tan anti­pático como un gerente de banco (yo lo soy) negando créditos detrás de un escritorio en nombre de la inflación monetaria?

Digamos de una vez que el escritorio imprime, para muchos, una doble o falsa personalidad. Hay quienes se sienten grandes o pequeños de acuerdo con la medida de su mesa de trabajo. La neurosis es hoy, ante todo, una enfermedad de escritorio. El carácter se distorsiona bajo el influjo del oficio.

Yo he visto a personas hurañas, antipá­ticas, detrás del escritorio, como parapetadas en una trinchera; y las he vuelto a ver muy amables y extrovertidas en la calle o en el salón social. He escuchado grandes mentiras entre los sorbos de esos tintos que se sirven por compromiso, y he descubier­to la verdad en otros escenarios. Hay gente que se vuelve rígida, circunspecta, si está encaramada en el engranaje empresarial, y se desdobla o se relaja, que es lo mismo, tan pronto abandona la puerta del establecimiento; o el establecimiento se deshace de ella, que es casi lo mismo.

Existen, por ventura, y para contradecir la lí­nea general, quienes no solo se resisten al embate empresarial, sino que tratan de humanizar este ám­bito que es, en el fondo, un medio in­civilizado de vida. Y si no lo consiguen, no permi­ten que la inteligencia se maquinice.

Es lo ideal que no sea el escritorio el que dé personalidad. ¿Para qué una personalidad de es­critorio? Hay escritorios que crecen, que brillan, y otros que se opacan y disminuyen, según sea quien los ocupe.

Pugnan hoy las fábricas por representar nove­dosas líneas de oficina. Yo, que me he medido va­rios escritorios, mantengo miedo aterrador a que alguno llegue a quedarme grande. No hay co­mo la mesa casera, sencilla y sin resabios, y verda­dero sitio de intimidad y descanso. No produce divisas, pero seguirá siendo un refugio contra la fa­tiga empresarial. Pienso, con el vate cartagenero, que no hay como los zapatos viejos, que ni maltratan ni deforman.

La Patria, Manizales, 24-XII-1973.
El Espectador, Bogotá, 22-I-1975.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, agosto de 1993.

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