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Archivo para jueves, 10 de noviembre de 2011

Guías del escritor

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Palabras en la presentación de la novela Ventisca)

Un día tuve la extraña pretensión de fundar un pue­blo. Idea ambiciosa que me persiguió a través de los años, cada vez con mayor apremio, hasta llevarme a fijar, en al­gún momento de optimismo, el primer mojón de mi pueblo ima­ginario. Nacía así en la arquitectura del escritor la que sería mi tercera novela, bautizada Ventisca, que, luego de pasar por rigurosas jornadas de moldura y rectifi­cación, ve hoy la luz pública gracias al generoso apoyo de la Universidad Central, presidida por el doctor Jorge Enrique Molina Marino, gran mecenas de la cultura colombiana.

Han transcurrido varios años desde cuando se anotó la primera línea sobre un proyecto idealista, hasta el día de hoy, cuando la palabra se convierte en libro. Años de maduración, de ajuste, de autocrítica y depuración mien­tras la idea tomaba contextura; y hubo necesidad, a la postre, de destruir el pueblo que se había levantado con ardoroso empeño, por haber quedado flojos los cimientos. Esta historia es la muerte de un pueblo, y si bien se ob­serva, es la angustia del propio autor que vive siempre en lucha contra sus espíritus y desasosiegos. A veces se supone que esta permanente agitación conduce al reposo. Pero el escritor no descansa. Nunca estará satisfecho por completo, ni con la primera ni con la vigésima obra, y la última corrección, que le ha producido desahogo, será apenas un remanso para proseguir la marcha con nuevos bríos y superiores tormentos.

La paciencia y el sacrificio, tan connaturales a la carrera del escritor, son los factores más determinan­tes de la labor literaria. Ningún artista como el es­critor está sometido a tantos rigores y privaciones, a tantas renuncias y torturas, y sólo en la soledad y el silencio será posible para él, en lucha implacable contra sus diablos interiores, plasmar sus sueños. Pero esto no es el infierno. Es campo de batalla creadora, imposible de interpretar por los profanos, donde la paz se conquista con gotas de sangre y enlazando fantasmas. Ya advirtió Rilke: «Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba».

El escritor no debe escribir confiado en el éxito, y primero ha de saber que la gloria es caprichosa: a veces llega, otras veces llega tarde, y nunca agranda la obra valedera. La ostentación va por otro camino. El mérito puede más que la propaganda artificiosa. Cuando se escribe con honestidad y con amor a la gen­te, el mejor laurel que conquista el escritor es el de saberse fabricante de ideales. En el arduo y pacien­te trabajo es donde se acrisola la obra del artista, y la prisa por publicar resulta nefasta. Si escribir y esperar es regla de oro en este oficio tan exigente, la precipitación atomiza los mejores propósitos.

Carpentier recomienda veinte años de escritura an­tes de publicar algo. Flaubert se tomaba una semana en la elaboración de la página bien balanceada, y por eso su producción, escasa en volúmenes y densa en profundi­dad, no la consumirá jamás el comején del tiempo. Rulfo confesaba que en Pedro Páramo estaba todo cuanto necesitaba contarle al mundo, y convirtió su novela, de sólo cien páginas –pero páginas magistrales–, en destello pro­digioso de la brevedad alucinante.

La brevedad es virtud que no consiste en decir poco sino en expresar más con menos palabras. Para ello el escritor ha de imponerse severas disciplinas de purga del lenguaje y enriquecimiento de las ideas. Esta regla va enlazada con la sencillez, y ya se sabe que en la sencillez reside la elegancia. Manifiesta Camilo José Cela que «todo lo que no sea humilde, una inmensa y descarada humildad, sobra en el equipaje del escritor».

La escritura y el dinero no van de la mano y se re­chazan. Hablan diferente idioma. La ley del escritor se ofusca con las fulguraciones del oro, pero si el oro lo deslumbra y lo seduce, que cambie de oficio. En la abundancia de bienes materiales, lo mismo que en las cimas de la fama que ya no dejan trabajar, naufragan las intenciones más optimistas. El escritor es un animal de resistencia y de fuerzas increíbles, y tal vez su mejor comparación es con el buey, modelo de paciencia y mansedumbre, que entre palos y maltratos resiste sufridas jornadas y transporta pesados cargamentos.

El novelista, que no podrá escribir sino la realidad de sus propias vivencias, está llamado a ser el supremo historiador del tiempo. Pintar la vida –y esa es su función primordial– consiste en traducir la condición humana y compenetrarse con el dolor y la alegría. Sus personajes, así sean simbólicos o surrealistas, son tomados de la verdad del mundo y revestidos de caracteres probables. Para muchos la novela es la primera de las artes porque su objetivo es el hombre.

Ser novelista significa un duro destino. Es una labor que no permite la quietud ni el adormecimiento, menos la marcha atrás. Cuando las criaturas han tomado vida, jalan al escritor, se meten en su carne y en su espí­ritu, lo estrujan y lo obligan a que responda por ellas. Para que el narrador cumpla con su misión debe saber interpretar la fuerza de sus personajes, o de lo contra­rio sucumbirá él mismo. Su único compromiso es con los protagonistas de sus relatos, y necesita hacer de ellos ángeles o demonios. Debe asesinarlos o salvarlos, pero nunca abandonarlos en el absurdo.

Cuando pretendí fundar un pueblo, la primera piedra me quedó bien colocada. Las calles iniciales salieron rectas, e incluso los primeros habitantes nacieron bien formados. Pero luego alguna cuadra se torció y algún parroquiano se rebeló. Y más tarde la aldea se había ladeado, el cura se había vuelto concupiscente y la beata, incrédula. Todo conspiraba contra la intención de sostener el pueblo recto. Lo dejé que siguiera su curso natural y advertí que allí, en ese mundillo de conflic­tos, estaba reunida la humanidad entera, con sus virtudes y pecados, sus castidades y lujurias, sus grandezas y miserias.

Había buscado un pueblo alegre y me resultó triste. La niebla persistente comenzó a invadir la población, y más tarde me encontré en territorio de sombras y fantasmas. No sabía, como en los dominios de Rulfo, si se trataba de seres vivos o de almas muertas. Comprendí entonces que era la aldea que siempre había llevado en la subconsciencia, azotada por la ventisca y la soledad. Ese pueblo, una especie de piedra mal colocada en el camino, agobiaba el alma del escritor. Y era preciso que desapareciera. Creció hasta límites razonables y luego vino la destrucción. Ventisca es una agonía. Y tam­bién una liberación.

La literatura nos permite crear ilusiones y ennoble­cer la existencia. Es un talante ante la vida. La mayor tragedia del hombre, corno lo dijo Pascal, es no saber permanecer quieto entre cuatro paredes: las paredes de la creación y el diálogo interior. Si la literatura es ansiedad y búsqueda, escozor y suplicio, también es pla­cer. Por la literatura morimos todos los días, cuando nos torturamos el cerebro en busca de la verdad, y con ella renacemos cuando encontramos la claridad. Sus laureles son esquivos, pero su justificación está en la conquista. Cada libro lleva algún átomo del alma, un rastro del hombre.

Recordemos, para terminar, la cita de un poeta ruso: «No hay tormento más exquisito que el tormento de las palabras».

El Espectador, Bogotá, 10 y 14-V-1990.
Dominical de La República, Bogotá, 10-VI-1990.
Hojas Universitarias, Universidad Central, Bogotá, diciembre de 1990.
La noche de Zamira, prólogo de la novela de Gustavo Páez Escobar, 1998.

 

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El vuelo 594

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Avianca anuncia desde Bogotá vuelos diarios a Valledupar y Riohacha, a las 9:45 de la mañana, con excepción de los sábados. Según la norma actual hay que estar en el aeropuerto con dos horas de anticipación. Usted gas­ta una hora en arreglarse, desayunar y tomar el taxi. Y otra hora se le va al aeropuerto luchando contra un trá­fico endemoniado. Por lo tanto, su día de viaje ha comen­zado a las 5:45 de la mañana.

Obtenido en el aeropuerto el pasaje para abordar, luego de haber sido sometidos usted y su maleta a las requisas y los manoseos desapacibles que nunca descubren nada, descansará al fin en la sala común de la desespe­ración. Si mira a su alrededor encentrará caras largas y espíritus lánguidos. Nadie ríe, porque la vida de los aeropuertos es áspera.

En fin, hay que viajar a Riohacha. Como a estas al­turas de su audacia usted ya se ha hecho embolar, ha leído el periódico y ha tratado de concentrarse en el libro que lleva a la mano, supone que en pocos minutos anunciarán el vuelo 594. Consulta el reloj y observa, con inexplicable alborozo, que son las 9:30. Quince mi­nutos más no son nada dentro de este calvario de las re­signaciones.

A las 10, cuando vuelve en sí, cree que por sordo (otro de los castigos de esta ciudad de los pitos y las estridencias) lo ha dejado el avión. Vuela (y aquí sí es cierto el término) hasta el tablero electrónico y se alegra cuando comprueba que el aparato todavía no ha co­menzado a deslizarse por la pista: lo han aplazado para las 11 de la mañana.

A las 11 una vocecita tierna y azucarada comunica a los interesados en el vuelo 594 que éste saldrá a las 12:20.  iConfirmado!, agrega con tono encantador. A us­ted le provoca darle un beso, pero en ese momento recuerda que hace 15 días también había llegado, entre aplazamiento y aplazamiento, hasta las 2:30 de la tar­de, hora en que la vocecita musical informó la cancela­ción del vuelo. No ha olvidado, además, que otro día lo llamaron a la casa a las 6 de la tarde para comunicarle que el vuelo del día siguiente –el consabido 594– habla sido suspendido.

*

¡Pero ya estoy en Riohacha! Llegué a las 2:50 de la tarde. ¿Cuánto tiempo gasté en el viaje, en plena era de la propulsión a chorro? Hagamos la cuenta desde el momento en que di el primer paso de esta terrible aventura, repetida por tercera vez en dos semanas: ¡9 horas!

Mis compañeros del 594 me comentaban que esto es usual. Como no siempre el número de pasajeros satisfa­ce las aspiraciones de rentabilidad de la empresa, se da prelación a otros itinerarios o se acude al expe­diente más fácil: cancelar el vuelo. Con el servicio también se gana, pero esta regla suele olvidarse.

Entre aplazamientos, cancelaciones y femeninas voces almibaradas, sistemas ideales de tortura para acabar con la paciencia del santo Job, nació esta crónica. El incumplimiento es un distintivo del país y Avianca no es ninguna excepción.

La Guajira, la cenicienta de este paseo, es un terri­torio sufrido. Un territorio sin descubrir. Avianca de­bería cambiar el 594 por otro número de mejor suerte para la tierra mítica, rica en paisajes y embrujos, aunque víctima de maltratos. (A propósito: no sé si podré tomar el avión de regreso, ya que años atrás también me falló el 594 y me tocó quedarme otro día en la estepa solitaria…)

El Espectador, 1-V-1990.

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Mirar hacia Tunja

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Las empresas Tierra, Mar y Aire, Organización Hotelera Germán Morales e hijos, Viajes Meliá y Colombia Visión iniciaron con varios invitados el programa de turismo que bautizaron con el nombre de «Fin de semana cultural en Tunja». Se trata de integrar grupos de 30 o 40 personas para visitar, durante sábados y domingos, las reliquias históricas que posee la capital boyacense.

Tunja, situada a dos horas de Bogotá, a donde se llega por una de las carreteras mejor conservadas del país y en medio de esplendorosos paisajes impregnados de sosiego y poesía, es un bello sitio ignorado por la mayoría de los colombianos. Mucho se habla de Boyacá como paraíso del turismo nacional, pero la gente, atraída por los baños termales de Paipa y el encanto de los pueblitos circundantes, pasa de largo por Tunja, a la que asocia, por sus días grises y sus lloviznas pertinaces, con una ciudad triste. El turista ligero no ha tenido oportunidad de saber que en este lugar de niebla y quietud reposa uno de los tesoros más deslumbrantes del arte colonial.

Es, con Cartagena y Popayán (esta última por desgracia mutilada en reciente catástrofe de la naturaleza), ciudad cargada de historia y blasones. Quito, en Ecuador, famosa por sus iglesias y museos, es visitada por corrientes de turistas de todo el mundo. Tunja, de la que nos hemos olvidado los propios colombianos, tiene tesoros más valiosos.

Maravillosa idea, por consiguiente, la de llamar atención del país, y sobre todo de los bogotanos, con estos desplazamientos semanales, a bajo costo, que permiten el hallazgo del ayer que nos dio la nacionalidad. Llegar a Tunja es penetrar en las entrañas de la patria. «Cuna y taller de la libertad” la llamó Bolívar. Todo aquí es admirable. El sentido de patria y religión, que en ninguna parte como en Tunja se hallan tan asociados, lo hace sentir a uno más colombiano.

Dos días son pocos para reconciliarnos con Tunja. Será preciso regresar en sucesivas ocasiones para asimilar, si esto es posible, tanta maravilla alucinante. La ciudad es un inmenso museo recogido en sus templos y casonas colo­niales: Club Boyacá, Casa del Fundador, Catedral Metropo­litana, Casa del escribano Juan de Vargas, Capilla de Santa Clara, celda de la madre del Castillo, iglesias de San Ignacio, Santo Domingo, San Francisco, Las Nieves, Santa Bárbara, convento de San Agustín…

Este convento, que a través de los siglos fue acondi­cionado como hospital y después como panóptico (uno de los más seguros y espantosos del país), es hoy formi­dable centro de estudio e investigación. Allí se organi­za el Archivo Histórico de Tunja. Sobre una maciza pared, que se destaca como testimonio de la época tenebrosa del penal, se lee: “El que entre aquí, no pierda la esperanza / de amor, de honor, de redención, de fe: / refórmese, instrúyase y trabaje. / Y pronto obtendrá su libertad, su bien”.

Tunja es un monumento a la cultura. Es éste su mayor blasón. La cultura, que también es religión e historia, se huele por todas partes. El grupo de invitados, que desde Bogotá nos movilizamos en confortable bus de la empresa Tierra, Mar y Aire, con albergue en las acogedoras instalaciones del Hotel Hunza, nos encontramos con otra dimensión del turismo. Y admiramos la ciudad hermosa, enlucida y limpia. El centro fue remodelado y convertido en calles peatonales. Acaba de salir del compromiso de sus 450 años, con un alcalde ejemplar: Hernando Torres Barrera.

Y obtuvo, en la efemérides, un obsequio precioso: El Libro de Oro de Tunja, editado por Carlos Arturo Torres Acevedo, con fotografías de Gustavo Mateus Cortés. En la  Concha Acústica José Mosser –el regalo que con el mismo motivo le entregó a la ciudad el Instituto de Cultura y Bellas Arte de Boyacá, dirigido hace doce años por Gustavo Mateus Cortés– aplaudimos las Danzas Populares de Boyacá, dignas de presentarse en el escenario más exigente. Tunja, que es leyenda, historia y fascinación, también es la realidad turística a donde debe mirar el país.

El Espectador, Bogotá, 9-IV-1990.

 

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Feria Internacional del Libro

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Bogotá será sede, por tercera vez, de la Feria Inter­nacional del Libro, suceso que se realizará entre el 27 de abril y el 8 de mayo. Trabajan en su organización la Cámara Colombiana del Libro y la Corporación de Ferias y Exposiciones, entidades que tienen confirmada la partici­pación de más de quince países que ofrecerán al público un variado programa de actividades culturales, como con­ferencias, mesas redondas, encuentros de escritores, con­cursos infantiles, recitales, lanzamientos de libros y revistas, presentación de películas y videos.

Bajo el lema «Colombia unida por la literatura», las diferentes regiones del país se harán presentes con expo­siciones folclóricas y muestras de sus producciones bibliográficas. Sobre «Mito, Religión y Literatura» –el eje de este encuentro cultural– disertarán escritores co­lombianos y del exterior, y con esa motivación se repasa­rán las grandes religiones del mundo, sus fundadores y libros centrales; se examinará la literatura como fuente de enriquecimiento espiritual y guía de los pueblos; y se estudiarán los mitos y dioses que desde tiempos inmemoriales han gobernado la existencia humana.

Se montará una gigantesca exposición editorial de los distintos países participantes, la que permitirá el placer de contemplar los libros y ojalá adquirir los preferidos, si los precios, como se espera, son accesibles al bolsillo común. La feria del libro ha de ser, más que un pasatiempo, acto culturizante para el pueblo como consumidor que es, o debe ser, del mensaje de los escritores. Los organizadores de esta Feria Internacional del Libro se proponen brindar un gran es­pectáculo a los miles de visitantes que se movilizarán alrededor del personaje central: el libro.

Reviste interés el tema de las religiones, en este preciso momento de descreimiento general. El hom­bre necesita creer en algo que lo oriente y lo motive. En la vida moderna es escaso el sentido religioso. La moral se encuentra desterrada de los templos y de las con­ciencias. El individuo contemporáneo vive incierto y ca­rece de principios. Dios ha dejado de ser imán para con­vertirse en ficción. El alma anda vacía.

Entusiasma que se aproveche este escenario para agitar las causas del hombre. La religión es llama interior que incita al individuo a ser racio­nal. El pensamiento católico, como el judío o el budis­ta (no hay religión mala, sino malos practicantes), ha suscitado grandes episodios de la humanidad. Lí­deres como Jesús, Mahoma, Buda, Moisés y Confucio fue­ron figuras fulgurantes que movieron muchedumbres con sus postulados de moralidad y justicia.

El departamento del Quindío, del que soy coordina­dor en la feria, tiene asignado el 27 de abril para su representación cultural. Con Gloria Patri­cia Ramírez Cuartas, directora de Cultura, Artesanía y Turismo, hemos elaborado un representativo programa re­gional que comprende los siguientes actos: Exposición de pinturas y esculturas de cristos, presen­tada por Pilar Arango y Hernando Mejía; conferencias de Alirio Gallego Valencia, Maribel Carvajal y Bernardo Pa­reja; lanzamiento del libro La trampa de la locura, de Luis Carlos Restrepo; lanzamientos de la revista Futuro de la Universidad Gran Colombia y del disco Montenegro 100 años; lanzamiento, por la Universidad Cen­tral de Bogotá, de la novela Ventisca, de Gustavo Páez Escobar; y presentación musical.

*

Los libros se encargan de trasladar una época a otra. De mover ideas y poner a pensar. Son los vehículos por ex­celencia del pensamiento. Dijo Valery: «Un libro vale por el número y la novedad de los problemas que crea, anima o reanima”.

El Espectador, Bogotá, 16-IV-1990.

 

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Un gran quindiano

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando Raúl Mejía Calderón fue alcalde de Armenia, y yo era habitante de la noble villa, publiqué en este mis­mo diario, el 14 de octubre de 1978, la nota que titulé La escoba de don Raúl. Registraba en ella el acto cívico del nuevo burgomaestre que, escoba en mano, había salido a barrer las calles de Armenia, acompañado de las autori­dades y de numerosos vecinos, acto con el que iniciaba con ritmo paisa una vigorosa campaña por el aseo urbano.

Repaso hoy, con motivo del fallecimiento de este varón ejemplar, el comentario periodístico que le había contado al país cómo en Armenia el mandatario municipal, antes de consumirse en los rompecabezas financieros, había comenza­do por poner la casa en orden. En ese escobazo la ciudada­nía aplaudió el empeño progresista de la nueva administra­ción, que cumpliría un ejercicio dinámico, consagrado al bien público y de gran sentido ético.

Raúl no era oriundo de Armenia, sino de Aranzazu (Cal­das). Pero su larga vinculación al Quindío, y sobre todo sus brillantes acciones por el progreso regional, le hi­cieron ganar el título de quindiano auténtico. Fue de­nodado defensor de los intereses comunitarios y se hizo querer de la gente por su caballerosidad, desprendi­miento, afán de servir y honorabilidad a toda prueba.

Como líder cívico que siempre fue, tanto desde la em­presa privada como desde la oficial, demostró que el ser­vicio a la humanidad es la mejor justificación de la vida. Nunca fue esclavo de los bienes materiales ni per­siguió comodidad distinta a la de disfrutar con los su­yos, como lo hizo a plenitud, de los dones generosos de su recatada y espléndida existencia.

Fue, por sobre todo, paradigma de la moral. Lo mismo que repudiaba la deshonestidad en cualquier campo, y so­bre todo en la vida pública, admiraba la decencia y el de­coro de la gente de bien. Esta actitud de su carácter fue notoria en los diferentes cargos que desempeñó: diputado a la Asamblea de Caldas, secretario de Agricultura de Caldas, personero de Montenegro, secretario de Fomento y Desarrollo del Quindío, gobernador encargado del Quindío, concejal de Armenia, alcalde de la ciudad, gerente de la Compañía Colombiana de Seguros.

Esta última entidad, donde trabajó durante largos años y en cuyo servicio lo sorprendió la muerte, lo con­taba como uno de los ejecutivos más destacados del país. Yo le pregunté, en sorpresivo encuentro a comienzos del año que tuve con él en Bogotá –y que se convertirla en calurosa despedida luego de nuestra entrañable amistad–, por qué no había entrado a disfrutar de su pensión de jubila­ción. Y él, orgulloso, me respondió que no estaba hecho para el ocio y que su mejor conquista para la vejez era la de sentirse útil en la empresa que lo apreciaba.

*

El Quindío pierde con Raúl Mejía a un ciudadano de di­fícil repetición. Su nombre queda incrustado en la re­gión como modelo de rectitud, afabilidad, trabajo y civismo. En Armenia hubo un estremecimien­to ante la súbita embestida del destino. Edelmira, la dolorida esposa, sabe con sus hijos que queda esta ciudad que les retribuye en afecto todo cuanto Raúl le entregó en generosidad. El civismo da categoría. Y la amistad con los hombres buenos crea compromisos y obliga a mostrar ante el país este ejemplo de superación, de dig­nidad y de hechos positivos.

El Espectador, Bogotá, 6-IV-1990.