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Memorias inconclusas de García Márquez

lunes, 30 de noviembre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

Siendo un extraordinario documento familiar e histórico, las memorias de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, que abarcan treinta años de su vida -hasta 1957-, me dejaron una  dura desazón: que cuando más engolosinado estaba con su lectura, el libro llegó a su final.

La historia quedó trunca, a mitad de camino. Varios años más habrá que esperar hasta que aparezca -Dios lo quiera- el segundo tomo prometido a sus lectores por el fabulador de Macondo. Ojalá que esto sucediera en corto tiempo, ya que muchas veces los mejores propósitos y las más acariciadas ilusiones pueden frustrarse por circunstancias imprevisibles.

Otras memorias famosas, las de Alberto Lleras Camargo, que se iniciaron en 1976 con el volumen Mi gente, editadas cuando el autor cumplía setenta años de edad, quedaron detenidas en el relato de los orígenes familiares y la descripción de una generación de guerreros, maestros y políticos. Lleras sobrevivió catorce años al suceso editorial, pero de ahí en adelante le faltó entusiasmo para continuar el propósito concebido con tanto empeño.

Germán Santamaría, que pocos días antes de aparecer el libro de Gabo escribió unas laudatorias palabras de aperitivo, reveló que en las 580 páginas apenas había pescado dos errores veniales. Y retó a los lectores a que los localizaran. Yo, que me precio de leer con mente reflexiva, me dispuse a la faena de buceo, armado de lápiz y ánimo alerta. Mi cosecha, por cierto, resultó mayor que la de Santamaría, aunque también insignificante. Esto pone de relieve la pureza del texto, como es apenas obvio que ocurra con este maestro de la palabra y el rigor gramatical, y con una editorial de tanto renombre como Norma.

El primer gazapo, pequeñito como un conejo inofensivo, atribuible al editor, se ha repetido en cuanto texto bibliográfico o histórico se ha escrito sobre el autor y se refiere a su edad. Al comienzo de la obra figura como nacido en 1928, pero el año verdadero es 1927, como se aclaró en años pasados. Para despejar el equívoco, el escritor afirma en sus recuerdos: “Ahora, con más de setenta y cinco años bien medidos” (página 11). “Fue así y allí donde nació el primero de siete varones y cuatro mujeres, el domingo 6 de marzo de 1927” (página 76).

Veamos otras nimiedades, para responder al reto de Santamaría. En la frase: “Masticando bolas de coca para entretener a la vida” (página 12), sobra la preposición “a”, por no referirse a nombre de persona, de animal o de cosa personificada. Donde se escribe: “El petrolero Taralite, de bandera canadiense que entró con bramidos de júbilo” (página 169), falta una coma después de la palabra “canadiense”.¿Será demasiado rigor volver “oligarcas” a los “aligarcas” de la página 251?

Gabo, por las inevitables nebulosas que produce el paso del tiempo, de seguro ha olvidado el nombre exacto de algunas personas que cruzaron por su vida. El padre Eduardo Núñez, a quien en la página 194 evoca como su profesor erudito, y sobre quien dice que nunca supo si terminó una historia monumental de la literatura colombiana, es en realidad José Aristides Núñez Segura, sacerdote jesuita nacido en Duitama en 1908 y autor de la extensa Literatura colombiana (y de otras literaturas publicadas).

En la página 390 menciona al “general Ernesto Polanía Puyo”, que penetró con porte de caballero a la casa de El Universal en Cartagena, durante los oscuros años de la censura de prensa impuesta por Rojas Pinilla. El texto deja claro que se trata del mismo glorioso militar que años después sería el primer comandante del batallón Colombia en la guerra de Corea, declarado héroe por sus acciones intrépidas (agrego yo), pero su nombre no es Ernesto sino Jaime. Como glosa final, anoto que el libro, como fuente que es de consulta histórica y literaria, ha debido poseer índices onomástico y toponímico. No incluyo algunos deslices históricos, como los mencionados por Carlos Lemos Simmonds en el ensayo aparecido en Lecturas Dominicales de El Tiempo.

Vivir para contarla, que pretendía ser el relato de una estirpe enmarcada en los contornos mágicos de Macondo, abarcó la historia de Colombia en el siglo XX, época convulsionada por la violencia, la guerra  encarnizada entre conservadores y liberales, la masacre de las bananeras, la hecatombe del 9 de abril y varios cuadros más de odio y destrucción. El inocente habitante de Aracataca, víctima de esta atmósfera brutal, comenzó a escribir sus cuentos y novelas bajo el fragor de las contiendas y los gérmenes fratricidas, y más tarde amplió sus horizontes como reportero y cronista magistral.

Las generaciones de su propio linaje, que nacen, mueren y se extinguen en Cien años de soledad, representan a todo el pueblo colombiano, y en general a la especie humana, como personajes de la tragedia del hombre. Contarnos ahora cómo surgieron sus primeras inquietudes de escritor, cómo sufrió y luchó por la conquista de sus ideales y cómo fabricó su mundo iluminado por el realismo mágico, es llevarnos a territorios de sortilegio.

Y no es sólo lo que cuenta, sino la manera como lo cuenta. El poeta que duerme en sus entrañas y que comenzó a revelarse en sus iniciales escarceos como alumno del Liceo Nacional de Zipaquirá, dibujado o desdibujado por sus bigotes insurgentes y su melena insólita, es el mismo poeta que forjó esta obra  que ha prendido entusiasmo en los países de habla española. La definición de Carlos Fuentes es precisa: “Gabriel posee una memoria poética fabulosa”.

El libro es también un homenaje a la amistad. Recuento emotivo de los numerosos amigos y repaso de anécdotas fascinantes. Además, un canto al amor, así sea el amor furtivo de Nigromanta, enturbiado por los lances de la traición y el arrebato sexual, pero representativo de todos los amoríos y todos los enredos de la juventud errátil. Las mujeres fugaces que figuran en las páginas sazonadas con gotas de erotismo, son las mismas mujeres que protagonizan hechos excitantes o rudos en el universo macondiano. Las memorias, en fin, son la vida.

Después llegará Mercedes Barcha, el amor eterno, a quien el escritor deja sentada y expectante en el portal de su casa, lejana y presente al mismo tiempo, como una esperanza posible. Las dotes del novelista ejecutan este suspenso abrupto para que el lector piense en el más allá, en un futuro de sorpresas y hallazgos, a lo largo de los cuarenta y cinco años que Gabo nos quedó debiendo de sus  vivencias. Siempre he creído que lo inconcluso, como lo imperfecto, significa una frustración, hasta que se arme la obra completa.

El Espectador, Bogotá, 31 de octubre de 2002.
Eje 21, Manizales, 19 de abril de 2020.

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Comentarios:

Excelente nota. Es una escanografía a las “amnesias” de Gabito. Alpher Rojas, Bogotá.

Me quito el sombrero y te hago todas las venias y me asusto de los errores que cometo al escribir, sabiendo que tengo un “buzo” de tal calibre. Pero más que buzo diría que implacable cazador de tiburones. Colombia Páez, Miami.

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