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Lo llamamos Quique

lunes, 30 de noviembre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

Mientras otros muchachos de su misma edad son unos volantones pendencieros y de difícil acomodo en la familia, Quique, un adolescente que tendrá 18 años, vive su mundo ausente de veleidades e imbuido por una deliciosa desprevención.

El tiempo anda distinto para él, porque la vida lo premió permitiéndole que sus años sean más lentos, lo contrario del común de sus contemporáneos, que corren más y gozan menos.

Quique, mi vecino y mi personaje, con acceso a todos los hogares del barrio, donde se le quiere y se le consiente, no comprende por fortuna la seriedad de la vida y por eso su alma se mantiene fresca. Qué distinto, por cierto, el mundo de los mayores, que entre sorpresas y fatigas pierde la lozanía de la niñez. A veces los mayores nos desgarramos el alma, apenas iniciando la cumbre, por dejar extinguir la naturalidad.

Quique, en cambio, un ser ajeno a las complicaciones, para quien no se hizo el dolor, rueda por sus predios candorosos que rechazan la falsedad y el desengaño. En su mente sólo hay fulgores de constantes bienandanzas. Entiende el planeta fácil y desenvuelto, sin las trabas y las sofisticaciones que le ponemos los adultos, y choca, de seguro, con los portes severos y las palabras desentonadas. Quisiera que todos sus vecinos participaran de su alegría fácil, y si no le cabe comprender por qué los demás no son tan espontáneos como él, prodiga en su permanente sonrisa un contagiosos entusiasmo.

También se preguntará, mientras con ojos maliciosos escruta a las personas, por qué todos no son felices. La felicidad es para Quique un concepto nada misterioso, como montar en bicicleta, pasatiempo que lo hace importante, o exhibir sus camisas y sus pantalones de impecable limpieza.

Y es, además, todo un dandy, refinando y exigente. Lo mismo que se preocupa por sus vestidos, lo hace con su figura, porque se siente mejor como perfecto caballero. Y como comienza a apuntarle el bozo, algún instinto le dice que es la época del ademán apuesto. Cuando sube al bus que lo conduce a sus clases de adaptación, no ignora las miradas de las jovencitas que lo analizan con expresión pulcra y sugestiva.

Desconoce las escaramuzas juveniles del enredo amoroso, pero sabe que la amistad, esa que encuentra recorriendo las calles del barrio, es el mejor sentimiento humano.

Todos nos acostumbramos a llamarlo Quique. Es personaje simpático y comunicativo. Adopta a veces poses serias, porque también imita las composturas de la gente afectada, pero prefiere mostrarse risueño y parlanchín.

Se mueve en su ambiente de emociones simples y le huye al mundo loco de los cuerdos. Distante de dificultades y azares, es feliz por no poseer la noción exacta de la incierta existencia. Concibe la felicidad como algo elemental y en esto nos gana a quienes, para buscarla, debemos transitar pesados senderos. El hombre, para ser feliz, necesita conservar el alma del niño. Quique, mi personaje, no la ha perdido.

La Patria, Manizales, 27 de diciembre de 1980.

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