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El universo poético de Fernando Soto Aparicio

martes, 24 de noviembre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Las fronteras del alma)

El público se acostumbró a ver en Fernando Soto Aparicio un novelista de clase, por encima de otras calidades. Es, sin duda, el género donde más se ha destacado ante los lectores y el que mayor beneplácito le ha traído a partir de 1960, cuando publicó su primera novela, Los bienaventurados. Desde entonces han aparecido 53 títulos, de los cuales 28 corresponden a novelas, 13 a poesía, 8 a cuentos y relatos, 4 a ensayos.

El éxito obtenido con La rebelión de las ratas (1962), su novela estelar, le abrió el horizonte hacia el campo de la narrativa, en el que cosecharía triunfos caudalosos. La mente de Soto Aparicio viene estructurada desde muy temprana edad para el arte de la novela. Esto es tan evidente, que a los diez años escribía dos novelas a la vez, que rasgaría tiempo después, privando a la literatura de conocer el mundo curioso, entre sutil y perspicaz, de aquella mente precoz. En efecto: Soto Aparicio ha sido novelista desde siempre.

Pero también es poeta, y de altos kilates. Esto ha pasado inadvertido para algunos lectores, que siempre lo han identificado como autor de excelentes enfoques sociales en el terreno de la novela y no han tenido la oportunidad de llegar a sus predios poéticos. La primera incursión que se le conoce en este género ocurrió con el poema Himno a la patria, aparecido en el suplemento literario de El Siglo, en agosto de 1950. Lo cual quiere decir que por lo menos doce años antes de salir su primera novela ya era poeta. Aquí también cabe afirmar que ha sido poeta desde siempre.

Otro hecho revelador de su talento poético es el relacionado con su Oración personal a Jesucristo, que escribió a los 20 años de edad, y cuya primera edición tuvo lugar en marzo de 1954, en la página literaria de La República, dirigida por Dolly Mejía, suplemento que dedicó al poema la totalidad de su espacio. En febrero de 1964, también el Magazín Dominical de El Espectador, dirigido por Guillermo Cano, ocupó todo el suplemento con esta producción maravillosa, calificada por el director -tan buen catador de las bellas letras- como una de las mejores obras de la literatura colombiana.

La poesía de Soto Aparicio comenzó a decantarse en los tersos paisajes boyacenses, en los que captó la claridad y la armonía de los cielos serenos. Es poesía que brota con naturalidad y frescura y fluye sin torturas de expresión para producir encanto y emoción. El caudal del pensamiento, de que es tan rica la mente del artista, forma la placidez de las aguas cristalinas y el vigor de los ríos profundos, tono que matiza toda la obra lírica del ilustre boyacense. Poesía auténtica y pura, sin barnices ni falsas pedrerías, y asperjada con el fulgor de la metáfora y la contundencia de la belleza. La sonoridad del verso, el precioso lenguaje y el rigor gramatical crean la estructura perfecta para que estos poemas posean la musicalidad y donosura de las mejores creaciones castellanas.

Para que la poesía cumpla su noble fin es necesario darle el toque de color, la cadencia, la magia, la fulguración de las imágenes, atributos fundamentales para la verdadera factura lírica. Y por supuesto, se requiere poner la propia alma para causar conmoción y asombro. Poesía que carezca de ritmo, latido, eco interior, no es poesía. “¡Ay del poeta que no responde con su canto a los tiernos o furiosos llamados del corazón!”, dijo Neruda.

Soto Aparicio ha seguido al pie de la letra estas reglas de oro, lo que le permite consolidar hoy un legado inapreciable, que entrega, para delectación de las actuales y las futuras generaciones, en la antología titulada Las fronteras del alma. No pocos de estos poemas se han reproducido en ediciones diversas y ya adquirieron el sello de piezas maestras para todos los tiempos.

Por obra clásica se considera la que a lo largo de los años se mantiene en el alma  del público, árbitro supremo que, por encima de los críticos caducos, sabe distinguir lo que es valedero de lo que es mediocre. Lo que perdura es lo que sirve. Lo demás es ripio. Nos hallamos, pues, ante el poeta clásico que ha realizado uno de los itinerarios más brillantes en las letras nacionales, y que en el género del soneto atesora verdaderas joyas, por su corte perfecto, su ritmo musical y su refulgente expresión.

Los cuatro capítulos que componen Las fronteras del alma demarcan otros tantos horizontes de lo que ha sido el trajinar sustancioso del escritor por los campos de la poesía:

En Los júbilos del fuego se reúnen 60 sonetos de la mejor estirpe, nacidos al soplo de la emoción amorosa, y en ellos se hace manifiesto el eterno hechizo que hace de la mujer la fuente suprema de la belleza, la admiración y el placer, dones que le dan calor y sentido a la existencia del hombre. Soto Aparicio es, por excelencia, escritor romántico, no solo en sus versos sino también en sus novelas. El jardín romántico regado por estos 60 sonetos que alborozan el alma, es recinto de la ternura, la emoción y la filosofía ante el discurrir de la vida.

En Poemas intemporales se reúnen grandes piezas que resaltan la vena social del autor, en su compromiso con las causas del hombre. Aquí están Hermano indio, Réquiem por el agua, Oración personal a Jesucristo, Himno de lo cotidiano, Carta de bienvenida a la paz, Réquien para un niño marinero, La tierra joven, entre otras páginas memorables. Tema reiterativo es el de la paz, como lo son el de la violencia humana y el de la armonización del hombre con la naturaleza, y en ellos insiste en toda su obra, bien para repudiar el odio y la guerra entre hermanos, bien para clamar por la libertad y la dignidad humana, bien para proteger el espacio y los tesoros terrenales. Esa voz solidaria con Dios y con el hombre exclama en uno de estos poemas: “Pongamos a la paz a arar la tierra, a que siembre de trigo las laderas y vista de cebada las fontanas”.

En Poemas recobrados, el escritor retorna a sus temas perennes sobre la libertad, la paz, las riquezas del alma, la ternura, los paisajes de la vida cotidiana. En este mundo de llantos y regocijos que es el tránsito del ser humano sobre el planeta, el canto de Soto Aparicio se levanta para iluminar el camino y afianzar los eternos lazos del amor y la esperanza.

En Las tentaciones de Afrodita, último capítulo del libro, fulgura la mujer plena, en todo su esplendor, su misterio y su embrujo, como la imagen más persistente del alma enamorada. Cabe aquí apropiarme de unas palabras de Vicente Landínez Castro que desde vieja data captan, de manera precisa, los recursos del poeta embelesado ante el hechizo femenino: “Ha celebrado mimosamente la belleza y los dones del cuerpo y el alma femeninos -¡oh, el eterno femenino goetheano!-, en deliciosos sonetos de clásica factura, recogidos en libros tan cercanos al afecto de las gentes como Diámetro del corazón, Palabras a una muchacha y Sonetos en forma de mujer”. Y puntualiza Landínez: “Fernando Soto Aparicio es, antes que todo, un poeta. Un enorme poeta. Un eximio cultor del idioma que en cristalinos y musicales versos ha expresado los más hondos sentimientos tanto de sí mismo como de su pueblo”.  

Este bello y radiante poemario es, en fin, un toque en el alma sensitiva, en su vuelo por las aflicciones y los goces humanos y en su peregrinar por todas las causas del hombre.

Bogotá, octubre de 2004.

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