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Luis Vidales y su magia poética

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en 1926 apareció Suenan timbres, Luis Vidales era un joven de 22 años que se ganaba la vida como empleado del Banco de Londres y América del Sud. El contacto con el mundo de las cifras lo llevaría años después a ser director nacional de Estadística, campo en que se volvió una autoridad. Frutos de esa experiencia son el libro Historia de la estadística en Colombia y dos textos sobre censos de población. ¿Qué relación hay entre las cifras y la poesía? Ninguna, en apariencia. Aunque puede pensarse que la magia de los números es la misma magia que mueve el arte de los versos.

Nació el 26 de julio de 1904. Criado en el ambiente agrícola de la finca Río Azul (o Rioazul, como también se le nombra), que estaba situada en las altas estribaciones andinas que caen sobre el municipio de Calarcá, de allí salió un día Luis Vidales y se encontró con el sosiego de la Bogotá de aquellos días, ciudad que se convirtió en el centro donde desarrolló su vocación intelectual. Nunca la magia, tan ligada al milagro poético, abandonó al escritor en su tránsito existencial.

Desde muy temprano se manifestó su temperamento literario, bajo la tutela de su padre, que ejercía el oficio de educador. En Bogotá, como alumno del Colegio del Rosario, aprendió la retórica al lado de futuros personajes de las letras: José Camacho Carreño, Guillermo Amaya Ramírez y José Gnecco Mozo. El inquieto calarqueño, hijo de la cordillera, los relámpagos y la niebla, leía cuanto libro  caía en sus manos.

Más tarde apareció el primer milagro: el cronista Luis Tejada, de gran peso en la vida cultural del país, conoció la obra del incipiente literato y lo lanzó a la fama. Cuando un día Vidales llegó al café Windsor, teatro de célebres tertulias literarias, Tejada lo recibió con estas palabras consagratorias: “Carajo, todo el mundo a descubrirse: acaba de nacer un gran poeta en Colombia”.

Y Alberto Lleras afirmaba en artículo de prensa: “Vidales se creó su propio universo y ya no podrá salirse de él”. Voces premonitorias, la de Tejada y la de Lleras, que señalaron su destino irreversible: el del poeta de la rebeldía, el humor, la protesta social, la ruptura literaria. Con él nacía el surrealismo en nuestro país, y con él moriría. Cuando el nuevo poeta publicó Suenan timbres, fue atacado, despreciado, vejado. Y le llovieron toda clase de epítetos: dadaísta, ultraísta, maxjacobista, prosaico, desarticulado, irreverente, surrealista

Fueron pocos los que se detuvieron a considerar que había surgido el renovador de la literatura colombiana, movimiento que avanzaba desde ultramar como ola creciente impulsada por Rimbaud, Apollinaire y Kafka, y que en 1924 tomó fuerza después del manifiesto de André Breton. Temerosos del nuevo estilo, los solemnes escritores de la vieja guardia prefirieron ignorar la aparición de este fenómeno que atentaba, con ímpetu demoledor, contra los moldes tradicionales. Para ellos, ese brote representaba la antipoesía. Algo sacrílego.

Los jóvenes, en cambio, aclamaron al nuevo poeta por hallar en él un aire fresco dentro del ámbito acartonado y rancio de las letras nacionales. Y se alineó la generación de “Los nuevos”: Luis Tejada, Luis Vidales, León de Greiff, Jorge Zalamea, José Mar, Rafael Maya, entre otros que entraron a modificar la vida intelectual y política de Colombia. En Suenan timbres resonaba el eco nacional que en la década del veinte pedía cambios en el país, bajo la pluma de sus escritores más rebeldes y más audaces.

Se aglutinaba la conciencia marxista, con Tejada y Vidales a la cabeza, que rechazaban el espíritu burgués y buscaban la igualdad social. Tejada murió en 1924, a la temprana edad de 26 años. Vidales fue uno de los fundadores del Partido Comunista de Colombia y dirigió, en 1930, el primer periódico comunista del país: Vox Populi, de Bucaramanga

Luis Vidales protagonizó en 1926, con su osado poemario, una insurrección intelectual contra las formas poéticas que venían del siglo anterior, y que debían evolucionar. Y al mismo tiempo exasperó los ánimos de una generación que se había apoderado de la literatura nacional. Ese es el mayor significado del vate quindiano, cuyo centenario natalicio celebramos, y cuya muerte ocurrió en Bogotá, el 14 de junio de 1990.

En su obra campean el humor, la ironía, la irreverencia. Y está manejada por la gracia, el ingenio, la brevedad, el lirismo, las ideas singulares. Poeta contradictorio, ilógico, burlón, a la par que tierno y romántico, se pintó de cuerpo entero en sus páginas memorables. Hoy lo recordamos como el auténtico revolucionario de la poesía colombiana.

El Espectador, Bogotá, 29 de julio de 2004.

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