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Archivo para martes, 24 de noviembre de 2009

El cronista de Tuluá

martes, 24 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Difícil hallar otra persona que quiera tanto a su pueblo como Óscar Londoño Pineda. Hasta tal punto la patria chica se ha adherido a sus afectos, que se ha vuelto una obsesión. Tuluá ha tenido presencia absorbente en su vida, y él no ha cesado de enaltecerla en sus libros, discursos y artículos de prensa. Desde Los pasos de Egor, libro de cuentos aparecido en 1975 (el primero de los trece que lleva publicados), por su obra han desfilado, de manera elocuente, personajes de ficción o memoriosas páginas de reconocimiento de los hechos y los hombres que conforman la historia local.

Digamos también que el amor está bien correspondido. De allí se le llama con frecuencia para que honre con su palabra los grandes sucesos regionales, y para recibir, por supuesto, el tributo que la gente le rinde como a uno de los coterráneos más  ilustres. Fue alcalde de Tuluá en 1959, juez penal, concejal y representante a la Cámara. También ha sido juez de instrucción criminal en Bogotá, secretario general de la Aeronáutica Civil, magistrado de los Tribunales Administrativos del Valle del Cauca y Cundinamarca y profesor universitario.

Es la voz lírica más destacada de la ciudad, donde también han descollado, en el plano de las letras, figuras tan reconocidas como las de Enrique Uribe White y Gustavo Álvarez Gardeazábal. Hay un hecho curioso en su producción literaria: sus cinco primeros libros estuvieron situados en los géneros de la narrativa y el ensayo, que se consideraban las venas de su literatura, y no llegó a intuirse su afición por la poesía.

Sólo en 1998, con Las palabras necesarias, título publicado 23 años después de su primera obra, vino a revelarse su capacidad lírica. Siguieron luego, en profusión sorprendente, Los silencios reunidos, Viento de espejos, La ciudad cantada y Las voces sumergidas, con los que se descubrió que siempre ha sido poeta.

Hay algo más: el ambiente de su libro inaugural, Los pasos de Egor, está imbuido de poesía. Sobre este hecho no repararon los lectores iniciales, quienes -los más perspicaces- sólo hallaron una obra singular, la que, dicho sea hoy de paso, no puede clasificarse en un género determinado, y esto la rodea de cierto hechizo: en algunas partes hay cuento, en otras, crónica, y también ensayo. Pero, por encima de todo esto, se trata de prosa lírica. Y si leemos con atención sus ensayos, encontramos en sutiles y a veces vigorosos hilos líricos. Por eso, es dado afirmar que el distintivo más certero que puede asignarse a su quehacer literario es el de poeta.

De su paso por la judicatura le brotó el libro La justicia no sonríe, testimonio patético de lo que es la sinrazón de ciertos episodios dolorosos que sufre la humanidad y por lo general permanecen silenciados. Más que el funcionario judicial, el que habla en estos cuentos es el humanista, en su tránsito escrutador por los juzgados y la magistratura. En estas historias de impiedad y angustia, zurcidas con fuertes hilos de enredo e ironía, para que no se olviden, discurren ignorados personajes del común  que se mueven sin esperanza dentro de los intrincados caminos de las leyes.

Otra de sus facetas, muy acentuada, es la de cantor de su pueblo. Desde días lejanos, su sentimiento regional comenzó a manifestarse en diferentes formas: en el escrito divulgado por la prensa o la radio; en el discurso en la plaza pública; en la conferencia académica; en el prólogo de un libro, o en el poema secreto que se unía a otros dentro del sigilo de su mesa de trabajo.

Y cuando  tuvo material suficiente, sacó a la luz, en 1999, dos libros seguidos como homenaje a su terruño: Tuluá, visión personal, a los que ya se suma el tercer volumen, próximo a aparecer en estos días. Además, en el año 2002 publicó dos poemarios de evocación y añoranza, dentro del ámbito de la comarca, y en ellos se conmueve su alma ante las “historias ya deshechas por la lluvia del tiempo”.

Londoño Pineda ha sido trabajador infatigable de la palabra, y gracias a esa perseverancia creadora acredita una obra polifacética y de alta valía, que lo hace sobresalir en el panorama literario del país y además lo consagra como el cronista mayor de Tuluá.

El Espectador, Bogotá, 19 de febrero de 2004

Medicamentos por las nubes

martes, 24 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Mientras el Gobierno trata de encajar la economía dentro del 5,5% de la inflación proyectada para este año, hay renglones de la canasta familiar que, al registrar alzas exageradas, superan varias veces dicho límite. Tal sucede con una buena cantidad de medicamentos fundamentales que bajo la presión de la demanda presentan continuos cambios de precio y así mismo se vuelven inaccesibles para muchos bolsillos.

En esta carrera alcista influyen en alto grado las campañas publicitarias que las firmas productoras desarrollan a través de los medios de comunicación. El dinero que invierten en costosa propaganda termina pagándolo el consumidor, con un elevado ribete para los laboratorios. Estos trucos del mercadeo no los controla nadie, y siempre los paga el pueblo. Con la política actual, según la cual los precios se regulan por la ley de la oferta y la demanda, se cometen los mayores abusos.

La revista Carrusel, en su edición del 12 de marzo, presenta un cuadro dramático sobre esta dolencia de los colombianos. Entre otros casos, cuenta la historia de un diabético que debe consumir dosis diarias de Gliformin, de laboratorios Pharma, cuya caja de 30 pastillas sube en promedio dos mil pesos cada mes, y tres y cuatro mil pesos las cintas para glucometría, cada quince días. A este ritmo, ¿cuánto representan al año estas alzas progresivas? El argumento dado por algunos laboratorios en el sentido de que “el precio está dado por el mercado”, debería ser materia de revisión porlas autoridades, pues este camino conduce a la especulación.

La misma revista presenta situaciones como la de Nizoral, de laboratorios Janssen, que el 24 de noviembre de 2003 valía $37.720, y cuatro días después $46.000, lo que representa un alza del 22%. Totalizadas las alzas de los seis productos mencionados por Asocoldro dentro de la investigación adelantada por Carrusel, se obtiene un incremento promedio del 17% en pocos meses. Más de tres veces el tope inflacionario previsto para un año.

Los ejemplos se multiplican en la masa de los consumidores. Por ejemplo, una caja de 10 tabletas de Lipitor (10 miligramos), de laboratorios Pfizer, tenía un precio de $59.549 en junio de 2003, y pasó a valer $86.900 en marzo de 2004, es decir, 46% más; pocos meses antes ya había tenido un ajuste del 8%. La caja de Betaloc (50 miligramos) de 10 pastillas, de laboratorios AztraZeneca, tuvo en el mismo lapso un aumento del 28%.

En Lecturas Dominicales del 14 de marzo, el doctor Guillermo Maya Muñoz, de la Universidad Nacional de Medellín, ofrece juiciosas reflexiones acerca del campo tan controvertido de la libertad de precios, cuyo desmadre se ha salido de los límites tolerables. El articulista, que dirige su inquietud hacia los efectos nocivos que estas permisiones producen en la salud de los pacientes, formula esta pregunta: “¿Puede el mercado manejar los medicamentos?”.

Muchas medicinas indispensables para salvar la vida se volvieron artículos de lujo y solo pueden adquirirlas los ricos. Hay gobiernos que se preocupan más por proteger los intereses de los laboratorios que la salud del pueblo. Desde luego, el bolsillo de los pobres no tiene acceso a los medicamentos caros. La falta de políticas más congruentes y más definidas a favor de la población indefensa es la causante de muchas muertes, por carencia de recursos económicos de los pacientes. El tema no es de poca monta y bien vale la pena que se examine con la seriedad y la urgencia que imponen las circunstancias.

El Espectador, Bogotá, 1° de abril de 2004.

Palabras de mujer -I-

martes, 24 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

He recibido, casi en forma simultánea, dos breves y bellos libros escritos por mujeres, el uno de Bogotá y el otro de Medellín, que tienen entre sí curiosas coincidencias: ambas obras son autobiográficas, su formato y el número de páginas son parecidos, las dos autoras han cultivado expresiones del arte, y en ambos libros aparecen palabras preliminares de la poetisa Inés Blanco. Se trata de mujeres luchadoras, pensantes y creativas, con claro sentido de los valores éticos, religiosos y familiares, lo mismo que de los problemas sociales del país. La una es abogada y pintora y la otra, profesora y poetisa.

Gladys García de Londoño, nacida en Bogotá, abogada de la Universidad del Rosario, especializada en derecho de familia en la Universidad Santo Tomás y en derecho de menores en el Externado de Colombia, publica el libro que lleva por título Luz de otoño, páginas para David Esteban. Ya había escrito dos textos anteriores relacionados con su profesión. Desde joven siente afición por las letras y la pintura, y ahora, en la dorada época del otoño, ha querido escribir este libro testimonial, lleno de evocaciones, ideas y tesis diversas, que nos ha traído dgrata sorpresa a sus amigos.

“Quiero escribir para encontrarme, para contarles a los que me aman y yo amo, lo que he hallado, para dejarle a mi hijo, sobre todo, un testimonio de quién fui”. En estas palabras sintetiza Gladys el significado de su libro y de su mensaje. Y  para explicar su repentina aparición en las letras, manifiesta: “Cada quien tiene un lugar en el mundo, que debe poseer sin pedir permiso”. Su esposo, el también escritor y abogado Óscar Londoño Pineda, anota que en la obra se reúne un “cúmulo de emociones y de reflexiones finamente entrelazadas, trasunto de una sensibilidad y de una madurez cultivada con esmero”.

Podría pensarse que se trata de un álbum de familia para guardar en la intimidad del hogar, como sin duda lo es, pero su contenido va mucho más allá: es la palabra bien escrita, que trasciende al público. En eso consiste la fuerza de la palabra. Narrando episodios de su propia vida, de su vocación por la lectura, la escritura y las artes plásticas, de su actitud filosófica ante los aconteceres de su entorno familiar y del mundo que la rodea, Gladys consigue crear una parábola de interés general. Dejando su testimonio personal, está conectada con el mundo. Escribe para ella misma y para que los demás piensen y fijen sus propias pautas frente al ejercicio de vivir.

Habla de sus rebeldías juveniles, de sus encuentros con Dios, de su solidaridad con el dolor ajeno, de su amistad con los árboles, los animales y la naturaleza. Al confesar sus iniciales indecisiones sobre la abogacía, dice: “Aprendí que la Ley es uno más de muchos instrumentos y no precisamente el más poderoso para resolver los problemas de las gentes”.

Se duele de la indolencia hacia la pobreza y la miseria de los colombianos. Resalta el tesoro de la amistad y de la fraternidad humana. Le declara su amor a Bogotá y al mismo tiempo critica la congestión urbana, la grosería de la gente, el desgreño de las oficinas públicas.

Y abre su corazón al amor, el amor de su esposo y del hijo único, David Esteban, limitado por alguna circunstancia física, pero que es artista como ella: también pinta. Gladys lo llama su “maestro”. Ambos son los ejes de su existencia. Esa fusión del corazón y la mente se vuelve el hilo zurcidor de toda la obra. Son la música del otoño.

Sin música en el alma, la escritora no entendería la vida. La espontaneidad, la franqueza y el donaire con que hace fluir su sentimiento en medio de la defensa de los principios y del derecho de pensar, ennoblecen su alma sensitiva y realzan su palabra de mujer.

Una anotación final para ponderar la excelente edición del libro por parte de la Editorial Códice, de don José González, la que ha adquirido prestancia entre los escritores por la esmerada confección de sus obras. La semana entrante comentaré el otro libro.

* * *

Los calofríos de Gabo.- En su columna de la revista Semana, Isabel Rueda formula esta pregunta a Gabo: “¿Se dice ‘calofrío’, como dice en la página 54 de su último libro su protagonista, el culto profesor Mustio Collado, o se dice ‘escalofríos’, como decimos a diario todos los colombianos?”. Sin ser yo, por supuesto, García Márquez, voy a permitirme opinar al respecto.

El Diccionario de la Real Academia Española registra ambos términos, pero prefiere “escalofríos”, en plural, como lo menciona María Isabel. “Calofrío”, en siugular, parece rebuscado. Sin embargo, se me ocurre pensar que García Márquez usa la palabra en forma deliberada, y no por pedantería, para enviarle un mensaje a la Real Academia.

Según el DRAE, el escalofrío, o calofrío, es “una sensación de frío, por lo común repentina, violenta y acompañada de contracciones musculares…” El Larousse tiene esta definición, que parece más precisa: “Estremecimiento del cuerpo caracterizado por calor y frío simultáneos…” Mientras para la Real Academia el mal se caracteriza por una “sensación de frío”, para el Larousse se trata de un “estremecimiento de calor y frío” (como lo es, en efecto, la enfermedad). Me parece entender que García Márquez, metiéndose en los predios de la medicina y del propio cuerpo humano, le da más propiedad al vocablo: calofrío (o sea, calor y frío). Y además en singular, ya que la enfermedad es una sola.

El Espectador, Bogotá, 18 de noviembre de 2004.

La marcha indígena

martes, 24 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El 14 de septiembre, bajo una temperatura superior a los treinta grados, salió de Santander de Quilichao, con rumbo a Cali, una gigantesca caminata de sesenta mil indígenas del Cauca, Antioquia, Chocó, Valle, Caquetá, Huila, Cesar y Nariño, que llevaba como lema: “Marcha por la justicia, la alegría, la dignidad y la libertad de los pueblos”. Hacía mucho tiempo que no se veía en Colombia una manifestación de tal magnitud, ni tan ordenada y pacífica,

El Gobierno, claro, se preparó para controlar este peligroso despliegue que podría causar graves problemas de orden público en la carretera Panamericana y a su paso por los municipios. Pensó que vendría un bloqueo de la vía, con lanzamiento de piedra, quema de vehículos y muertos, como es de común ocurrencia en estos movimientos. Y resulta que no se presentó el menor incidente en los tres días que duró la marcha. El país miraba por la televisión el avance disciplinado de los indígenas y leía con interés las notas de prensa que se producían sobre la  insólita movilización.

Era natural que surgiera la perplejidad ante un hecho sin precedentes en mucho tiempo. Incrédulo como es el colombiano cuando ve cosas ordenadas, las preguntas eran obvias: ¿Qué habrá en el fondo de todo esto? ¿Serán ciertos los propósitos que se pregonan? ¿Qué políticos acaudillan la protesta? ¿Qué persiguen en verdad los indígenas, y qué van a obtener, con un acto tan pacífico? Sospechas que cabían en la imaginación lógica de un pueblo habituado al conflicto.

Estamos acostumbrados a que los problemas, incluso los más sencillos y de fácil solución, se resuelvan con tiros, pedreas y muertos. La ley del garrote acompaña la vida cotidiana. Somos unos bárbaros. Si no es con violencia, piensan los promotores de los mítines, no se conseguirá nada. Pero esta vez falló la rutina. Las comunidades indígenas, que no lograban hacerse escuchar de las autoridades, resolvieron llamar la atención del país por medio de esta correría de indudable impacto público. Y transmitieron muy bien el mensaje que necesitaban divulgar.

Querían protestar por la violación de los derechos humanos y pedir garantías para sus vidas, dignidad y convivencia en sus territorios. Querían que el Presidente conociera la aspiración a un país sin guerra, sin muertes, con agua, con disfrute de la naturaleza y con igualdad para todos. Querían que se respetara la milenaria cultura indígena y que no se les siguiera exterminando como colombianos desechables. Querían pronunciarse sobre temas de actualidad, como el Tratado de Libre Comercio, las reformas constitucionales, el estatuto antiterrorista, la política de seguridad social, y la reelección, a la cual se oponen. Querían, en fin, hacer acto de presencia en la vida democrática para no seguir relegados al ostracismo e ignorados por la indolencia de gobernantes y políticos.

Y se hicieron sentir. El país y el Gobierno aprendieron de su conducta admirable cuál es el camino para presentar los reclamos, sin acudir a procedimientos extremos y con la fuerza de la razón. Lo que vio Colombia fue una gran lección de civismo, dada, quién lo creyera, por los ciudadanos más marginados de la sociedad, a quienes autoridades y terratenientes miran con indiferencia y tratan con brutalidad.

La organización de la marcha no pudo ser mejor estructurada ni más positiva. Movilizar sesenta mil personas implica el hecho de que al frente de ella deben actuar líderes capacitados para no generar mayor violencia que la que se pide eliminar. La primera medida fue la creación de un cuerpo de 14.000 guardias indígenas encargados de vigilar el desarrollo de la caminata en paz. La Fuerza Pública, ante este desfile de rechazo social (en el que se cantaba y se reía), nada tuvo que hacer. Sobraba.

El transporte de toneladas de alimentos en 800 comiones; la instalación de carpas y cambuches en los potreros; la presencia de 130 enfermeras provistas de medicamentos de primera necesidad; el suministro de agua; el control de vendedores ambulantes y de personas extrañas; el aseo en los campamentos y la salida ordenada de ellos… todo estaba previsto. Y todo se cumplió con rigor admirable. Entre vítores, los marchantes entraron por las calles céntricas de Cali y terminaron la gira en el Coliseo del Pueblo.

No hubo ni un disturbio, ni un choque con la policía, ni un herido, ni un muerto. Tampoco discursos altisonantes. El verdadero discurso fue el elocuente mensaje de cultura ciudadana lanzado a todos los vientos. Ha sido un acto multitudinario que rompe los moldes anteriores y que guarda similitud con la aplastante marcha del silencio organizada por Gaitán en la plaza de Bolívar de Bogotá, en  protesta contra la ola de violencia desatada en el gobierno de Ospina Pérez.

Esta clara advertencia liderada por el organizado pueblo indígena del Cauca lleva a reflexionar sobre lo que sería el crecimiento de la inconformidad  manejada con la fuerza de los indígenas de Bolivia, Ecuador o Perú, quienes en ocasiones ponen a tambalear a los gobiernos. Entre nosotros ha brotado, con esta ejemplar manifestación pacífica, un inquietante grito de protesta surgido de una población golpeada por la indiferencia social a lo largo de los siglos.

Protesta que ojalá no caiga en saco roto. El colombiano olvida que lleva sangre india. Una vez dijo Gabriela Mistral, la mamá grande de los humildes de América: “Por el ímpetu de la herencia y por una lealtad elemental, mi defensa del indígena americano durará lo que dure mi vida”.

El Espectador, Bogotá, 30 de septiembre de 2004.

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