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Julio Flórez, poeta esencial

jueves, 26 de noviembre de 2009

Gustavo Páez Escobar

En el año 1909, bajo el sofoco de tórrida temperatura superior a los 30 grados, avanza Julio Flórez por la vía polvorienta que va de Barranquilla a Usiacurí. Se dirige a este caserío en busca de una cura medicinal para el cáncer que le ha aparecido en el rostro, del que espera curarse en las aguas azufradas, famosas en el país, de que es rico el lugar. Además, el desengaño del mundo y sus vanidades, que ha seguido a sus resonantes días de gloria y a sus bohemias memorables, lo lleva, en secreto, a buscar refugio seguro en aquel pueblo oculto de la Costa Atlántica. “Ya poco o nada de mi gloria queda”, confiesa.

Tiene 42 años de edad, y morirá en cercanía de los 56, el 7 de febrero de 1923, en la misma estrecha aldea (hoy de 8.000 habitantes) escogida como residencia bucólica para el resto de sus días, después de haber probado el alboroto y la embriaguez de las ciudades. Había nacido en Chiquinquirá, el 22 de mayo de 1867. Su época dorada la vivió en Bogotá, en largas noches de bohemia, de tristeza y soledad, si bien allí se le confundía con un alma alegre, por ser el centro y la chispa mayor de la Gruta Simbólica. Había viajado por Guatemala, Méjico, España, París, en aparentes excursiones de placer. Pero su mundo era Colombia. Su gente lo esperaba en los bares de la capital.

Compra en Usiacurí una pequeña tierra poblada de frondosa vegetación tropical y se dedica, con amoroso empeño, a reparar la casita rústica que habrá de compartir con su esposa y sus hijos. En los alrededores florecen las matas de florón, los mamoncillos, los olivos, las ceibas y los árboles cargados de frutos generosos, donde escucha desde las primeras horas del día los arpegios de las aves congregadas en torno al santuario de la poesía. Feliz en la vida pastoril, alterna sus horas entre el laboreo agrícola y el cultivo poético. Tanta es su identidad con su nuevo hábitat, que un día exclama: “Oculta entre los árboles mi casa / bajo denso ramaje florecido / aparece a los ojos del que pasa / como un fragante y delicioso nido”. 

Julio Flórez está catalogado como el más representativo de nuestros poetas. Poeta esencial e íntegro. O, como lo define Jorge Rojas, “poeta de la cabeza a los pies”. Era uno de esos trovadores espontáneos que, al igual que en la época medieval, iba por los caminos derramando su cosecha de versos. Sin mayores años de escolaridad (se dice que apenas adelantó estudios mínimos en una escuela o colegio de Puente Nacional), el lenguaje le fluía como de manantial puro, lleno de murmullos y resonancias.

Como nació con alma romántica, al igual que Byron, la inspiración le venía por soplos mágicos, algo indescifrable para los profanos, y que sólo conocen las almas predestinadas para tan noble quehacer. Julio Flórez no era un gramático, ni poseía grandes conocimientos literarios, pero tenía alma sensitiva. Eso es el poeta: una caja de vibración de los amores y pesares del ser humano. La sensibilidad, por encima de los cánones académicos, es la que determina el arte lírico.

Y era gran lector. Desde joven se apasionó por los poetas franceses, y de 16 años le hizo una oda a Víctor Hugo, su ídolo mayor. ¿Qué importa que no fuera culto? ¡Era poeta! Uno de los poetas más populares que ha tenido Colombia. Su genialidad se manifestó en lenguaje sencillo y tierno, sentimental y melancólico, que supo interpretar las alegrías y pesares del pueblo. Por eso estremecía el corazón de las multitudes. Sus cantos movían el amor y el desencanto, la tristeza y la añoranza, la sinceridad y la humildad, el dolor y la nostalgia. La poesía era para él rito sagrado, donde el poeta actúa como ser divino.

Guillermo Valencia, en reportaje a Martín Pomala, en 1928, anota: “Respecto de Flórez le diré que lo he admirado siempre por su inspiración sin igual. Julio fue a mis ojos el poeta por esencia”. Otras figuras destacadas han expresado elogiosos conceptos sobre este personaje bohemio (el legítimo bohemio intelectual de comienzos del siglo XX), que permanece en el tiempo como leyenda romántica y acaso fantasmal.

Se dice de él que acostumbraba irse con sus compañeros de libaciones a darles serenatas a los muertos en el Cementerio Central. Su inclinación a la tristeza y las sombras se advierte en buena parte de su obra, y de ello han quedado claros rastros en poemas como Mis flores negras, Todo nos llega tarde, Boda negra, Resurrecciones. Sus versos son el reflejo del alma desolada y sombría que deambulaba por las calles bogotanas en medio de dolores y amarguras. Fue a dar a Usiacurí para seguir con su sombra a cuestas.

El 14 de enero de 1923, días antes de su muerte, fue coronado poeta nacional en su propio terruño. Todo el país volvió los ojos hacia el escondido refugio sentimental que el ilustre boyacense había elegido como su última morada en la tierra. Con él desapareció el último de los poetas románticos. Años después, la humilde vivienda sería declarada patrimonio cultural de la nación. Y hoy, según dan cuenta las noticias de prensa, está a punto de derrumbarse por falta de recursos para sostenerla.

Mientras tanto, por los contornos sigue vibrando la voz pesarosa del poeta: “Todo nos llega tarde, hasta la muerte…”

El Espectador, 23 de junio de 2005.

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El artículo sobre Julio Flórez no solo es encomiable por la calidad proverbial de tu estilo, sino por algunos datos y aristas del poeta que no he leído en otros textos. Napoleón Peralta Barrera, Bogotá.

Me fascinó aprender un poco más sobre Flórez, a quien aprendí a amar a través de mi padre. Siempre me pregunto qué sería de las letras boyacenses sin este juiciosísimo periodista que les enseña a los colombianos dentro y fuera de las fronteras que Boyacá no sólo es “sumercé”. Colombia Páez, Miami.

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