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Archivo para jueves, 4 de noviembre de 2010

Premio Aplauso a Fernando Soto Aparicio

jueves, 4 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Juan Goytisolo dejó en su libro “Cuaderno de Sarajevo” (El País/Aguilar, 1993) un testimonio estremecedor sobre la devastación de la capital de Bosnia-Herzegovina por parte de las fuerzas comandadas por Radovan Karadzic, líder de la entidad territorial llamada Republika Srpska, quien por esos hechos pasaría a la historia con el mote de “carnicero de Sarajevo”.

Desintegrada la República Federal de Yugoslavia a partir de 1991, el flagelo de la guerra ha cubierto de sangre la península balcánica y sembrado el terror entre los habitantes. Al proclamar su independencia los nuevos Estados que surgieron de la desmembración de Yugoslavia, vino el enfrentamiento con Serbia, la cual, por tener importantes sectores de población en la mayoría de las regiones yugoslavas, buscaba su predominio en toda la península.

Esta situación se tornó más dramática en Bosnia-Herzegovina debido al choque religioso, y desencadenaría las acciones bélicas de Karadzic animadas por el  propósito de exterminio de los musulmanes. El principal objetivo: Sarajevo, la capital, una ciudad de más de medio millón de habitantes, donde se iniciaron intensos combates en abril de 1992.

Juan Goytisolo se hizo presente en dicha ciudad como corresponsal de prensa y allí se encontró con la escritora neoyorquina y directora de teatro Susan Sontag, gran defensora de los derechos humanos, empeñada en montar en Sarajevo –como en efecto lo hizo, en un teatro bombardeado y a la luz de las velas– la tragicomedia “Esperando a Godot”.

La limpieza étnica adelantada por Karadzic y sus secuaces representó, durante los 43 meses que permaneció sitiada Sarajevo, una de las masacres más sangrientas ejecutadas en Europa después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. En esta operación perdieron la vida 12.000 personas y se vivieron los peores extremos de la ferocidad humana: violaciones masivas, torturas, campos de concentración, hambre, desalojos y otros crímenes de lesa humanidad.

El “Cuaderno de Sarajevo” describe, con patético realismo, los cuadros cotidianos de una población sometida por la crueldad demencial del tirano y expuesta a todo momento a perder la vida en medio de los bombardeos incesantes y los más salvajes sistemas de destrucción, que hicieron revivir la época de Hitler. La ciudad quedó convertida en un espacio humeante, tétrico, lleno de muertos y de heridos, sin agua,  luz ni gas y con ausencia absoluta de cualquier clase de protección.

Por todas partes saltaban las vísceras, las cabezas, las piernas y los brazos cercenados y se escuchaban los gemidos infinitos de la gente que agonizaba bajo la bota militar de un monstruo suelto, insaciable en su fanatismo religioso y en su instinto demoledor, que buscaba no dejar piedra sobre piedra, acaso para sentirse más déspota y más perverso. Se vieron escenas dantescas como la de aplastar a los niños bajo las orugas de los tanques, para causar mayor pánico en la población civil.

Edificios enteros se habían venido al suelo, y los que permanecían en pie estaban perforados por las descargas de los bombardeos y mostraban una decadencia de años, como si la ciudad se hubiera envejecido en contados minutos. Los tranvías, los buses y los automóviles yacían calcinados en plazas, calles y avenidas, mientras los osados habitantes que transportaban en bidones el agua escasa existente en algún sitio remoto, hacían verdaderas acrobacias para circular por entre los escombros y protegerse de las lluvias de proyectiles, que podrían dejarlos quietos a cualquier momento y en cualquier lugar.

Los postes del alumbrado público se habían doblado como en una oración conjunta que imploraba piedad para una ciudad devastada y huérfana. De algunos cables brotaban aisladas chispas eléctricas como constancia de una tecnología agonizante que duraría años en volver a restablecerse. Sarajevo era un mapa de ruina y desolación. Era una ciudad fantasma, cadavérica, pisoteada por la insania de una de esas bestias apocalípticas de las que el mundo no podrá librarse jamás.

¿Qué solución podían dar los hospitales, sin agua y sin luz y carentes de sitio para atender a miles de enfermos moribundos? ¿De dónde saldrían los médicos y las enfermeras en número suficiente para manejar semejante calamidad? En los centros de salud, lo mismo que en las funerarias, los cadáveres iban copando todos los espacios y luego se amontonaban en las aceras.

La saña de los fundamentalistas panserbios no respetaba siquiera el transporte de los muertos al cementerio, pues convertían los desfiles fúnebres en blanco fácil de las balas y cobraban de esa manera nuevas vidas humanas. Por lo tanto, estos actos tenían que hacerse bajo las sombras de la tarde o de la noche, y ni aun así podía confiarse en la supervivencia. No solo en Sarajevo, sino en toda la geografía de Bosnia, los habitantes tuvieron que vivir en físicas ratoneras humanas y rodeados de angustia y precariedad, huecos que perforaban por todas partes para lograr proteger la vida.

Este capítulo de Bosnia entraña un drama pavoroso para la humanidad. Fue un pueblo que se quedó solo y se desangró ante los ojos del mundo entero. Fueron ineficaces las medidas de la ONU, de Estados Unidos y de los países europeos. El tirano actuó a sus anchas, como si estuviera en el solar de su casa. Y luego desapareció.

Doce años después de cometido uno de los mayores genocidios de la humanidad, acaban de encontrarlo en Belgrado, capital de Serbia, país que gobernó como amo omnipotente. Estaba camuflado bajo la apariencia bonachona de un monje de barba blanca y figura inofensiva, que fingía ser un médico alternativo. Salía a la calle, viajaba en bus, hablaba con los vecinos, y nadie se había percatado de que se trataba de Karadzic. ¡Ni siquiera la policía secreta!, que a la postre lo capturó.

Impune, gozaba de la aparente vida pacífica de sus 63 años de edad, bajo la sombra protectora del imperio destructor del que se fugó cuando se sintió perdido. ¿Por qué no había sido descubierto? Es la pregunta obvia que aflora en la opinión mundial. Ahora falta que se localice al general Ratko Mladic, su mano derecha en estas atrocidades –el “carnicero de Srebrenica”, donde fueron asesinados bajo su mando cerca de 8.000 musulmanes en 1995–.

Dos carniceros del género humano, que merecen un castigo ejemplar. Y que aprendan la lección los gobernantes sanguinarios del mundo. Más aún: todos los gobernantes que atropellan los derechos humanos.

El Espectador, Bogotá, 28 de julio de 2008.

* * *

Comentarios:

Excelente columna. Goytisolo junto con Jean-Luc Godard hacen una excelente visión en el documental de este último, “Nuestra música”. Camilo Perozzo R., Bogotá.

Excelente tu artículo sobre el monstruo de Sarajevo. Jorge Mario Eastman, Bogotá.

Conmovedora tu columna acerca de la carnicería de Sarajevo y estos villanos que, como tantos otros, arruinan la condición humana con sus peores armas. ¡Qué horror! ¿Hombres o monstruos? Inés Blanco, Bogotá.

Impresionante la crónica de Sarajevo. El Carnicero las pagará. Me pareció increíble que posteriormente aparecieran simpatizantes en su patria tan vejada. Luis Eduardo Gallego Valencia, Bogotá.

Puesto de Combate

jueves, 4 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el año 1965, navegando por los océanos del mundo como marinero de un barco mercante, Milcíades Arévalo concibió la idea de hacer una revista literaria. El capitán de la embarcación, el argentino Ariel Canzani, que además de arrojado lobo de mar era brillante poeta, manejaba en el cuarto de máquinas una imprenta donde editaba la revista de poesía Cormorán y Delfín.

Dicha revista había visto la luz en enero de 1964 y realizaría 29 ediciones, hasta diciembre de 1972. Importante publicación internacional de vanguardia, que suscitó interés en los círculos intelectuales y que, al igual que la mar donde había nacido, era abierta a todas las corrientes de opinión y suscitaba grandes debates por la soberanía del pensamiento y el pluralismo de las ideas.

Famosos poetas crecieron bajo el abrigo de Cormorán y Delfín. El cormorán, un atlético cuervo marino, y el delfín, un esbelto cetáceo, se hermanaron en la revista de Ariel Canzani para pregonar la poesía y la majestad de los océanos. En aquella casa náutica aprendió Milcíades Arévalo no solo el arte de la imprenta, sino a querer los libros, que leía con pasión en la biblioteca formada por Canzani en el oleaje marino. Cuando después de larga travesía se despidieron en tierra firme, el colombiano le prometió que seguiría su ejemplo: sería escritor y fundaría una revista literaria al estilo de Cormorán y Delfín.

Así nació Puesto de Combate, el 23 de septiembre de 1972. Es decir, el mismo año que llegaba a su final la revista argentina. Bajo el buen augurio de esta dichosa coincidencia, puede decirse que la revista colombiana recibía la savia que le inyectaba la publicación argentina. Hubo empalme intelectual. Empalme de estilo, de espíritu de lucha, de independencia ideológica, de mirada abierta a todas las expresiones literarias.

En 1983 moría Ariel Canzani, a la temprana edad de 55 años. Debo suponer que Milcíades Arévalo llora todavía la ausencia de su maestro y mantiene su nombre como faro del ánimo batallador que él le transmitió en alta mar, y que se ha mantenido firme hasta el día de hoy, a pesar del oleaje de las múltiples dificultades, sobre todo de tipo económico, que atentan contra la supervivencia de un medio tan frágil y desprotegido como es una revista literaria.

El discípulo superó al maestro en los largos años en que Puesto de Combate ha  permanecido en la predilección de sus numerosos lectores. Hoy es una de las revistas más antiguas del país, que se ha dado el lujo de prolongar durante estos 36 años, sin ninguna interrupción, su auténtica vocación de apoyo al ancho mundo de los escritores.

Por sus páginas han desfilado literatos prestantes tanto de Colombia como del exterior, y sus páginas han estado abiertas a toda clase de inquietudes culturales. Lo mismo el escritor veterano que el que apenas se inicia en los rigores del noble oficio han encontrado las puertas abiertas de esta publicación. La insignia de la revista es el pluralismo literario, sin exclusiones ni padrinazgos. Lo único que se exige son las reglas elementales del bien decir.

Milcíades Arévalo, antes de ser editor de Puesto de Combate, se desempeño como marinero, empleado bancario y vendedor de libros. De difusor de la palabra a través de la venta de libros pasó a rendirle honores al pensamiento por medio de su propia empresa editora. Actividad que le ha dejado íntimas complacencias, y al mismo tiempo hondos sinsabores por la falta de apoyo económico de las entidades encargadas de apoyar la cultura en el país, comenzando por el ministerio del ramo, que apenas llega a unos cuantos privilegiados.

En su haber literario, Milcíades Arévalo acredita sólida producción en los ramos de la narrativa y la dramaturgia, con títulos como El oficio de la adoración (relatos, 1988), Inventario de invierno (cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la ducha (novela, 2001). Además, es autor de media docena de títulos inéditos.

El Espectador, Bogotá, 8 de agosto de 2008.
Puesto de Combate (editorial), No. 73, 2° semestre de 2008.

* * *

Comentarios:

Realmente es digno de admiración por el tesón para que su revista, que es muy buena, sobreviva a la turbulencia, no de las aguas marinas, sino a la falta de apoyo, a la vanidad de muchos colegas y a la lucha que ha sostenido durante 36 años para que ésta no naufrague en la mente de los lectores. Creo que una de las tantas cualidades y calidades de Milcíades es, sin duda, su franqueza y repudio a la mediocridad de tantos que se creen estrellas, cuando apenas son nubarrones en el cielo de la poesía, narrativa, ensayo, en fin, del mundo esquivo y exigente de las letras. Inés Blanco, Bogotá.

Interesante artículo, interesante revista e interesante personaje. Me llama mucho la atención el nombre dado de Puesto de Combate, que tiene mucho de “marino de guerra”, pues son esos puestos los que ocupan los marinos en los zafarranchos de combate, e incluso son los puestos para los zarpes y arribos de puerto. ¿Él perteneció en alguna época a la Armada? Capitán de navío (r) Jorge Alberto Páez Escobar, Bogotá.

Respuesta: Milcíades Arévalo fue en los años 70 grumete de un barco mercante, y en ese carácter viajó por muchos mares del mundo. El capitán de la embarcación, intrépido lobo de mar que al mismo tiempo era poeta, le infundió la idea de fundar una revista. El nombre Puesto de Combate lo tomó de sus experiencias marineras, sin que hubiera pertenecido a la Armada. Milcíades dice que ese nombre le pareció contestatario y por eso lo llevó a la revista con el sentido de “combate cultural”. “Mi único combate ha sido con las palabras”, dice el amigo. Ariel Canzani, el capitán, adquirió prestigio en las letras argentinas y murió de 55 años. En Google pueden leerse muchos de sus poemas. Allí encontré una foto suya, en la que se aprecian sus condiciones físicas de lobo de mar, en medio de una expresión a la vez dura y dulce, signada, sin duda, por el mar y la poesía. GPE.

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Cuaderno de Saravejo

jueves, 4 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Juan Goytisolo dejó en su libro Cuaderno de Sarajevo (El País/Aguilar, 1993) un testimonio estremecedor sobre la devastación de la capital de Bosnia-Herzegovina por parte de las fuerzas comandadas por Radovan Karadzic, líder de la entidad territorial llamada Republika Srpska, quien por esos hechos pasaría a la historia con el mote de “carnicero de Sarajevo”.

Desintegrada la República Federal de Yugoslavia a partir de 1991, el flagelo de la guerra ha cubierto de sangre la península balcánica y sembrado el terror entre los habitantes. Al proclamar su independencia los nuevos Estados que surgieron de la desmembración de Yugoslavia, vino el enfrentamiento con Serbia, la cual, por tener importantes sectores de población en la mayoría de las regiones yugoslavas, buscaba su predominio en toda la península.

Esta situación se tornó más dramática en Bosnia-Herzegovina debido al choque religioso, y desencadenaría las acciones bélicas de Karadzic animadas por el  propósito de exterminio de los musulmanes. El principal objetivo: Sarajevo, la capital, ciudad de más de medio millón de habitantes, donde se iniciaron intensos combates en abril de 1992.

Juan Goytisolo se hizo presente en dicha ciudad como corresponsal de prensa y allí se encontró con la escritora neoyorquina y directora de teatro Susan Sontag, gran defensora de los derechos humanos, empeñada en montar en Sarajevo –como en efecto lo hizo, en un teatro bombardeado y a la luz de las velas– la tragicomedia Esperando a Godot.

La limpieza étnica adelantada por Karadzic y sus secuaces representó, durante los 43 meses que permaneció sitiada Sarajevo, una de las masacres más sangrientas ejecutadas en Europa después de finalizada la Segunda Guerra Mundial. En esta operación perdieron la vida 12.000 personas y se vivieron los peores extremos de la ferocidad humana: violaciones masivas, torturas, campos de concentración, hambre, desalojos y otros crímenes de lesa humanidad.

El Cuaderno de Sarajevo describe con patético realismo los cuadros cotidianos de una población sometida por la crueldad demencial del tirano y expuesta a perder la vida en medio de los bombardeos incesantes y los más salvajes sistemas de destrucción, que hicieron revivir la época de Hitler. La ciudad quedó convertida en un espacio humeante, tétrico, lleno de muertos y de heridos, sin agua, luz ni gas y con ausencia absoluta de cualquier clase de protección.

Por todas partes saltaban las vísceras, las cabezas, las piernas y los brazos cercenados y se escuchaban los gemidos infinitos de la gente que agonizaba bajo la bota militar del monstruo suelto, insaciable en su fanatismo religioso y en su instinto demoledor, que buscaba no dejar piedra sobre piedra, acaso para sentirse más déspota y más perverso. Se vieron escenas dantescas como la de aplastar a los niños bajo las orugas de los tanques, para causar mayor pánico en la población civil.

Edificios enteros se habían venido al suelo, y los que permanecían en pie estaban perforados por las descargas de los bombardeos y mostraban una decadencia de años, como si la ciudad se hubiera envejecido en contados minutos. Los tranvías, los buses y los automóviles yacían calcinados en plazas, calles y avenidas, mientras los osados habitantes que transportaban en bidones el agua escasa existente en algún sitio remoto, hacían verdaderas acrobacias para circular por entre los escombros y protegerse de las lluvias de proyectiles que podrían dejarlos quietos a cualquier momento y en cualquier lugar.

Los postes del alumbrado público se habían doblado como en una oración conjunta que imploraba piedad para la ciudad devastada y huérfana. De algunos cables brotaban aisladas chispas eléctricas como constancia de la tecnología agonizante que duraría años en volver a restablecerse. Sarajevo era un mapa de ruina y desolación. Ciudad fantasma, cadavérica, pisoteada por la insania de una de esas bestias apocalípticas de las que el mundo no podrá librarse jamás.

¿Qué solución podían dar los hospitales, sin agua y sin luz y carentes de sitio para atender a miles de enfermos moribundos? ¿De dónde saldrían los médicos y las enfermeras en número suficiente para manejar semejante calamidad? En los centros de salud, lo mismo que en las funerarias, los cadáveres iban copando todos los espacios y luego se amontonaban en las aceras.

La saña de los fundamentalistas panserbios no respetaba siquiera el transporte de los muertos al cementerio, pues convertían los desfiles fúnebres en blanco fácil de las balas y cobraban de esa manera nuevas vidas humanas. Por lo tanto, estos actos tenían que hacerse bajo las sombras de la tarde o de la noche, y ni aun así podía confiarse en la supervivencia. No solo en Sarajevo, sino en toda la geografía de Bosnia, los habitantes tuvieron que vivir en físicas ratoneras humanas y rodeados de angustia y precariedad, huecos que perforaban por todas partes para lograr proteger la vida.

Este capítulo de Bosnia entraña un drama pavoroso para la humanidad. El pueblo que se quedó solo y se desangró ante los ojos del mundo entero. Fueron ineficaces las medidas de la ONU, de Estados Unidos y de los países europeos. El tirano actuó a sus anchas, como si estuviera en el solar de su casa. Y luego desapareció.

Doce años después de cometido uno de los mayores genocidios de la humanidad, acaban de encontrarlo en Belgrado, capital de Serbia, país que gobernó como amo omnipotente. Estaba camuflado bajo la apariencia bonachona de un monje de barba blanca y figura inofensiva, que fingía ser un médico alternativo. Salía a la calle, viajaba en bus, hablaba con los vecinos, y nadie se había percatado de que se trataba de Karadzic. ¡Ni siquiera la policía secreta!, que a la postre lo capturó.

Impune, gozaba de la aparente vida pacífica de sus 63 años de edad, bajo la sombra protectora del imperio destructor del que se fugó cuando se sintió perdido. ¿Por qué no había sido descubierto? Es la pregunta obvia que aflora en la opinión mundial. Ahora falta que se localice al general Ratko Mladic, su mano derecha en estas atrocidades –el “carnicero de Srebrenica”, donde fueron asesinados bajo su mando cerca de 8.000 musulmanes en 1995–.

Dos carniceros del género humano, que merecen castigo ejemplar. Y que aprendan la lección los gobernantes sanguinarios del mundo. Más aún: todos los gobernantes que atropellan los derechos humanos.

El Espectador, Bogotá, 28 de julio de 2008.

* * *

Comentarios:

Excelente columna. Goytisolo junto con Jean-Luc Godard hacen una excelente visión en el documental de este último, “Nuestra música”. Camilo Perozzo R., Bogotá.

Excelente tu artículo sobre el monstruo de Sarajevo. Jorge Mario Eastman, Bogotá.

Conmovedora tu columna acerca de la carnicería de Sarajevo y estos villanos que, como tantos otros, arruinan la condición humana con sus peores armas. ¡Qué horror! ¿Hombres o monstruos? Inés Blanco, Bogotá.

Impresionante la crónica de Sarajevo. El Carnicero las pagará. Me pareció increíble que posteriormente aparecieran simpatizantes en su patria tan vejada. Luis Eduardo Gallego Valencia, Bogotá.

La guerra en todas partes

jueves, 4 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El médico y escritor Jaime Restrepo Cuartas, exrector de la Universidad de Antioquia y actual representante a la Cámara, acaba de publicar, con el auspicio de la Universidad EAFIT y de la Universidad del Valle, la novela que lleva por título La guerra en todas partes, que gira en torno de la vida y las andanzas de su colega de la medicina Tulio Bayer.

Ambos somos conocedores de la personalidad del médico guerrillero: él lo expresa en su obra en comentario, y yo lo hice en la novela Ráfagas de silencio, editada hace un año como homenaje a Tulio Bayer en los 25 años de su muerte en la ciudad de París. Sabemos de su carácter quijotesco, de su espíritu rebelde y sobre todo de su fibra social. A Restrepo Cuartas le hago el siguiente comentario sobre su novela en circulación:

Al recibir su novela sobre Tulio Bayer –La guerra en todas partes–, suspendí la lectura del libro que tenía entre manos –La montaña mágica, de Thomas Mann–, para sumergirme por un par de días en el mundo apasionante y turbulento del médico guerrillero. Fíjese usted en esta casualidad: tanto La guerra en todas partes como La montaña mágica se desarrollan en ambientes signados por la tragedia, y en cuanto a la parte física de los personajes se refiere, ambas obras giran alrededor de actores del dolor atacados por disfunciones de los pulmones y del corazón.

Ha escrito usted una excelente semblanza sobre lo que fue la vida atormentada de Tulio Bayer. Lo describe a la perfección, siguiendo en buena parte de la obra las vivencias exactas del galeno, y en otros tramos de su existencia, donde utiliza la ficción para forjar situaciones probables, presenta hechos de absoluta coherencia. Esa es la misión del buen novelista: crear la temperatura, la realidad humana, la historia creíble y bien concatenada. El novelista es el mayor historiador del tiempo.

Como investigador de facetas ocultas del médico andariego y revolucionario, y por otra parte narrador conspicuo de los hechos que surgen a su paso, usted se convierte, además, en personaje de la propia historia, pues a lo largo de las 194 páginas de la obra se siente su presencia muy cercana al protagonista. En algunos episodios habla con él, lo aplaude o lo censura, y al lector se le olvida que usted es el autor omnisciente de la novela y lo mira como un personaje más, sobre todo cuando los hechos ocurren en el campo de la medicina y se desenvuelven, por consiguiente, con fluida autenticidad por parte de dos oficiantes de la noble profesión.

Sus pesquisas tras los rastros de Efraín Peláez en averiguación de los años juveniles de Tulio Bayer, cuando comenzó sus estudios de medicina en Medellín, son fantásticas. Esto de irse, como afinado sabueso, detrás de seis Efraínes Peláez que figuraban en el directorio telefónico, para tratar de establecer si alguno de ellos había sido el protector del joven estudiante llegado de Sonsón, lo hace a uno desternillarse de la risa. Hay en este relato humor, picardía y amenidad, que le dan tinte fascinante a esta parte del relato, aspecto acorde con ciertos rasgos pintorescos y caballerosos que son característicos en la personalidad de Tulio Bayer.

En el terreno romántico, mueve usted con deliciosa propiedad la cuerda erótica del médico, que se manifiesta lo mismo en su inicial y cándida relación con Morelia Angulo, su primera mujer, que en sus arrebatos con sucesivas amantes que lo hacían feliz por pocos días, para luego echarlas al olvido, incluyendo en ellas a las físicas prostitutas entronizadas en sus libros con el conocido desenfado de que hizo gala en la vida frente a las convenciones sociales, hasta llegar a Amira Pérez Amaral, el amor regulador de sus emociones, su leal compañera hasta el día de su deceso.

Es oportuno recordar que Tulio Bayer adelantó en Manizales una campaña donde señalaba que era la sociedad la que prostituía a la mujer y luego la condenaba. Esta actitud, como cabe suponer, le valió en aquella ciudad fuertes rechazos. Así eran sus batallas: vehementes e impulsadas por la verdad, así se le viniera encima el mundo entero. Denunciaba lo que los demás no se atrevían a develar.

El final del médico, víctima de la obesidad, el tabaco y el soplo al corazón, desterrado en París y agobiado por un mar de adversidades y de olvidos, pero sostenido por  el amor de Amira y por la fuerza vivificante de sus principios y de sus luchas sin cuartel, es estremecedor. Al llegar a este ocaso doloroso, me dio por acordarme de Bolívar, el supremo batallador de nuestra libertad y prócer de tantas epopeyas, olvidado y traicionado por sus propios amigos y víctima, también, de  muerte inicua.

El Espectador, Bogotá, 18 de julio de 2008.

* * *

Comentario:

Imparcial, justo y ameno tu comentario. Creo que fue Carlos Marx quien dijo que había aprendido más historia de Francia leyendo a Hugo que a los enciclopedistas. Definitivamente, se aprende más historia leyendo las buenas novelas que a los historiadores. Iván de J. Guzmán López, Medellín.

 

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