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Archivo para lunes, 8 de noviembre de 2010

La hipoteca

lunes, 8 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nos cuenta Euclides Jaramillo Arango, en deliciosa crónica publicada en La Patria, que “en un principio, en nuestra incipiente sociedad caldense, y como herencia paisa, la ‘palabra del arriero’, la grande, la mentada de madre, era escasa”. Y agrega: “A pesar de que la palabra era herencia de los españoles y venía en sus obras clásicas, en nuestra sociedad estaba proscrita. Decírsela a otro era peligroso porque casi siempre se mataba por ello.

Para citarla se decía siempre “la del arriero”. Fulano le gritó a zutano la del arriero, y éste le contestó con dos puñaladas…”

Se llamaba “la del arriero”, porque era éste el personaje que la llevaba a flor de labio por los caminos de sus sudores. La expresión, por estas trochas enredadas y peligrosas, sonaba como un himno de batalla. El arriero, para hacerse entender de su recua de mulas, e inclusive para hacerse querer, la soltaba a cada trecho y la hacía silbar, como un latigazo, si la caravana se detenía. Diríase que los nobles animales tenían afinado el oído para la fórmula mágica importada por los españoles, y como además de nobles eran brutas aquellas mulas andariegas, obedecían sin protesta y con entusiasmo. Es posible que desde entonces la mentada de madre comenzara a perder el rigor de las dos puñaladas de que habla Euclides.

Como los tiempos cambian y los hábitos se civilizan, ya no hay lances a muerte cuando se pronuncia la terrible invocación de antaño. Hoy el término, por lo menos en los territorios paisas, al ser tan común, se volvió familiar y cariñoso. Y no es que seamos unas mulas, sino que tenemos otra dimensión de la vida. En Boyacá, o en Santander, o en Cundinamarca, es posible que todavía se maten con el pretexto de la madre ofendida. Aquí, “la del arriero” se pronuncia con gracia, con música y con afecto. Todos tranquilos, y la madre glorificada. Ella sigue siendo el ser más grandioso de la creación, y naturalmente no se inmuta cuando oye mentiras.

“La del arriero”, como se ve, ganó categoría al pasar de los caminos de herradura a los clubes sociales. Es término cabalístico que hay que saber emplear. No en todos los labios suena lo mismo y por eso hay quienes lo vulgarizan. Si se desvía, hace estragos. Lo de las puñaladas no pertenece únicamente al folclor de Euclides, sino que puede volverse realidad si la intención es mala o la pronunciación es defectuosa.

Para rematar la columna quiero traer a cuento la historia de la hipoteca. Es un episodio memorable de Armenia, que voy a dedicar a mis colegas los banqueros, dejando esta vez en paz a mis colegas los escritores.

La hipoteca, claro está, hace parte de la personalidad de un gerente de banco, y ahora la verán ustedes mejor representada. A Silvio Ramírez Vélez, gerente por aquellos días del Banco Central Hipotecario y hoy fallecido, le rendía la sociedad de Armenia caluroso homenaje por los magníficos servicios presados a la ciudad. Todo estaba listo en los salones del club, menos el discurso. Y como alguien tenía que pronunciarlo, se escogió a Alberto Gutiérrez Jaramillo, años más tarde alcalde de la ciudad y luego, por ironía y tal vez por descuido, gerente de banco, a quien todos llamamos “el poeta” por su chispa aguda y repentina. Buen improvisador, pidió un aguardiente y media hora de plazo para moldear su inspiración. Y ante la nutrida concurrencia que quería testimoniar un acto de reconocimiento, así se expresó:

En su banco don Silvio mantenía
despachando sus cédulas baratas,
cobrando cuotas y prestando platas,
y rajando de todo el que veía.

Buscando una hipoteca cierto día
preguntaba en el banco una mulata
cuál era la gestión más inmediata
que la entidad bancaria le exigía.

“Pues para hacerle el préstamo pedido,
don Silvio debe hacerle la minuta”.
Y ante esta frase de infantil sentido,

dijo la joven que este cuento enruta:
“No me hace la minuta mi marido,
¿y me la quiere hacer este hijueputa?”.

¿Ven ustedes que “la del arriero” ya no es trato sólo para mulas? ¿Y entienden por qué se la dedico a mis colegas los banqueros y no a mis colegas los escritores?

El Espectador, Bogotá, 7 de abril de 1983.
La Píldora, Cali, febrero-marzo de 2009.
Mirador del Suroeste, No. 53, Medellín, diciembre/2014.

* * *

Comentarios:

Hace muchos años leí en El Espectador un artículo suyo titulado Humor a la quindianaLa hipoteca; le tomé una fotocopia, la cual hoy encuentro ilegible. ¿Podría usted decirme la fecha de publicación de este artículo para buscarlo en una hemeroteca? Eduardo Vargas Carvalho, Bogotá, 11-v-2008.

Es un buen recuerdo de Alberto, a quien no solo le debo haberme enaltecido con el cargo de Secretario de Gobierno de su administración, sino también la maravillosa oportunidad de haber escuchado tantas y tan sabias enseñanzas de sus labios, amenas narraciones de lo que había leído, las utopías que soñaba realizar, sus chistes y sonetos. También, por último, su visionario consejo: “Acepte la postulación para la Alcaldía, porque será Alcalde y en Bogotá no ven en la provincia sino a los que se suben a la montañita”. Paz en su tumba. César Hoyos Salazar, Bogotá, 9-II-2009.

Siempre he pensado que es usted quien hace unos veintipico de años nos contaba del suceso ocurrido a la dama cuando en el despacho del notario, éste le precisaba a la señora que era necesario hacer la minuta. A lo cual respondió la señora ofendida: “no me hace la minuta mi marido y me la quiere hacer este negro jijueputa”. Ese era el tema de un poema humorístico que, repito, creo que fue usted quien publicó. Recuerdo ahora que el autor es conocido suyo y es quindiano, risaraldense o vecino de los alrededores. Agradecería que me sacara de la duda. Fernando Vélez Montoya, 7-II-2009.

Respuesta: Don Fernando: En efecto, en el año 1983, cuando vivía en Armenia, publiqué el artículo a que usted se refiere. Se lo envío con el mayor gusto. Por sus apellidos, se me hace que usted es oriundo de alguno de los departamentos paisas. GPE.

Tiene usted razón, soy de Medellín. Y todos mis abuelos, mis padres y muchos de mis tíos y primos son de Titiribí. Mi tío, Pedro Montoya, sastre de profesión toda su vida, decía después de 7 u 8 aguardientes, a propósito del pueblo: “En Titiribí la inteligencia crece como maleza”. Ya se sabe que el guaro nunca ha sido humilde ni discreto. Continuaré leyéndolo. Fernando Vélez Montoya, 11-II-2009.

El perenne tema del amor

lunes, 8 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Alba de otoño)

Se me ocurre pensar que con este poemario, compuesto por 114 sonetos de impecable factura y fulgurante belleza, Fernando Soto Aparicio corona su creación como poeta del amor. Puede asegurarse, sin duda alguna, que toda su obra literaria ha sido no sólo trabajada con amor, como la fuerza motriz de su alma romántica, sino dirigida a probar que el amor es lo único que puede salvarnos.

Por encima del novelista de renombrada prestancia, que todos conocemos a través de sus obras estelares, prevalece el poeta –poeta de alma y de convicción– que dio sus primeros pasos en las letras por medio de su Himno a la patria, publicado a la edad de 17 años, y de Oración personal a Jesucristo, a los 20. Estas cartas de presentación en el panorama nacional, cuando aún no era novelista, son mensajeras de lo que sería su destino en el campo poético.

Después, a lo largo del tiempo, vendrían títulos de gran valía en dicho género, como Diámetro del corazón, Palabras a una muchacha, Sonetos en forma de mujer, Motivos para Mariángela, Lección de amor, Las fronteras del alma. Todos ellos afirman la dimensión del sentimiento como energía vital del ser humano. Y gradúan a su autor como un perito en asuntos del corazón.

Ahora, con esta Alba de otoño, que da a la estampa en las horas de su sereno atardecer, el poeta sale de nuevo a proclamar que el amor no envejece y mueve el cielo y las estrellas. Fernando sabe, siempre lo ha sabido, que la mujer es la justificación del hombre, y sin ella no tendría sentido el ejercicio de vivir. Por eso, su constante canto a la gracia femenina está difundido a los cuatro vientos.

Es libro de júbilos, categórico, pleno de embeleso ante el eterno hechizo femenino. Sonetos sensitivos, imbuidos de encanto y de ternura, y manejados por las ansias y las esperanzas del alma romántica que no encuentra ocaso para su sed de amar. Sonetos que andan en busca de la belleza que irradia siempre la mujer, y cuentan los pesares, los deseos y las pasiones de todos los enamorados, para que ella calme sus pesadumbres y disipe sus temores.

El amor, que no tiene edad, florece aquí con toda plenitud cuando brillan las luces del otoño. Si en ocasiones aqueja la soledad o perturba la nostalgia, la fusión de las almas logra el milagro del retorno a la esperanza. El amor compartido se vuelve vivificante y destierra la tristeza. El mismo miedo a la muerte, que se advierte en algunas páginas del libro, se mitiga con la presencia de la mujer, faro luminoso que borra la angustia y restablece la claridad.

La obra recoge, además, otros enfoques ligados a percepciones sentimentales o estéticas del autor, como su canto a Tunja y su sentido de la libertad. Tales motivos se enlazan con el tema perenne del amor para señalar un itinerario marcado por el apego a las causas nobles del espíritu.

Fernando Soto Aparicio es maestro del soneto clásico. Lo ha trabajado con rigores de orfebre, en horas silenciosas de meditación y diálogo con sus dioses tutelares. Auténtico exponente del preciosismo, la magia y el destello que logra el verdadero cultor del género, reúne en Alba de otoño deslumbrantes joyas que enaltecen la literatura colombiana.

Bogotá, octubre de 2008.

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El ángel de los ojos tristes

lunes, 8 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En ninguna de las fotos de Luis Santiago Lozano, de 11 meses de edad, que en estos días ha publicado la prensa con ocasión de su asesinato a manos de su padre, en las condiciones más bárbaras de crueldad, aparece la sonrisa del niño.

Por el contrario, la expresión de su rostro tenso transmite la idea de que en su niñez  no existía ningún motivo para jugar y reír. El ambiente que rodeó los 11 meses de su existencia desolada y de su niñez inútil, carentes de ternura y complacencias, era de absoluta dureza: por una parte, estaba el padre despiadado que hizo de la sevicia un canal para vomitar la bilis de sus entrañas, y para quien su propio hijo representaba un estorbo; y de la otra, la madre asustada por el trato salvaje del hombre, la cual luchaba, en medio de la pobreza y la nimiedad de su destino, por infundir alegría a su ángel de los ojos tristes.

Imposible pretender que un hogar en tales condiciones pueda traer al mundo niños para la felicidad, y ni siquiera para eventuales instantes de contento, ya que en las almas mustias de esos infantes castigados por el desequilibrio de sus padres no puede germinar la legítima flor de la alegría. Esos niños no poseen aún capacidad para comprender la realidad, pero sienten la maldad humana. El corazón es el mayor receptáculo de las emociones.

Tanto el alma del niño como el alma del adulto saben distinguir los sentimientos de amor o de odio de las personas que los rodean. Para el niño de Chía estaba cerrado el manantial de la risa, porque su mundo estaba constreñido por la presencia de un sicópata.

Su padre no lo quería, y el bebé lo sabía. Lo escuchaba vociferar, y maldecir, y ultrajar, y él lo miraba con esos ojos inmensos de pequeñez, de estupor y miedo que muestran las fotos de los diarios. Luis Santiago sabía que su padre lo odiaba. Palpaba el odio sembrado en el aire de todos los días. Su tierna edad chocaba contra la rudeza del padre inexistente y brutal, que entraba y salía por la casa campesina de Chía como un ventarrón y una maldición, sin dispensarle un mimo, o llevarle un juguete, o mirarlo a sus ojitos entenebrecidos por el abandono, el miedo y la impotencia.

El padre ficticio era un ser desalmado, en los peores grados del término. Ni siquiera le había dado a su hijo el apellido, porque por su sangre no corrían genes de nobleza, sino torrentes de iniquidad. La misión del hombre responsable que engendra seres para consentirlos, educarlos y hacerlos ciudadanos de bien, estaba ausente del instinto ruin de Orlando Pelayo. Mujeriego irredimible, buscó siempre mujeres de ocasión, a las que seducía con sus maneras falsas, les dejaba hijos a la deriva y luego corría detrás de otra aventura fácil, evitando ataduras económicas y nexos sentimentales.

Al convertirse Luis Santiago en un obstáculo, tanto para él como para la nueva amante que mantenía oculta, decidió desaparecerlo de su vida errátil. Así de fácil jugó con la existencia de una criatura desvalida, sangre de su sangre, pero no pedazo de su corazón. Y además, blanco de su odio satánico, que no cabe ni en el instinto de los animales.

No veamos en este odio nada distinto a un resentimiento social inoculado en la psique quizá desde la cuna por quién sabe qué extraños genes, y que al paso de los días hace que la persona desfogue su pasión criminal en los seres que la rodean.

Un caso más de la demencia que tantas víctimas cobra y que hace clamar a los cielos por la injusticia abismal que, como en el caso de Luis Santiago, cubre de dolor y de sangre a una familia humilde. En esa familia está representada la sociedad entera. Todos somos víctimas, cuando no responsables, de esas fieras sueltas que con apariencia de ovejas son capaces de perpetrar tales acciones monstruosas.

Yo veo en los ojos inmensos con que Luis Santiago nos mira desde las páginas de los periódicos, una mirada enjuiciadora sobre los desvíos del hogar y la maldad de los padres que no asumen su papel de verdaderos guías y defensores de las criaturas que traen al mundo. Son los ojos de un ángel que pagó con su propia sangre ese drama dantesco de la desprotección infantil, que crece en infinidad de hogares pertenecientes a todos los rangos de la sociedad.

El Espectador, Bogotá, 6 de octubre de 2008.
Eje 21, Manizales, 7 de octubre de 2008.

* * *

Comentario:

A mí también me impresionaron los ojos del niño. Pobrecito, cómo debió de haber sufrido en el momento de la muerte. Yo lo vi en los correos horribles que manda la gente, y los ojitos se le cerraron, pero por los golpes que le dieron. ¡Muy lindo poder escribir con tanta sensibilidad! Fabiola Páez Silva, Bogotá.