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Archivo para martes, 16 de noviembre de 2010

El santo y la diva

martes, 16 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con motivo de los cien años del natalicio en Cúcuta del padre Rafael García-Herreros, cumplidos este 17 de enero, el periodista cucuteño Ángel Romero, del diario La Opinión, revela una carta inédita que el ‘Telepadre´ –como lo bautizó Klim– envió el mes de agosto de 1968 a la diosa francesa del sexo Brigitte Bardot, donde la invitaba al Banquete del Millón de ese año.

En ella le dice: “Soy un sacerdote que está construyendo una ciudad. Llevo mil casas hechas en Bogotá. Esta ciudad se llama El Minuto de Dios. Se ofrece en este banquete solamente una taza de caldo y un pedazo de pan, precisamente lo que comen siempre los pobres. El puesto a la mesa vale $ 5.000 (US $ 500). Yo, corriendo ciertos riesgos, la estoy invitando a que venga a este banquete. De vez en cuando hay que hacer el escándalo del bien. Usted vivirá algunos días en una de nuestras casitas limpias, humildes y bellas. Lo hará usted por amor a los hombres, sus hermanos, y posiblemente aunque en usted esté oculto ese amor, lo hará por amor a Dios”.

Esta osada invitación provocó, como lo presentía el sacerdote (y ese era el propósito con que la formuló), un escándalo mayúsculo en las conciencias pacatas, que no podían aceptar que la pecaminosa actriz se sentara a manteles con las distinguidas damas de la sociedad. Pero no todos opinaban lo mismo. Una lluvia de cartas, de Colombia y del exterior, polarizó la opinión pública.

El ‘Telepadre’ recordó entonces ante su numerosa audiencia dos pasajes del Evangelio donde Jesús invitó a pecadoras públicas a banquetes similares al que él convocaba a la actriz, y que en aquel lejano tiempo levantaron igual revuelo, para prevalecer a la postre la parábola  del “escándalo del bien” como lección bienhechora para la sociedad. Y protegió a su invitada con estas palabras: “A la señora Bardot el mundo y las revistas no le conocen sino su aspecto frívolo, variable, inconsistente. Es una injusticia. Pero no le conocen su aspecto profundo, su aspecto de amor al prójimo. No le conocen la posible belleza de su alma”.

Ante semejante gesto de generosidad, la actriz expresó su intención de asistir a dicho evento: “Como usted me lo ha pedido –anunciaba–, estoy estudiando seriamente la posibilidad de acompañarlos en el Banquete del Millón. No me creo una pecadora como María Magdalena sino una mujer del mundo moderno. Sé amar. Eso es todo. Quiero ir a ese banquete simplemente para servir a la humanidad. Todos tenemos derecho a servir al hombre. Eso no es privilegio de los santos. Espero conocerlo el 24 de noviembre”.

Sin embargo, un hecho imprevisto, el incendio en los estudios donde filmaba una película, determinó la cancelación del viaje. Ella lamentó el incidente y añorará hoy, a buen seguro, la oportunidad que perdió de servir al prójimo en tierra colombiana. Han pasado 40 años.

Hoy se presenta una gran metamorfosis en la vida y en la personalidad de la rutilante actriz de los años 50 y 60 del siglo pasado. Ya no es la muñeca de carne que incitaba la pasión de los hombres, sino la dama solitaria y reflexiva que desde su retiro voluntario del cine en 1974 –a la edad de 40 años, seis años después del episodio que se narra– se dedicó a una causa altruista: es, por medio de la Fundación Brigitte Bardot que creó en 1976, gran defensora de los animales.

Protagonista no solo de películas de fulminante éxito, guiada al principio por Roger Vadim, su primer marido, sino de numerosos enredos amorosos (alguna vez la prensa francesa le contabilizó 42 amantes), Brigitte Bardot terminó desengañándose del mundo y sus frivolidades. Atrás quedaban sus agudas depresiones y sus intentos repetidos de quitarse la vida. En su vejez decadente de hoy en día ya no quedan vestigios de su antigua belleza.

Se consagró a la protección de los animales comoremedio contra la soledad y la manera de encontrar el amor, el otro amor, el que se disfruta en el servicio a la humanidad a través de las obras nobles. Una vez dijo: “Lo difícil no es vivir; lo difícil es sobrevivir”. Como activista de esta causa social, de eminente sentido humano, Brigitte vive en pugna contra todo método de tortura a los animales. Una jueza de París ha tenido que imponerle fuertes sanciones por sus ataques a los musulmanes, a quienes fustiga con los peores términos, una y otra vez, por sacrificar ovejas en sus ritos religiosos.

En enero de 1997 envió una carta de protesta al alcalde de Bogotá Antanas Mockus por el maltrato que se daba a los perros callejeros. Cito con precisión esta fecha en razón de mis campañas periodísticas en defensa de los animales. Yo había escrito el artículo titulado Cuando los animales lloran, que una periodista de Estados Unidos reprodujo en cientos de copias para hacerlas circular en diferentes países. Con tal ocasión, envié a Brigitte Bardot una misiva felicitándola por su actitud ante el alcalde bogotano y remitiéndole copia de aquella columna. En pocos días, contra lo que yo suponía, me llegó de ella una comunicación agradeciendo mi gesto de solidaridad.

El padre García-Herreros, iluminado por algún poder clarividente, sabía que en el alma pecadora de la diva había buena semilla para el bien. Y no se equivocó al invitarla a sus humildes manteles, con la certeza que tenía de cambiar el caldo y el pan de la pobreza en rútilas monedas al servicio de la humanidad.

Hoy se destacan las grandes realizaciones de este audaz sacerdote a favor de las clases desprotegidas. Y se anuncia la causa que va a adelantarse en pro de su canonización. Los milagros que se invocarán son evidentes: la construcción de 50.000 viviendas para los pobres, la creación de una universidad y de once colegios al servicio de miles de estudiantes necesitados, obtenido todo con la inspiración del Minuto de Dios y la fuerza del caldo y el pan del banquete de los pobres. Falta otro milagro: la conversión de la pecadora, llevada de la mano del santo.

El Espectador, Bogotá, 18 de enero de 2009.
Eje 21, Manizales, 18 de enero de 2009.

* * *

Comentarios:

Destaco, por conmovedora, la respuesta que dio la actriz a la invitación del sacerdote. Paisacoraje (correo a El Espectador).

Leída tu columna sobre la Bardot y el padre García Herreros, un sacerdote que sí sabía hacer el bien entre los pobres. Más que rezos y ritos, eso deberían hacer las religiones. Hernando García Mejía, Medellín.

Muy bella nota. Pero yo me estoy acordando de las protestas de los pescadores de salmón por la proliferación de las focas que la Bardot defiende, y que compiten con ellos. Y sobre todo, me acuerdo de ese pobre burro que castró porque, si entendí bien y la memoria de caballo no me falla, le perseguía las yeguas a esta señora que produjo tantos dulces trabajos manuales a mi generación, aquellos días ya casi remotos de mi adolescencia. Eduardo Escobar (poeta nadaísta), San Francisco (Cundinamarca).

¡Qué tontería! ¿De manera que las damas bogotanas no querían sentarse con esa “pecadora” a la mesa? ¡Vaya… qué señoras tan virtuosas! Compartiré con Jaime esta crónica tan deliciosa e interesante porque has de saber que mi marido es admirador irrestricto de Brigitte Bardot, es algo así como su amor platónico y la admira en otra de sus facetas que tú no citas en tu crónica y que es muy desconocida: como cantante. La Bardot cantaba rico, y en uno de los discos que tenemos de ella canta inclusive una canción colombiana, “El cuchipe”. En lo que a mí respecta, sin la vehemencia de Jaime, admiro a la Bardot por su amor a los animales, por los problemas en los que se ha metido por ellos y en esa defensa apasionada y vehemente que hace para protegerlos de tantos malos tratos y estupideces que hacemos en contra de ellos. Diana López de Zumaya, Méjico.

El sapo burlón

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Cuento de

Gustavo Páez Escobar

El sol reverberante de esa tarde cargada de fatiga arruinaba el buen humor con que me había sentido en la plaza del pueblo, a la salida de la misa de doce. Ahora regresaba a la vereda, con mi mujer al lado, como siempre ocurría todos los domingos. El último aguardiente lo había apurado a medias, sin sacarle todo el sabor del anís, a tiempo que mi mujer me tiraba de la camisa y me obligaba a abandonar la tertulia de amigos que se quedaban festejando el domingo en el único toldo que se tendía en el pueblo.

Y mientras silenciosamente nos deslizábamos por el camino curvado que ya casi me sabía de memoria, la bendita de mi mujer aún corría en su camándula las últimas pepas que le habían quedado pendientes de sus interminables padrenuestros; creo que aquello era una costumbre morbosa o maniática, pues ningún movimiento se veía en sus labios, a pesar de que las cuentas del rosario caían con increíble precisión.

Yo, entre tanto, con los varios aguardientes que llevaba entre pecho y espalda, tropezaba de vez en cuando con las piedras del camino, pero procuraba mantenerme enhiesto para evitar que mi mujer me encarara una vez más mi condición de borracho que tantas veces y a cada rato solía refregarme.

Que yo era un vago, que era un parásito, que no producía nada, me lo había repetido infinidad de veces; y en verdad que me sentía acomplejado, pues de tanto escuchar tales expresiones, había terminado creyendo que eran ciertas. Por eso marchaba ahora en silencio, todo sumiso y acobardado, siguiendo sus pasos a prudente distancia.

Para distraer la monotonía que aún nos separaba de la casa, me había puesto a pensar en la Dolores, con quien me había tropezado en el pueblo, toda juvenil y que con su vestidito dominguero, que se replegaba dos centímetros arriba de las rodillas, se volvía terriblemente apetecible. En el encuentro le había lanzado un piropo, y ella se había reído. Y ahora, cuesta abajo, mientras no sé en qué más pensaba, de pronto mi mujer sorprendió una sonrisa en mis labios. Me regañó. Y me dijo que hasta malos pensamientos serían, si era capaz de reírme solo.

Yo preferí no refutarle nada y continué pensando en la Dolores, aunque de ahí en adelante sólo sonreía en mi interior. Comparándola con mi mujer, ésta me parecía insípida. Pero también me creía indigno de aquélla, si era un vago, como mi mujer me lo recordaba a cada momento. Pero lo peor era que también la Dolores, una vez que le propuse que nos escapáramos, me había dicho que, como no producía nada, no podía sostenerla.

Los pensamientos iban y volvían. Las curvas del camino parecían interminables. Los árboles, que otras veces se agitaban sin cesar, permanecían ahora quietos. Un bochorno inaguantable hacía destilar a chorros los diez aguardientes que me había tomado en el toldo del pueblo.

A la mitad del camino salió de pronto un sapo y por poco lo trituro con el pie. Se veía sediento, como yo lo estaba. Y quedó mirándome fijamente, con una mirada que me impresionó. El animal sudaba también. Yo siempre les había tenido fastidio a los sapos. Pero éste era distinto. Sus formas las encontré graciosas, y su mirada, de una fuerza extraña, me hizo recordar los ojos de la Dolores, que también despedían chorros de vivacidad. Su cuerpo diminuto no ofrecía el aspecto rechoncho y repugnante del común de los sapos.

Con la varita que había quebrado en el camino le toqué la cola y el animal dio tres saltos. Y a cada nuevo contacto seguía avanzando sin desviarse de la ruta ni pretender escaparse. Se convirtió no sólo en mi entretención, sino también en mi compañía; y en verdad que era mejor compañía que mi mujer, pues mientras ésta avanzaba sin atravesarme palabra, aquél parecía enterado de mi soledad y solidario con mi tragedia. Pero mi mujer, que a la larga se cansó del silencio, se me  acercó y terminamos ponderando la agilidad y esbeltez de los saltos del animal, hasta que llegamos a la casa.

El buen animal sació la sed contenida en una lata que mi mujer le sirvió a la sombra del corredor. Y desde aquel momento –¡quién lo creyera!– el animal se convirtió en el mejor amigo. Sin mucha dificultad lo fui domesticando, hasta llegar a transformarlo casi en una persona racional. Mi mujer se encariñó de él y creo que hasta llegó a apreciarlo más que a mí. Nos dedicamos a enseñarle algunas gracias, que aprendía con tal rapidez y desenvoltura, que terminamos desconcertados.

Cuando, por ejemplo, yo le silbaba un aire, se paraba armoniosamente en sus patas traseras, y al cambiarle el tono, hacía lo mismo sobre las delanteras. Y si golpeaba el suelo, comenzaba a dar brinquitos en el aire, que semejaban una especie de danza indígena, y que sólo concluía al oír un nuevo golpe. Al pronunciar ciertas palabras, alargaba una de sus extremidades en plan de saludar.

La fama del sapo se divulgó y muchas gentes comenzaron a llegar deseosas de conocer sus habilidades. Después eran verdaderas romerías. El animal se nos pegó al afecto y logró que mi mujer y yo fuéramos más el uno para el otro. Abandoné el aguardiente y mi mujer dejó de ser tan rezandera. Alguien me aconsejó que explotara aquellas habilidades, y así lo hice.

En los días de mercado salía a los pueblos vecinos y el dinero comenzó a llenar los bolsillos. ¡Aquello era un prodigio! Algún día volví a pensar en la Dolores. Ya no era el holgazán de antes y el demonio de la tentación me revolvió las entrañas. Ahora tenía cómo mantenerla.

Pero todo llega a su fin. Un día, después de la misa de doce, el cura llamó aparte a mi mujer. De lo que sigue, no quisiera acordarme. Aún veo la expresión angustiada de mi mujer cuando, tirándome de la camisa como en mis tiempos de borracho, me sacó del espectáculo y me llevó a la orilla del río. Se quedó observando al sapo y me invitó a que examinara los ojos saltados con que en esos momentos nos miraba. “Está poseído por el demonio. Me lo acaba de decir el señor cura”. Y antes de que yo pudiera hacer nada, lo agarró histéricamente y lo tiró al río. Sólo alcancé a escuchar que el buen animal, mi entrañable amigo, lanzaba un sonido gutural, sordo, angustiado, mientras desaparecía debajo de la corriente.

En el toldo de la plaza me reencontré con los viejos amigos. En el décimo aguardiente mi mujer me tiró de la camisa, pero esta vez no le hice caso y tuvo que regresar sola a la vereda. El aguardiente me arrancó lágrimas. Y más tarde no pude evitar el volver a pensar en la Dolores.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 30 de mayo, 1971.
Revista Letralia, No. 195, Venezuela, 5 de septiembre, 2008.
Aristos Internacional, n.° 25, Torrevieja (Alicante, España), noviembre, 2019.

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