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Archivo para martes, 9 de noviembre de 2010

Apostilla a una nota cultural

martes, 9 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Entre las varias misivas que me han llegado en torno a mi columna Periodismo cultural, deseo mencionar la enviada desde Buenos Aires por Laura García, colombiana de 23 años que expresa su actitud crítica frente a la incultura que se vive en los tiempos actuales, que ella interpreta como  signo de decadencia del mundo contemporáneo, no solo en Colombia sino en Latinoamérica, que es preciso superar.

Maravillosa posición la de esta joven compatriota, estudiante de literatura, que aparte de rechazar la ligereza de nuestros días en cuanto a normas de formación se refiere, lucha como correctora de estilo por inculcar patrones de superación en el ejercicio literario y periodístico. Su caso, tanto en razón de su corta edad como de su estructurado criterio, resulta excepcional. Y sirve para ponerlo de ejemplo a fin de que otras personas sigan sus pasos y adquieran las bases culturales que deben distinguir al individuo como miembro de la sociedad. Sin cultura no puede existir el progreso.

Laura nació con vocación de escritora. Otros tienen la misma inclinación, acaso con superiores ventajas, pero no se cultivan. Ella se dedicó a adquirir conocimientos, a leer buenos libros, a corregir sus fallas y depurar su estilo. Por eso es quien es. En su blog, que he leído con complacencia, cuenta que su abuela Elvia, su maestra extraordinaria, le leía de niña las fábulas de Rafael Pombo, y más tarde la  hizo penetrar en novelas de notables autores colombianos, como El alférez real, La marquesa de Yolombó, María, El Cristo de espaldas.

Primero –pensaba Laura– la buena literatura colombiana, y después la extranjera. Primero, colombianos; después, ciudadanos del mundo. Bajo esa brújula, es largo el camino que ha transitado, a pesar, repito, de su lozana juventud, que la mayoría derrocha en fruslerías. Hoy, en su página de presentación del blog, tiene anotada esta inscripción, vivificante para quienes nos identificamos con su causa: “Enferma terminal de literatura. No existen tratamientos ni curas científicas o mágicas para esta enfermedad. Pero no sientan lástima, ni pena: me expuse al contagio sabiendo de antemano las consecuencias”.

Laura me ha escrito la siguiente carta que no resisto el deseo de hacerla conocer de mis lectores:

“Leí por accidente, pero con especialísimo deleite, su columna titulada Periodismo cultural. Me llamo Laura García. Tengo 23 años. Nací y viví en Colombia hasta los 17 años, y desde hace 6 vivo en Santiago de Chile y actualmente en Buenos Aires, donde estudio Licenciatura en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Desde los siete años escribo y leo con pasión, y desde esa misma edad vengo peleando, en una batalla decepcionante, con la falta de cultura en el periodismo y posteriormente en internet. Cuando empecé a leer diarios ya eran los años 90, y el periodismo empezaba a entrar en decadencia cultural.

“Si tuviera que hacer un Periodismo Cultural 2, yo diría que habría que tocar el tema, indiscutidamente, de los poquísimos jóvenes que peleamos por un uso correcto del idioma español y más allá de eso, por la demostración de educación mínima básica a la hora de escribir. No solamente las secciones de comentarios. ¡Y no solamente en Colombia!

“Yo he tenido que soportar en Chile la corrección  de los exámenes de chicos que escriben como hablan: peor que en Colombia. Acá en Buenos Aires se respira un poco más de interés en la cultura, pero el periodismo televisivo es lamentable, al igual que ciertos medios escritos. ¿Qué nos pasa? Es un mal latinoamericano. Su columna me sorprendió en un momento de mucha elaboración de este tema, de la relación periodismo-cultura, de la relación literatura-cultura, inclusive y sobre todo, el desagradable papel que me achacan muchos –y los justifico– por ser joven y relacionarme directamente con ese mundo de incultura.

“Se lo digo, además, desde la posición de alguien que trabaja como correctora de estilo, desde la posición de una lectora inquieta, no  sé si exigente, aunque puedo serlo, pero digamos que inquieta. ¡Qué molestia es leer diariamente la incultura! Yo me pregunto y comparto con usted esta pregunta, ya que elaboró tan bien este tema en su columna: ¿Por qué nos vemos obligados a escarbar y raspar hasta encontrar un poquito de cultura en lo que leemos, en lo que la gente habla, en lo que la gente escribe? Es cierto que internet ha masificado y «democratizado» el uso de la palabra, y esta se convirtió en objeto que cualquiera toma y desgasta y asesina sin compasión.

“Para mí la palabra es herramienta, material de arte, de creación artística, de cultura. A veces –y lo digo con toda la carga social, cultural y política que me puede acarrear el sólo hecho de pensarlo– creo que es necesaria la dictadura de la educación. Un gusto haber leído esta columna, en el momento preciso y con un tema que debería discutirse mucho más todavía. Si puede y tiene un tiempo, lo invito a visitar mi blog literario: www.blogarcolibris.wordpress.com». Laura García, Buenos Aires.

Eje 21, Manizales, 18 de noviembre de 2008.
El Espectador, Bogotá, 19 de noviembre de 2008.

* * *

Comentarios:

Interesante este artículo y el mensaje de esta chica. Pero es cierto que esa decadencia no solo es colombiana o latinoamericana. Es mundial. Me interesa ese diálogo. Entraré en el blog de Laura. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Siempre he seguido sus columnas con gran interés, especialmente porque marcan la diferencia con las demás. Hoy, gracias a la nota de Laura García, me animo a contactarla para hacerle llegar mis felicitaciones. Desafortunadamente en la prensa hablada, escrita y televisada, los horrores (ya que no errores) son pan diario y uno piensa si existe revisión de los textos. Es penoso que tratándose de los principales medios, paralela a su categoría va la exigencia del buen manejo idiomático, pero desafortunadamente creo que moriré engañado. Jorge F. Pérez.

Lo que sientes ahora lo sentí hace 21 años cuando llegué a New York y me enfrenté a una desfiguración total del español en los medios de comunicación de esa ciudad (…) Culpa de toda esta locura cultural la tienen los mismos medios de comunicación que se han “relajado”, y las casas editoriales que apuestan todo por historias e historietas momentáneas cuyos dividendos los benefician. Ya poco caso se hace a las buenas plumas que encienden la maquinaria de la dialéctica en los lectores. Colombia Páez, Miami.

No solo es una Laura García la que nota que nuestra cultura agoniza: como ella, soy un joven (19 años) educado para cualquier lidia (…) Entre tanto factor que generó este abandono cultural al que estamos siendo sometidos, quiero resaltar por encima de todos la educación formal como agente responsable de esta situación: hablando de las letras, en mi educación secundaria encontré en los profesores todo tipo de matiz anticultural, incluso tuve un nefasto profesor que amenazaba a los estudiantes con ponerlos a leer “Papá Goriot” de Honorato de Balzac si no cambiaban su actitud disciplinaria. Nothus.

Laura: con jóvenes como tú todavía hay lugar para el optimismo. Así se hace patria con cultura y no con gritos y chabacanería. Laurentk65.

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Periodismo cultural

martes, 9 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A propósito de mi anterior columna, de tipo cultural, el lector que se presenta como Ignacio Peña dirige a El Espectador esta comunicación: “Qué bien, ¡gracias!, enseñar tanto en tan poco espacio; de las mejores cosas de El Espectador son los columnistas que no hablan de política o que lo hacen desde el saber artístico (Ospina, Vásquez, Chinchilla, este man…)”.

“Este man”, por supuesto, soy yo. El término “man”, robado al inglés como equivalente de hombre, persona, sujeto, que cada vez se extiende más en nuestro país dentro del habla popular, y sobre todo dentro de la población juvenil, es una de esas degeneraciones de la lengua que a lo largo de los años terminarán ingresando al Diccionario de la Real Academia. Ya lo verán. Hoy el vocablo –me parece–, por más que se aplique a toda clase de personas, tiene cierto sentido deferente y suena como trato familiar, desprovisto de solemnidad y muy propio de los nuevos tiempos.

Hoy usted ya no es señor, ni doctor, ni general, ni político, ni presidente, ni periodista, y tampoco embolador, ni pordiosero, ni azotacalles, ni desplazado por la violencia: es “man”. La evolución del idioma en las capas populares consigue a veces, como se ve, el trato igualitario que propugnan los sociólogos y que no prodigan los gobiernos.

Yo no me sentí mal cuando mi anónimo lector Ignacio Peña me señaló con el “man” de los tiempos actuales. No por ese trato entre afectuoso y corriente, sino por el tributo que le rinde a la cultura expuesta en mi columna de opinión. Eso es lo extraño. Hoy el periodismo cultural anda de capa caída, y es poco lo que hacen los periódicos por reconquistar ese espacio perdido, que fue antaño (recordemos a Fidel Cano, el fundador, y a sus ilustres sucesores) bandera intelectual que, agitando al mismo tiempo principios ideológicos, fomentaba la cultura como base fundamental para el progreso de la sociedad.

Encontrar entre los lectores al “man” Ignacio Peña que se acerca a la prensa con fastidio por los temas políticos, no solo resulta gratificante para los columnistas que todavía hacemos periodismo cultural, sino que el caso es insólito. Hoy a los propios periódicos les interesa más contar el número de lectores de cualquier índole, que preocuparse por los lectores de los temas culturales (quienes, debido a su minoría vergonzante, no favorecen el conteo). Por eso el país se ha deshumanizado. El espacio para las bellas artes, las bellas letras, las expresiones del pensamiento humanístico, dejó de ser afán prioritario de las casas de periodismo. La cultura está arrinconada.

Escritores y críticos como Dickens o Sainte-Beuve eran los que les daban vida a los diarios de su época. Entre nosotros, Luis Tejada fue una luminaria que, prendida a toda hora en las rotativas de El Espectador, hacía florecer la inteligencia nacional. Aquellos días maravillosos se prolongaron, con otras plumas que cultivaban el noble estilo y les rendían culto permanente a las artes, durante mucho tiempo más, hasta que llegó el huracán devastador de esta época que barrió con las simientes de cultura sembradas por los precursores del periodismo.

Cabe exclamar con Jorge Robledo Ortiz: ¡Siquiera se murieron los abuelos! Y surgió la era de la superficialidad, de la ligereza, de la chabacanería, de la pasión morbosa, del sensacionalismo y la poca profundidad, que trastocó las sanas costumbres e implantó el sello de la frivolidad y la ordinariez.

No es sino ver, en los periódicos que abrieron espacios para los llamados foros de lectores, el sartal de denuestos y vulgaridades que llueven sobre los columnistas de opinión cuando tratan temas que no agradan a los furibundos corresponsales (protegidos por el incomprensible anonimato que se les dispensa).

Buscando que por ese medio se ampliaran canales para la sana controversia y la libre expresión, lo que se obtuvo fue un manto de protección para el libertinaje de la palabra y la explosión de abyectas pasiones. La anarquía no puede ser democracia. Gloria Chávez Vásquez, escritora y periodista colombiana residente en Estados Unidos, me comenta que en ese país los periódicos no publican nada anónimo, y cuando la persona pide por especiales circunstancias que se oculte su nombre, puede permitírsele hacerlo, pero con plena identificación y siempre que la crítica sea responsable.

Pero no todo entre nosotros es procaz. La mayoría de los periódicos preservan las reglas del bien decir y cuentan con columnistas de categoría que les dan brillo a sus páginas. Lo extraño es el desfogue que se permite a personas resentidas que abusan de la generosidad que se les concede. Esto no lo entiendo yo. Ni lo entienden periodistas como Daniel Samper Pizano, Óscar Collazos y Felipe Zuleta, que pidieron que se les suspendiera el espacio para las manifestaciones de los lectores, en vista de los desvíos a que da lugar esa excesiva apertura conceptual.

En medio de la turbiedad de ciertos lenguajes y de ciertas pasiones rastreras, tonifica leer cartas como la antes señalada. De esta manera, así sea buscando con la linterna de Diógenes, hay que aplaudir a lectores anónimos como Ignacio Peña, ese “man” refundido en la multitud, que se detienen ante mi columna cultural. Que los hay, los hay.

Eje 21, Manizales, 9 de noviembre de 2008.
El Espectador, Bogotá, 10 de noviembre de 2008.

* * *

Comentarios:

Muy interesante tu artículo. Qué tal la filosofía de los que dicen que el mejor gancho para vender periódicos o revistas es poner “un pollo” en la portada, refiriéndose a una chica entre más desnuda mejor. Yo pensé de optimista alguna vez que esa “filosofía” desaparecería con la civilización, pero veo que en lugar de evolucionar la sociedad desenvoluciona. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Columnas como la tuya son lo que hace falta en esta aridez de periodismo que soportamos. Maruja Vieira, Bogotá.

Leí con entusiasmo tu columna. Y en cuanto a ella, estoy de acuerdo contigo, y en particular, puntualmente hablando, con lo de que “La cultura está arrinconada”. Y sobre el “man”, parece buen “man”. Admiro tu buena forma de escribir. Mauricio Borja Ávila, Bogotá.

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Don Juan de Castellanos, cuatro siglos después

martes, 9 de noviembre de 2010 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

Dos escritores boyacenses, Fernando Soto Aparicio y Mercedes Medina de Pacheco, exaltan en sendos libros de reciente publicación la figura mítica del cronista español don Juan de  Castellanos, muerto en la ciudad de Tunja hace cuatro siglos (el 27 de noviembre de 1607).

Don Juan de Castellanos, nacido de familia de labriegos en la aldea andaluza de Aldanís, en marzo de 1522, viaja muy joven con su familia a América, y años después se incorpora como soldado. En este último carácter, cumple durante el recorrido por barcos, selvas y geografías diversas –y adversas– una serie de aventuras que le servirán más tarde para presentar en sus escritos el cuadro fidedigno, manejado con la riqueza de su pluma y el prodigio de su imaginación, sobre lo que fue la gesta conquistadora del continente americano.

Aunque no hay completa claridad sobre algunos pasajes de su vida, existen datos que permiten ubicarlo en tres facetas generales: la primera, su llegada a América de cuatro años de edad, y de ocho, su ejercicio como monaguillo en Puerto Rico, donde el obispo le da instrucción en latín, clásicos y humanidades, disciplina que le servirá de base para su futuro sacerdocio en Tunja; la segunda, su ingreso a la milicia, que lo llevará en intrépidas misiones a lugares conflictivos, como la isla Trinidad, Santo Domingo, Curazao y Aruba, la isla Cubagua, la isla Margarita y, a la postre, el territorio colombiano; y la tercera, el comienzo de sus estudios sacerdotales en Cartagena, donde ejercerá como cura, lo mismo que en Riohacha, para más tarde ser beneficiado de la parroquia Santiago de Tunja, donde cumplirá largo apostolado de 45 años, hasta su muerte, a la edad de 85 años.

Cansado de la guerra que tiene que enfrentar en todas partes, se decide por la vida religiosa. Y a ésta llega con amplia visión del mundo, tanto por su actividad como hombre sensual que ha vivido frenéticas relaciones con las indígenas, como por su experiencia sobre los conflictos armados y la condición humana.

Con ese bagaje, escribe, en octavas reales, la monumental obra “Elegías de varones ilustres de Indias”, conformada por 113.609 versos, una de las más extensas de la lengua española. Mercedes Medina de Pacheco, supongo que con estudiado sentido feminista –sin desconocer el carácter histórico–, señala en libro publicado en el año 2002, con el sello de la Academia Boyacense de Historia, las 179 mujeres que deambulan por las Elegías de don Juan y destaca en ellas sus atributos físicos y morales.

Para citar sólo una de esas mujeres legendarias –la valiente y astuta cacica Anacaona–, traigo a colación la referencia que hace el cronista sobre los poderes de seducción empleados por la lujuriosa indígena, en momento crucial de las escaramuzas aborígenes con los españoles: “Anacaona llena de pasiones / usaba todavía de sus tretas, / intentando mover rebeliones / las cuales no pudieron ser secretas”. Los versos de don Juan, manejados con gracia picaresca, sencillo estilo, precisión narrativa, ironía y sátira, son la mejor pintura de aquella época conmocionada por bárbaros episodios guerreros que darían lugar al surgimiento del nuevo mundo.

Con esos versos, nace la poesía en Colombia. Escritor prolífico y sagaz, a la par que historiador de la verdad, fuera de las Elegías es autor de otros libros valiosos: Rimas de la vida, Muerte y milagro de don Diego Alcalá, Discurso del capitán Francisco Draque, Elegía VI, Historia del Nuevo Reino de Granada, Historia de la Gobernación de Antioquia y de la del Chocó.

Los tiempos actuales, cuatrocientos años después, han echado al olvido a don Juan de Castellanos. No saben quién fue aquel valeroso soldado y respetable clérigo, y aquel insigne escritor y poeta que con los recursos precarios de la época elaboró en el silencio recoleto de Tunja una obra de vastas proporciones, que hoy nadie escribiría. Pero en la capital boyacense su figura sigue siendo señera: la presencia de don Juan de Castellanos se siente en el sitio donde moró, y en la catedral de Santiago que construyó.

La distinguida historiadora de Tunja Mercedes Medina de Pacheco despierta al cronista en este cuarto centenario de su muerte y lo pone a hablar –en el libro Don Juan de Castellanos y otros aventureros– con la niña Catalina Sánchez, que en medio de su candor y su precocidad le hace al cronista inteligentes preguntas sobre diversos aspectos tratados en las Elegías, y obtiene de él cabales respuestas.

Por otra parte, otro ilustre boyacense, Fernando Soto Aparicio, animado por el propósito de revivir al personaje, escribe su historia novelada bajo el título El sueño de la anaconda, libro patrocinado por la Gobernación de Boyacá. Preciosa novela forjada con aliento poético y con aproximación histórica, que dibuja la apasionante personalidad de uno de los hombres más sobresalientes de su tiempo. El relato destaca las características más notables que marcaron la vida del cronista español (digamos, mejor, del cronista tunjano): aventurero, poeta, filósofo, teólogo, sembrador de ideas, constructor de la catedral, amante, historiador, padre, pastor de almas, hacendado, confesor, soldado, cura, médico, visionario.

Dentro de los recursos estilísticos que utiliza Fernando en su mundo narrativo, no podía faltar en su novela el ardor sensual que marcó la vida del pecador y del aventurero: de este don Juan conquistador de bellas mujeres nativas, que se trenza en amores con la india Macopira y con ella concibe una niña encantadora. La hija –como en los finales felices– aparece en el crepúsculo del santo y transmite al lector la limpia parábola de amor que pertenece a la vida turbulenta del trotamundos, ahora santo tunjano convertido en leyenda.

Eje 21, Manizales, 27 de octubre de 2008.
El Espectador, Bogotá,  31 de octubre de 2008.

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Entre cuentos y realidades

martes, 9 de noviembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Llevaba dos años trabajando en Armenia como gerente de un banco, cuando un buen día, en mayo de 1971, intoxicado de cifras y abrumado por los ajetreos del cargo, me dio por escribir un cuento durante un fin de semana.

Todos en la ciudad me conocían como banquero, y nadie como escritor, que en realidad no lo era, si bien tenía una novela escrita de afán –y con pasión– en mi época de adolescente en la ciudad de Tunja, obra que durante 18 años mantuve escondida en mis archivos secretos. La gente de Armenia me veía como un ejecutivo eficiente que, llegado a la tierra quindiana con ánimo de servir, se había identificado con la idiosincrasia regional y gozaba por eso de general aprecio.

Pues bien: animado por un concurso de cuento que promovía el Magazín Dominical de El Espectador (en la venturosa época de los Cano Isaza), se me despertó de repente la vena de narrador que se hallaba dormida en mis intimidades. Ese fin de semana elaboré mi primer cuento durante intensas horas de esfuerzo atroz, y luego lo depuré con la máxima severidad de que fui capaz. Ya poseía, por supuesto, mayor dominio de la escritura que 18 años atrás. El lunes siguiente lo despaché por correo, a primera hora, sin darme tregua para el arrepentimiento. Una extraña premonición me indicaba que iba a tener suerte.

Tremenda alegría viví días después, cuando apareció mi cuento en el Magazín Dominical, seleccionado entre infinidad de trabajos que llegaban a esa página –la  más apetecida por los escritores– desde todos los sitios del país. Entraba así por la puerta grande de la literatura. Luego de paladeado el regocijo, sentí indecisión, por no decir que miedo, al verme señalado como cuentista ante el país entero. El triunfo me desestabilizó. ¿Qué dirían en mi banco, cuya materia prima es, como la de todos los bancos, el dinero, cuando supieran que tenían un escritor a bordo? ¿Acaso han convivido en sitio alguno las letras de cambio con las letras del espíritu?

El manejo de las cifras suele ser incompatible con el oficio literario. No es de buen recibo en la banca que el ejecutivo se dedique al mismo tiempo a las letras del espíritu, pues esto hace suponer el descuido de las letras de cambio, idea errónea en muchos casos, pero la banca es la banca, es decir, una máquina de producir billetes. Habrá excepciones, pero yo no podía saber si ese sería mi caso. Ahora bien, ¿cómo iba a renunciar a la literatura, si la sentía arraigada en mi personalidad desde siempre? Y en sentido contrario, ¿cómo iba a renunciar al banco, si de él derivaba el bienestar económico? O era banquero o era escritor, tal parecía el dilema que me había planteado mi primer cuento.

Ya en el despacho bancario, el lunes siguiente, cavilaba en semejante disyuntiva cuando entró a la oficina Alirio Gallego Valencia, prestante elemento de la intelectualidad quindiana, quien, mirándome con ojos de duda jubilosa, me lanzó esta pregunta obvia: “¿Serás tú acaso el autor del cuento publicado en El Espectador?”. Desde luego que era yo.

No quise decirle que al mismo tiempo me consideraba un mártir de la causa literaria, y recibí como premio su efusiva congratulación –que para mi caso parecía un latigazo–, con el comentario que me hizo el buen amigo de que tanto él como Euclides Jaramillo Arango, otro ilustre escritor quindiano, habían encontrado en mi trabajo un legítimo cuento.

¡Por Dios, en qué lío me había metido! De ahí en adelante comenzó a sonar mi nombre de banquero con la connotación del escritor que ya no podría dejar de serlo por el resto de mis días. Pero un escritor no puede ser autor de un solo cuento, o de un solo poema, incluso de un solo libro. Hay que demostrar mayor vuelo, y ese fue el reto que me impuse días después, ya fortalecido con la decisión irrevocable de seguir adelante en mi destino literario, sin desatender la función bancaria.

Poca gente sabe (y supongo que los directivos de mi empresa lo ignoraron) que para ser escritor y seguir siendo banquero al mismo tiempo adopté esta fórmula mágica: todos los días me levantaba a las cuatro de la mañana y me metía en mi oficina casera a leer y a escribir, hasta que llegaba la hora de enfrentarme a los rigores de las cifras.

Ya en el banco, dejaba de ser escritor durante la jornada laboral: entonces la mente solo me funcionaba para las finanzas, los sobregiros, los encajes y los mil intríngulis de esa febril actividad que tantos sofocos me produjo, y que al mismo tiempo me deparó inmensas complacencias al ver que las cifras y las metas, y sobre todo los principios éticos y morales que siempre presidieron mi desempeño, tenían cabal realización. Y, cosa prodigiosa, mi carácter de escritor, que cada vez obtenía nuevos logros y me imprimía mayor respetabilidad, se convirtió en medio para abrir nuevas puertas en el campo de los negocios.

No era fácil, por supuesto, el manejo simultáneo de los dos frentes. En mi banco me surgían por épocas tropiezos, sinsabores, envidias, intrigas, incomprensión, ¿celos?… (esa, en fin, es la condición humana), pero a la larga triunfó el escritor. Y el banquero coronó su carrera laboral, con 35 años de servicios y el justo derecho al descanso. En la vida cambiante de las empresas, es natural que sucedan estas cosas. La empresa es un monstruo, pero a veces tiene corazón. (Corrijo: la empresa no tiene corazón: lo tienen en ocasiones algunos directivos, como yo tuve la suerte de disfrutarlo, cuando no se dejan deshumanizar).

Si me hubiera detenido después de mi primer cuento en aquel lejano 1971, no contaría hoy con el tesoro inapreciable de 12 libros publicados y cerca de 1.800 artículos de prensa.

Una vez me escribió Tulio Bayer desde París, refiriéndose a esta doble carta que le gané a la vida: “Mirando bien la cosa, sos un jodido, estás avanzando muy bien en dos frentes, de los cuales uno apoya al otro. Imposible saber si detrás del gerente de hoy está un poco ahogado el escritor de siempre”.

El Espectador, Bogotá, 20 de octubre de 2008.
Eje 21, Manizales, 20 de octubre de 2008.

* * *

Comentarios:

Me has hecho soltar una que otra lagrimilla al compás de la lectura. Yo escribí mi primer cuento a los tiernos ocho años, la primera novela a los doce y la segunda a los quince. Todas ellas en los cuadernos de aritmética, historia, álgebra, física… Fui a la universidad (donde me taré bastante en el sentido creativo), pero luego, en mi vida laboral (ya completé treinta y cinco años) escribía o me daba cuenta… Cómo hiciste revivir mi enorme incertidumbre con tu artículo, ¡bellísimo!, por cierto, pero a pesar de que tú sí lograste concluir, yo aún sigo esperando el día en que “no tenga que robarle tiempo a la vida” para escribir. Marta Nalús, Bogotá.

¡Qué historia tan bien contada! Y así hay quien se atreve a decir que los banqueros no tienen alma! Orlando Cadavid Correa, Medellín.

Tu nota me hizo recordar el cordial almuerzo que nos ofreciste con motivo de la presencia de Alfredo Arango en Colombia y en el que tuviste a bien relatarnos tu iniciación en las letras. Guillermo El Mago, Bogotá.

Excelente capítulo de su fascinante biografía de intelectual banquero, combinación singularísima que sólo a un mago alquimista le puede haber sido dado hacer. José Trino Campos, Bogotá.

Grata tu columna sobre tus comienzos de escritor y tu trabajo bancario. Menos mal que el banquero fue recompensado y que, finalmente, el escritor se salvó. Hernando García Mejía, Medellín.

Esta historia de tu primer cuento es también un cuento en sí mismo. Alfredo Arango, Miami.

Qué maravilla de lectura. Me sacó sonrisas y miradas a mi propio pasado de observadora del escritor que es mi esposo y que, como tú, se ha visto obligado a desempeñar otros oficios para procurar el sustento del hogar. Tienes mucha razón en que el escritor no para en un solo trabajo, aunque uno de los poetas malditos paró su obra a los 19 años. Colombia Páez, Miami.

Muy buen artículo. Una de las frases que me llamaron la atención es la de que “la empresa no tiene corazón: lo tienen en ocasiones algunos directivos, como yo tuve la suerte de disfrutarlo, cuando no se dejan deshumanizar”. Mauricio Borja Ávila (alto ejecutivo del Banco Popular), Bogotá.

Me acordé de todo lo que tuvo que hacer mi papá para mantenerse en el banco siendo escritor, ante la mirada envidiosa de algunas personas. Fue toda una maravilla, pues antes que escritor y banquero existía un ser sensible que supo debatirse ante estos dos frentes. Fabiola Páez Silva, Bogotá.

El señor Alfredo Arango, igual que yo, coincidimos en que la historia de tu primer cuento es otro cuento de verdad, y mira a dónde te ha llevado ese primer intento. El que sabe, sabe… Inés Blanco, Bogotá.