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De la gloria a la desdicha

lunes, 22 de noviembre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

Si al final de su vida estrepitosa y traumática a Michael Jackson le hubiera sido dado escoger entre la fama y la tranquilidad, supongo que no lo habría dudado: hubiera preferido ser un hombre del montón, alejado del vértigo de los aplausos y las lisonjas de la ponderación, con tal de ser feliz.

La fama tiene un precio alto, a veces demasiado alto, y Jackson lo pagó desde muy joven. Nunca fue feliz. Alguien que lo conoció de cerca afirma que desde los 20 años estaba deprimido. Y agrega: “Pasé mucho tiempo con él en la habitación del hotel Mountcalm y vi cómo lo explotaban sus productores”. Como un sonámbulo cargado de dinero, y al mismo tiempo idolatrado y vitoreado por sus incansables multitudes de fanáticos, transcurrió toda su vida.

Esos fanáticos, ignorantes de lo que el ídolo tenía que soportar y padecer, nunca lo dejaron vivir en paz. Lo elevaban como un cohete a las altas esferas del elogio y a las atronadoras atmósferas del aplauso, sin permitirle que viviera su propia vida. Pero su propia vida ya no era suya, sino del público delirante. No se pertenecía a él mismo, sino al capricho de las multitudes. Le gustaba, por supuesto, sentirse idolatrado.

Desde su más tierna edad fue niño desprotegido. Su padre lo maltrataba por su bajo rendimiento en las clases de canto y coreografía. Esa niñez desamparada del afecto paterno le dejó un trauma insuperable. Y se apegó al calor de la madre. A su lado se sentía un niño mimado, así no lo fuera. Y se quedó niño para toda la vida.

Este niño grande que fue Michael Jackson le creó una morbosa atracción por la niñez. En su palacio de Neverland, sostenido a costos exorbitantes, instauró la figura de Peter Pan como una desviación de su mente protectora de los niños con quienes convivía, en quienes volcó todos sus afectos. De tal modo acrecentó y falseó ese sentimiento, que no establecía límites entre la ternura y el abuso sexual.

Una vez pagó entre quince y cuarenta millones de dólares (nunca pudo conocerse la cifra exacta) para solucionar un pleito por el atropello de un menor de edad. Hace menos de cinco años el mundo lo vio con las manos esposadas frente a una comisaría de Las Vegas, acusado por otro abuso sexual. Una hora después abandonó victorioso el despacho judicial, luego de pagar una fianza de tres millones de dólares. Con el poder de su bolsa millonaria tapaba todos los escándalos que producía.

Su fortuna, calculada entonces en 750 millones de dólares, se mostraba inagotable. Pero la realidad era desastrosa: cada vez se debilitaba más el imperio económico a merced de los pleitos, del declive de sus negocios como cantante y del costo ruinoso de las extravagancias que cometía. En las Vegas pagó perfumes por diez millones de dólares para su gran amiga Elizabeth Taylor, y para él compró un reloj de dos millones de dólares. Al final de la vida, estaba quebrado.

El derroche era uno de sus signos vitales. De esto no tenía plena conciencia, porque nunca aprendió a manejar el dinero: otros lo hacían por él y –lo que es más triste– saqueaban sus arcas sin control. Cuenta Grace Rwaramba, empleada suya durante 17 años, que Jackson no conocía con exactitud los negocios que firmaba. Sobre los 50 conciertos que iba a realizar en Londres, y que le dejarían una ganancia enorme, el cantante creía que había firmado el contrato por diez actuaciones.

La misma Grace revela que su patrono era drogadicto crónico. No ahora, sino desde mucho tiempo atrás. Murió de un infarto final, a los 50 años de edad, enflaquecido y presa de infinita soledad. Todo hace suponer que la ingestión permanente de medicamentos contra el dolor le produjo la muerte.

Vida desventurada la suya, que alcanzó la fama arrolladora y nunca conoció la dicha. Buscándola, llegó a la negación de sí mismo, de su raza negra, mediante la pigmentación de la piel. Dicen los siquiatras que la falta de identidad lo conducía a sentirse a veces hombre y a veces mujer. En virtud de ese conflicto patológico, desconocía la realidad. De ahí que se comportara  como un niño, pero como un niño traumatizado.

Más allá de sus frustraciones y extravagancias queda el genio de la música. Ser superdotado para el arte musical, que le aporta a la humanidad una leyenda que pocos mortales logran conquistar. Tal vez sin tantas limitaciones en su niñez y sin tantas excentricidades en su edad mayor, no hubiera conseguido coronar la altura del mito. Del mito indefinible. Todo a costa del tesoro más grande: la felicidad.

El Espectador, Bogotá, 30 junio de 2009.
Eje 21, Manizales, 30 de junio de 2009.

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Comentarios:

Qué dolorosa realidad la de Jackson, pero a veces en la vida real pasa lo mismo cuando nos engolosinamos con la gloria (sea la que sea). En menos del canto del gallo, llega la desdicha. Qué difícil es atinar en el verdadero sentir de la vida y de quienes nos rodean. Qué efímera es la dicha para quienes viven, o mejor, sobreviven, en la pendiente de la vida. Marta Nalús Feres, Bogotá.

Este ídolo de muchos deja el legado de su música, de ser quien rompió récords como nadie, y la lección es que la felicidad está dentro de los seres humanos, no en la plata ni en la fama sino en esa espiritualidad que nos hace poner los pies en la tierra y el alma en la tranquilidad, que muy seguramente siempre añoró Michael Jackson. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Gracias por tu artículo. Lo disfruto por tu estilo y también por el hilo magistralmente tejido del relato. Ramiro Lagos, Madrid (España).

Tu bella página señala el epílogo de un gran ídolo, maltratado, frustrado y sin norte, que deja a la humanidad un gran legado artístico, y quedan la leyenda y el mito en que se convirtió. Inés Blanco, Bogotá.

He leído muchos de los artículos que se han escrito y en ninguno he hallado que este ser humano haya sido feliz. Esa tranquilidad espiritual que todo ser humano anhela, le fue esquiva. Sus triunfos lo gozaron más quienes veían sus conciertos. Nos deja una lección bien clara: la riqueza, la gloria, los aplausos y todo el boom que el mundo nos da y en que creemos por haber alcanzado la gloria, no es otra cosa que basura. Toribio (correo a El Espectador). 

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