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Archivo para noviembre, 2009

Laura Victoria

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

 (Palabras en la sesión conjunta de la Academia Boyacense de Historia y el Concejo de Tunja, con motivo de los 190 años de la independencia de Tunja)

El primer contacto que tuve con Laura Victoria ocurrió en agosto de 1985. En aquella ocasión le envié una carta a Ciudad de Méjico, donde residía desde su viaje de Colombia 45 años atrás, cuando por insuperables problemas conyugales y buscando la custodia de sus hijos, se radicó en el país azteca. Y allí ha permanecido por el resto de sus días, con un receso de tres años, correspondientes a su desempeño como agregada cultural de nuestra embajada en Roma. Hoy cumple 64 años fuera de Colombia y se acerca a su centenario de vida.

En aquella carta le expresaba mi admiración por su obra y la extrañeza porque su nombre se hubiera silenciado en el país, lo cual  obedecía, sin duda, a su larga ausencia de la patria. Ella me contestó a los pocos días con una sentida manifestación de pesar por su lejanía de Colombia y por la dificultad, casi insalvable, de su regreso, dadas las hondas raíces que ya había echado en Méjico. Añoraba su propia tierra, sus paisajes y su gente. Recordaba su época de gloria en los años 30, cuando revolucionó la literatura colombiana con su poesía erótica. Evocaba a Soatá, nuestro pueblo, y mencionaba a miembros de mi familia con los que había tenido estrecha amistad.

De pronto aparecía yo como un eco lejano de Soatá y de Colombia, y esta circunstancia le produjo al mismo tiempo sorpresa y regocijo. Le entusiasmaba, por supuesto, que en mi carácter de escritor, y no obstante la diferencia de años que nos separaba, me ocupara de su nombre y de su poesía, cuando sus propios contemporáneos la habían relegado al olvido y apenas quedaba un pequeño círculo de amigos que hablaba de ella de tarde en tarde.

Por aquellos días escribí en El Espectador, en torno de lo que significa la ingratitud humana hacia las glorias del pasado, la columna que rotulé “Una poetisa olvidada”. Puede decirse que en 1985, hace 18 años, comenzó a perfilarse el libro que hoy ve la luz gracias al patrocinio de la Academia Boyacense de Historia, y que lleva por título “Laura Victoria, sensual y mística”. A la Academia, en nombre de Laura Victoria y el mío, expreso nuestro vivo reconocimiento por haber hecho realidad esta obra, y aplaudo su empeño por rescatar esta figura ilustre de las letras boyacenses.

Desde aquel año surgió entre los dos una copiosa correspondencia, aspecto que no sólo representó un sólido lazo de amistad, sino una oportunidad privilegiada para escrutar yo el alma de la sutil escritora de provincia que medio siglo atrás se había convertido, al decir del maestro Valencia, en una revelación de la poesía colombiana.

Nada fácil resultaba escribir la biografía de Laura Victoria, tanto por la distancia con los sucesos que la llevaron a la celebridad, como por la falta de documentos o referencias que facilitaran dicho propósito. Después de leer todos sus libros y obtener algunos datos dispersos sobre su itinerario humano, me impuse la tarea de escudriñar mayores testimonios que ampliaran mi visión sobre esta vida extraordinaria. A medida que lograba nuevos avances y conseguía que alguien me revelara episodios ignorados, comprendía que la existencia de la poetisa, por lo batalladora, ardorosa y liberada de prejuicios, era apasionante. Más tarde descubrí que allí se escondía una verdadera novela.

Como parte de la investigación, le hice un reportaje extenso, que fue publicado en un diario bogotano. De esta manera, cada vez avanzaba más en mis indagaciones, aunque muchos aspectos seguían ocultos. En 1988 viajé a Méjico con mi esposa, y durante 15 días tuve con la escritora amplias tertulias sobre el objetivo que perseguía. Al año siguiente fue ella la que visitó a Colombia en compañía de su hija Beatriz -la célebre Alicia Caro del cine mejicano- y aquí continuó el diálogo entrañable.

Cuando tiempo después le comuniqué, ya de manera formal, que quería escribir su biografía y le pedí que me enviara el mayor acopio posible de documentos, correspondencia, fotografías y recortes de prensa, accedió gustosa a mi deseo. Las lagunas que se me fueron presentando las salvaba con reiteradas preguntas que le hacía por el correo electrónico de su hija. Como la historia se llena también con imaginación, creo que el ensayo que he elaborado presenta el perfil cabal de esta gran protagonista de su tiempo, que rompió los moldes obsoletos de la sociedad puritana de entonces y le abrió a la mujer horizontes de libertad.

Aquí está retratada en cuerpo y alma, así lo espero, la mujer valerosa y la brillante poetisa que se fue contra las hipocresías sociales y la esclavitud femenina, y que con sus poemas ardientes estremeció el sentimiento de los colombianos y llevó en alto el nombre de Colombia por los aires de América.

 Tunja, 10 de diciembre de 2003.

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El príncipe de las extravagancias

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Michael Jackson, el llamado “rey del pop”, es un ídolo arrollado por la fama.  Cuánto daría él en su mundo erróneo, y aclamado por multitudes de fanáticos, por tener un minuto de felicidad. Su mala estrella no le permite gozar de un instante de sosiego. En medio de sus millones de dólares, compadezco al pobre Jackson y no deseo estar metido en su piel. Tal vez el signo más distintivo de su desequilibrio mental resida en el cambio de piel y en la rectificación de la nariz y la barbilla que se hizo practicar hace varios años, para pasar de negro a blanco y adquirir otra imagen.

Con dicha metamorfosis tuvo una negación de sí mismo y un desprecio de su propia figura. Esta duda patológica sobre su identidad se manifiesta en su personalidad desubicada que lo lleva a sentirse a veces hombre y a veces mujer. Su mente vive en conflicto y no logra captar la realidad. Su mundo es fantasioso y lleno de telarañas. De niño, su padre lo golpeaba para que aprendiera las clases de coreografía y cantara mejor. La violencia paterna lo apegó al afecto de la madre, y este complejo lo mantiene todavía en el mundo de la niñez, a sus 44 años de vida. Es posible que de ahí no salga nunca. Si fuera sólo niño, lo envidiaría. Pero es un niño traumatizado. ¡Pobre Jackson!

Una prueba de su anormalidad es la atracción que muestra por los niños, la que lo ha llevado a cometer acciones aberrantes, condenadas por las leyes penales de todo el mundo. Parece que él no es consciente de esa conducta y confunde el sentido de la ternura con el abuso sexual. Ha logrado eludir graves denuncias de pederastia gracias al poder del dinero y a su inmensa popularidad, lo que le ha permitido proteger sus inclinaciones malsanas.

Hace diez años afrontó una acusación por el atropello de un menor de edad, pleito del que salió airoso mediante el pago de una suma millonaria. Dicha cifra, según rumores, se sitúa entre quince y cuarenta millones de dólares, con la que anestesió la conciencia de los padres de la víctima. Ahora le aparece otro caso similar, por el que entró con las manos esposadas a una comisaría de Las Vegas, de donde salió una hora después haciendo la señal de la victoria, después de pagar una fianza de tres millones de dólares.

Acto seguido tomó su jet privado y regresó ufano a grabar su última canción: “Otra oportunidad”. Título que se convierte en una ironía, considerando la forma descarada como maneja su comportamiento y se enfrenta a los tribunales. Parece, sin embargo, que esta vez no se librará del rigor de las leyes. Hay quienes sostienen que ha llegado al final de su carrera.

Desde luego, él no lo cree así. Sostiene que es inocente y que todo lo que ha hecho es dormir con niños, pero sin tocarlos. También es de su autoría la siguiente frase: “Si no hubiera más niños en la tierra, si alguien anunciara que todos los niños están muertos, me tiraría desde un balcón”. Hace poco, mostró a su tercer hijo ante una multitud de fanáticos, en un  balcón de Berlín, exponiéndolo a serio peligro en el vacío.

Jackson ha perdido la noción de lo que significa el respeto a los niños y de seguro cree que el abuso sexual es muestra de afecto. Por eso, tampoco respeta la sociedad. Como su mundo y su mente siguen siendo infantiles, instauró en su finca Neverland, con un costo exorbitante, fantásticas diversiones para la niñez, de las que, obvio, él mismo participa. Y tiene a Peter Pan como su ídolo mayor. Aquí es donde coinciden los siquiatras en diagnosticar su falta de identidad, que lo lleva a cometer delitos sexuales sin reparar en ellos, los que luego pretende borrar con dinero. Este monstruo de la sociedad  moderna, como lo es en Colombia el cantante Diomedes Díaz, cifra su imperio en la idolatría de las multitudes que aplauden sus extravagancias y perdonan sus transgresiones morales.

Jackson era uno de los artistas más ricos del mundo. Su patrimonio se calculaba en 750 millones de dólares. Pero su carrera de derroches, junto con las cifras astronómicas que paga por evadir la justicia, lo llevan hoy a la ruina. En las Vegas gastó 10 millones de dólares en perfumes destinados a Elizabeth Taylor, su mejor amiga, y adquirió para él un reloj de dos millones, que nunca pagó.

El mantenimiento de Neverland y la nómina de sus 120 empleados le representan un costo exagerado. Se dice que sus deudas pasan de 200 millones de dólares. Parece que en su mundo agresivo, repugnante y estrafalario, perdió todas las oportunidades para retener unos pocos dólares de felicidad. ¡Pobre Jackson!

El Espectador, 29 de enero de 2004.

Breve recuerdo de Alfredo Iriarte

lunes, 30 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace un año fallecía en Bogotá Alfredo Iriarte. Su muerte sorpresiva produjo conmoción en el mundo de las letras, la academia y el periodismo. Había sobresalido como  escritor original, dueño de estilo incomparable y maestro en el arte de la sátira y la ironía. Su Rosario de perlas, que escribió desde el año 1991 hasta el 2002, era uno de los espacios más leídos de El Tiempo, y en él glosaba, con gracia y erudición, los yerros gramaticales que pescaba en los periódicos. Fue siempre vehemente defensor de la pureza del idioma.

Su obra la conforman más de una docena de libros, entre ellos, Bestiario tropical, Cazuela de narraciones estrambóticas, Crónicas descomedidas, Episodios bogotanos, Espárragos para dos leones, Muertes legendarias. Este último, publicado después de su muerte, recoge los días finales de grandes personajes de nuestra historia y ventila sucesos apasionantes y misteriosos de sus vidas. En 1988, como acto conmemorativo de los 450 años de la fundación de Bogotá, escribió la historia de la ciudad en tres tomos, obra publicada por la Alcaldía con el auspicio de importantes entidades públicas y privadas.

A Alfredo Iriarte lo conocí en Armenia en 1982. Por aquellos días desempeñaba yo el cargo de gerente de un banco. Él, como jefe de relaciones públicas de la Compañía Colombiana de Seguros, había viajado a la capital quindiana en asuntos relacionados con su oficio. Y le pidió al gerente local de la compañía que le presentara a alguien que pudiera decir cosas interesantes, para hacerle un reportaje con destino a la revista Magazín al Día, donde era autor del espacio bautizado como “Sala de citas”. El escogido fui yo.

En sus columnas de prensa, Iriarte movía temas polémicos que creaban opinión pública. Esto era lo que perseguía en Armenia, y me lo advirtió de entrada. Para tal efecto, me invitó a que le contara detalles curiosos, ojalá críticos, que hubiera vivido o presenciado en mis relaciones con personajes salidos de lo común. Al finalizar la tarde, se presentó en mi oficina acompañado del gerente de la compañía, Raúl Mejía Calderón, exalcalde de Armenia, y de un fotógrafo que había contratado para ambientar su Sala de citas ambulante.

Pronto surgieron mis tres personajes, que encajaban en la regla: el médico revolucionario Tulio Bayer, a quien yo había conocido en el Putumayo antes de sus andanzas guerrilleras; el escritor boyacense Eduardo Torres Quintero, hombre genial, y el insigne cronista de Tipacoque y agudo crítico de los problemas nacionales en sus columnas de prensa, Eduardo Caballero Calderón. Una nómina de lujo. Pero faltaba hablar.

El cronista, haciendo gala de su simpatía proverbial, estimulaba mis confesiones con el gracejo oportuno y su personalidad desabrochada. Era el auténtico entrevistador, sencillo, recursivo e inteligente, que no necesitaba de grabadora para captar el nervio de la conversación, sino que dejaba que ésta se desarrollara al natural, sin la tortura del micrófono y de la pose solemne. El arte del reportaje depende más del entrevistador que del entrevistado. Es él quien le pone el condimento a la charla, la matiza y la hace fluir. Así se obtienen revelaciones insospechadas, que de otra manera se ahogarían en el atolladero de los temores y las timideces.

Seguía mis palabras con atención y porte amable, y abría sus ojos de lince cuando hallaba algún episodio singular que valía la pena percibir y rastrear en su exacto significado. Entonces hacía una breve anotación en la libreta de apuntes, con trazos gigantes que llenaban toda la página y que sólo él lograría traducir cuando repasara sus garabatos. Supuse que por medio de este sistema anticuado, en plena era de las comunicaciones, no iba a captar todo lo que yo le expresaba. Sin embargo, su destreza mental le permitía, al retener los puntos sustantivos, desenvolver más tarde el ovillo de la conversación y rescatar deliciosas anécdotas.

Cuando días después leí la revista, quedé sorprendido de la fidelidad con que había interpretado mis relatos. El sólo título del reportaje era un acierto y movía la curiosidad del lector para penetrar en el contenido: Hubo una ocasión en que las vacas sagradas de Manizales dieron leche adulterada. El episodio había ocurrido treinta años atrás, siendo Tulio Bayer secretario de Salud de Caldas. Tulio sabía que la leche que entraba a Manizales, suministrada por personajes de la alta sociedad -considerados intocables-, venía adulterada. Y como nadie hacía nada, lo hizo él: utilizando a estudiantes universitarios, creó puestos de control en todas las entradas a la ciudad y descubrió que el producto estaba mezclado con agua. El escándalo, como es obvio, levantó muchas ampollas, pero la medida fue ejemplarizante.

Alfredo Iriarte, en aquella entrevista memorable en la ciudad de Armenia, hace 21 años, llenó a cabalidad su Sala de citas. Me puso a echar corriente, como se dice en lenguaje popular. Ambos quedamos contentos con el reportaje. Conocí entonces al gran periodista, escritor y académico, que a partir de ese momento ingresó en mi lista de autores selectos.

El Espectador, Bogotá, 4 de diciembre de 2003.

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Las letras boyacenses

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos lugares del país, como el departamento de Boyacá, tienen el privilegio de contar con un escritor de la calidad y el amor terrígeno que posee Vicente Landínez Castro, dedicado desde su juventud a difundir y preservar las tradiciones y los valores de la comarca. En 1979, y en asocio de Javier Ocampo López -otro desvelado impulsor de la cultura regional-, Landínez Castro hizo un recorrido detallado por la literatura regional en la obra El lector boyacense. Edición gigante que tuvo el auspicio de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia y se distribuyó a todos los establecimientos docentes y culturales como guía certera para estudiar el talento de los boyacenses en el campo de las letras.

Hoy, 24 años después, Vicente Landínez Castro, uno de los mayores estilistas boyacenses de todos los tiempos, acomete otra tarea colosal, y de superior aliento, cual es la de actualizar y ampliar aquel inventario del arte, labor que realiza en el libro Síntesis panorámica de la literatura boyacense, patrocinado por la Academia Boyacense de Historia. En cerca de 500 páginas y en formato amplio, el lector hallará todo lo que el departamento ha producido en las lides de la escritura. Los enfoques precisos que hace el ensayista sobre cada persona y cada obra permiten abarcar la dimensión de esta comarca prodigiosa que no ha cesado de hacer cultura desde los tiempos aborígenes.

La tradición viene desde los chibchas, dueños de novedosos sistemas de comunicación, por medio de los que difundieron sus mitos y leyendas valiéndose de expresiones orales (la literatura primitiva). Donde más eco tuvo la literatura chibcha fue en Tunja. Durante los tiempos de la Colonia, esta ciudad, rodeada de barrancos y misterios y coronada de blasones, figuró durante muchos años como la más atractiva de la época, por encima de la capital del país. Era tan intenso el movimiento literario que se vivía entonces, que en 1663 se verificó en Tunja el primer concurso literario de que se tenga noticia en Colombia.

El libro de Landínez Castro escudriña esos secretos y se lanza a los tiempos sucesivos, deteniéndose con reflexión en las épocas de mayor fecundidad literaria y en los nombres más representativos, sin subestimar otras figuras menores, acaso no valoradas antes en su justa medida, todos los cuales forman el inmenso patrimonio que representa para Colombia esta tierra grande de labradores y de gente pensante. Podría deducirse que el frío y los ambientes taciturnos, tan característicos de la tierra boyacense, mueven la mente y el alma al raciocinio y la creación.

Tal vez esto explique los 113.609 versos que constituyen el asombroso poema de don Juan de Castellanos titulado Elegías de varones ilustres de Indias, la obra más voluminosa -inconcebible en nuestros días- de la literatura occidental. Además, en Boyacá brotaron manifestaciones singulares, como la del ex jesuita Hernando Domínguez Camargo, poeta barroco y la máxima figura en América de la escuela gongorina durante el siglo XVII; o la de la madre Francisca Josefa del Castillo, pionera de la literatura ascética colonial y que dejó una obra estremecida por el amor divino; o la de Laura Victoria, que rompió con su poesía erótica, en la primera mitad del siglo XX, las cadenas de la hipocresía y los atavismos sociales y religiosos, liberando a la mujer de la esclavitud ancestral imperante en aquellos días.

Poetas, narradores, ensayistas e historiadores de los viejos y los nuevos tiempos quedan registrados en esta galería de gente ilustre, bajo la óptica diáfana y el criterio justo de quien, como Vicente Landínez Castro, ha sabido tomarle el pulso a su comarca y dignificar ante la historia el oficio de escribir.

El Espectador, Bogotá, 30 de octubre de 2003.

¿Dónde está Virginia?

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Porfirio Barba Jacob nació en Santa Rosa de Osos en 1883, Colombia, hace 122 años, y se fue del mundo sin contarnos qué pasó con Virginia. Por lo menos yo lo ignoro, y quisiera que alguien más enterado me contara el secreto. Pocos saben que el gran cantor de la melancolía y la angustia, antes de ser poeta fue novelista. Virginia, la única novela que escribió en su juventud, desapareció en manos de un alcalde confiscador y nadie volvió a saber de ella.

Era una novela de tipo romántico, basada en sus amores con Silveria Prisco, la hermosa novia campesina que tuvo en Angostura, el pueblecito panelero de Antioquia, durante viaje realizado a la finca de su abuelo. El alcalde, por oscuras razones de moralidad pública, la prohibió con el siguiente decreto que merece enmarcarse en la galería de las vilezas y los atentados contra la libertad de expresión:

“El suscrito alcalde municipal de Angostura, en uso de sus facultades legales y en bien de la moralidad pública, resuelve: Prohíbese al señor don Miguel A. Osorio que preste los originales de una novela llamada “Virginia”, en la que este señor, según informan los que la han leído, cuenta unos amores de una tal Virginia con un tal Maín, ocurridos en los parajes de La Romera y el río San Pablo, y hay allí conversaciones que perjudican la moral pública. El señor Osorio debe entregar esos originales en esta Alcaldía, en el término de 24 horas, y de no hacerlo, pagará una multa de cincuenta pesos ($ 50.oo) convertibles en arresto”.   

Lo poco que se conoce sobre aquel borroso episodio indica que el novelista frustrado (tal vez un genio de la narrativa si no se atraviesa el alcalde estrafalario) la escribió en máquina y la puso a circular entre amigos. Después de la alcaldada, la novela desapareció y nadie volvió a saber de ella.

Por los contornos que ofrece el suceso, protagonizado por una autoridad miope y caricaturesca, podríamos conjeturar que las hojas literarias, calificadas como escandalosas por el funcionario mojigato que ni siquiera las había leído, fueron víctimas de las llamas de nuestra criolla Inquisición, que aún ardían en países retrógrados como el nuestro, por aquellos días víctimas de horrendo fanatismo religioso. Los adjetivos me brotan a borbotones para reprobar aquella acción inicua que privó a la literatura de conocer la naciente sensualidad de quien años después escribiría en Cuba el desgarrado poema Canción de la vida profunda, que lo llevó a la cumbre de la fama.

Alejado del estrecho marco pueblerino donde habían transcurrido su niñez y juventud, y en el que careció de la cercanía y el afecto de sus padres (todo lo cual se reflejaría en sus versos desolados), Barba Jacob se puso a recorrer mundo: Costa Rica, Cuba, Méjico, Guatemala, Nicaragua, Estados Unidos… Apasionado por la lectura, descubrió a Voltaire y Nietzsche como sus autores favoritos y con ellos creció su rebeldía social.

Y se hizo poeta. Nunca más volvió a incursionar en el género de la novela, y nunca olvidaría a la novia lejana, la bella Silveria Prisco, que le alborotó el cuerpo, el alma y el cerebro y luego se esfumó. También él se esfumó de los amores castos.

El poeta quiso retener ese recuerdo en un amor novelado (la Virginia destruida por el alcalde pirómano) que se deslizó por un escenario elemental y puro, como vivo testimonio de sus andanzas románticas por las montañas de su tierra. De paso, en esa ficción real creó a Maín, el novio de Virginia, seudónimo que utilizaría en su vida de escritor (Maín Jiménez), junto con otros que hizo célebres al paso de los días.

La hoguera inquisitorial de Angostura, que devoró las cuartillas iniciales de quien tiempo después sería declarado hijo adoptivo de la población, no logró, sin embargo, destruir las huellas del amor bucólico de Virginia y Maín. Estampa sentimental que se me antoja calcada del amorío pastoril  inmortalizado por Dafnis y Cloe.

Desaparecida la novela, nació la leyenda. Quizá no sepamos nunca si aquellas hojas frágiles fueron en realidad quemadas por el puritanismo parroquial, o si se las comió el comején del tiempo, que viene a ser lo mismo, ni quede fácil averiguar hoy por la suerte de Silveria Prisco.

Sabemos, en cambio, a ciencia cierta, que Virginia y Maín, los novios de ficción y al mismo tiempo de carne y hueso, que por poco llegan a ser novela, se salvaron (así lo atestiguan estas letras escritas un siglo después) de entre el rescoldo crepitante de la historia sepultada por el alcalde de Angostura.

El Espectador, Bogotá, 9 de octubre de 2003.
Revista Manizales, Manizales, No. 728, enero-febrero de 2004.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 8, noviembre de 2005.  Mirador del Suroeste, No. 52, Medellín, septiembre de 2014.