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El lenguaje del fuego

martes, 23 de noviembre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

El hombre primitivo no conocía el fuego, y su hallazgo casual, siglos después, representó el mayor descubrimiento para la humanidad. Los aborígenes lo consideraban un dios y como tal le rendían veneración en sus religiones. Hoy, al ser algo tan corriente, nos hemos olvidado de su importancia. Pero si no existiera, no habría hierro, ni ladrillo, ni vidrio, ni bienestar. Sin él, la actividad industrial y la vida doméstica serían inconcebibles.

De ser el mayor aliado del hombre pasó a ser su mayor enemigo. La violencia lo volvió elemento de castigo y destrucción. Eso mismo ha sucedido con los grandes inventos: la dinamita, descubierta por Alfredo Nobel como una de las herramientas más poderosas del progreso, es en nuestros días una de las fuerzas más arrasadoras de la civilización. Con ella los terroristas vuelan edificios, destruyen poblaciones, fabrican armas mortales, exterminan la vida.

El fuego redujo a escombros a la Roma imperial en el año 64, a Londres en 1666, A Chicago en 1871, a Tokio en 1923. En Colombia, toneladas de lodo salidas de las entrañas del volcán Arenas, retorcidas por las llamas, se precipitaron sobre Armero y acabaron en minutos con 25.000 habitantes. Cúcuta, Popayán, Armenia y otras poblaciones se desmoronaron bajo la arremetida de los terremotos, que son verdaderas lenguas de fuego de los infiernos. El edificio de Avianca se volvió una chimenea gigante que casi no consigue apagarse.

Cuando no es el hecho fortuito, es la intención criminal la que aviva las conflagraciones. La demencia desatada el 9 de abril de 1948 convirtió a Bogotá en una masa de candela que vomitaba odio y ruinas con furia diabólica. Los rescoldos de esa hoguera crepitan todavía en el alma fratricida de muchos colombianos. En 1952, enardecidas al rojo vivo las pasiones políticas, fueron quemadas las instalaciones de El Espectador y El Tiempo, lo mismo que las casas de Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo. El incendio del Palacio de Justicia, con el sacrificio de magistrados y de otras vidas inocentes, ha sido el peor holocausto producido por el instinto asesino.

En los textos sagrados encontramos el fuego como elemento purificador. Lo mismo que limpia las conciencias, acrisola los metales y perfecciona las piedras preciosas. En el Génesis se lee: “Entonces el Señor llovió del cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego”. En el Levítico: “Si la hija de un sacerdote fuere cogida en pecado, deshonrando así el nombre de su padre, será quemada viva”. En el libro de los Números: “Un fuego enviado del Señor abrasó a los doscientos cincuenta hombres que ofrecían el incienso”.

En los siglos bárbaros de la Inquisición, los herejes y los presuntos herejes (que eran la mayoría) terminaban en la hoguera. Entre los años 1300 y 1700 fueron quemadas unas 70.000 mujeres acusadas de brujería, cuando muchas, como Juana de Arco, la doncella de Orleans, o Marie des Vallées, la “santa bruja”, eran mujeres virtuosas. No se trata aquí de fuego santo, sino de fuego perverso.

Viene ahora la catástrofe de las Torres Gemelas de Nueva York, el mayor símbolo del capitalismo norteamericano, dotadas de 110 plantas y 410 metros de altura. Con solo pensar en las 43.600 ventanas instaladas, en los 55.000 empleados que allí trabajaban y en los 150.000 visitantes diarios, nos hallamos en terrenos de lo insólito. Primero se estrelló contra una de las torres un avión que llevaba en sus tanques 8.500 galones de combustible, y diez minutos más tarde otro avión se incrustaba en la segunda torre, produciendo la mayor conflagración en edificio alguno.

El planeta se estremeció en medio del estupor y la incredulidad. Minutos después, los dos gigantes que se creían invulnerables caían abatidos como muñecos de barro. Alguien gritó: “El infierno se ha desatado, ¡sálvese quien pueda!”. El propósito de los terroristas, animados por un fanatismo religioso incomprensible, estaba cumplido: vengar con el fuego el poder y la arrogancia de sus enemigos.

Aparte de lo que significa el hecho monstruoso de destruir la civilización, acto que todo el mundo condena con indignación, cabe preguntarnos si en este caso, siendo el fuego el mayor aliado del hombre para fines benéficos, no es también el mayor flagelo de la vanidad. Los rascacielos son símbolos de la potestad de los hombres y encarnan por lo tanto la desmesura humana, la fatuidad, la soberbia, la ambición.

La mejor representación de este desenfoque de la humanidad está en la Torre de Babel, donde Dios castigó el orgullo de los constructores causando la confusión de las lenguas. Así, fue desalojado el hombre de lo que pensaba iba a ser la subida al cielo.

El Espectador, Bogotá, 20 de diciembre de 2001.

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