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¡Adiós, mi General!

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos días antes de su muerte, el 23 de diciem­bre, lo llamé a su pieza de enfermo del Hospital Mi­litar a desearle feliz Navidad. No era fácil poder ha­blar con él. Dos operaciones seguidas lo mantenían aislado y apenas se le permitían bre­ves visitas de sus familiares.

Mientras la línea tele­fónica hacía el primer contacto con el conmutador del hospital, yo pensaba en las hazañas del ilustre hombre que un día ya lejano había hecho tremo­lar nuestros colores patrios en las cúspides belige­rantes de Corea. Por mi mente desfilaban las conde­coraciones y símbolos de su brillante carrera mili­tar que él mantenía con discreto orgullo en el museo abierto en la intimidad de su hogar.

En ese momento oí el retumbar de la artillería atronando los cielos de la Corea convulsionada por el turbión de la guerra. Allí, en pleno campo de batalla, jadeante e intrépido, como coloso enfada­do, nuestro glorioso Batallón Colombia ganaba posi­ciones con el ardor de un puñado de valientes que bajo el mando del entonces teniente coronel Jaime Polanía Puyo había traspuesto los mares y desafiado el peligro para luchar por la libertad.

A paso de tita­nes este grupo de hombres aguerridos se abrió cam­po por entre brigadas enfurecidas que pretendían sembrar la barbarie en un planeta todavía convaleciente de la última hecatombe mundial. La mayor nostalgia del soldado es, sin duda, la ausencia de su patria y de su hogar. Recuerdo que alguna vez me contaba Jaime Polanía Puyo las penalidades que se viven al pie del cañón de guerra, lejos de lo que más se ama.

Y este 23 de diciembre, mientras el hilo telefó­nico buscaba contacto con el héroe de Corea, ahora reducido al duro lecho del hospital —¡él, que había sido todo vigor!—, pensaba yo en lo efí­mero de la gloria. Trabajo me costaba admitir que este hombre templado en los rigores del campo de batalla y que había clavado en lo más alto de la cumbre la bandera del heroísmo, tuviera que acep­tar su propia inexorable decadencia ante el asedio de la tenaz enfermedad.

Un pariente suyo me había advertido que era difícil hablar con él. La buena suerte me per­mitió, sin embargo, que le expresara de viva voz el saludo navideño. Algo me decía que era el adiós definitivo. Supe que sus compañeros de armas lo habían visitado y, como en sus tiempos de comba­tientes, habían hermanado sus emociones y rememorado las gestas de sus días glo­riosos. El soldado muere reposado cuando puede acu­mular al final de la jornada los recuerdos fortifi­cantes de la misión bien cumplida.

Viajero de los caminos del mundo, un día se estableció en Armenia. Había concluido su eximia carrera militar que le hizo ganar los más altos ho­nores no solo de su patria sino de otras naciones. El presidente Truman le otorgó la Estrella de Pla­ta, por «extraordinario heroísmo», y la Legión del Mérito, en grado de Legionario, las dos distin­ciones más altas que otorgan los Estados Unidos a oficiales extranjeros. A su regreso de Corea pasó a comandar importantes guarniciones del país y fue gobernador del Valle en el final del régimen militar.

Condecoraciones, documentos y un acervo de libros, cartas y fotografías con personalidades del mundo los guarda hoy celosamente su familia y fueron mantenidos por él con entrañable afecto, y nunca con vanidad, de no ser el sano orgullo de haber sido el hombre que les dio lustre a su patria y a los suyos. Amante de las disciplinas humanísti­cas, era asiduo lector de historia y él mismo escribió importantes trabajos sobre la materia.

En el Quindío, tierra de cafetales y de ensoña­ciones, se volvió soñador. Labró la tierra y apelma­zó su sensibilidad en estos predios de la exuberan­cia. El héroe busca siempre el reposo del atardecer. Por eso, cambiado el fusil por la herramienta de trabajo, rastrilló las entrañas de la tierra y dis­trajo sus horas entre crepúsculos y arrobamientos.

Persona sencilla, dadivoso y envuel­to en radiante campechanía que le abrió el aprecio de estas gentes que rechazan los modales afectados, discurrió con naturalidad por entre sur­cos y minerías, siempre con el gracejo en los labios y el ánimo abierto a la camaradería.

Le dio por volverse minero. Y como minero que se respete, nunca hizo capital. Pero al lado de la minería montó su mundo de anchas vivencias, aca­so irreal, pero siempre eufórico. Los estudios que levantó sobre yacimientos de la zona de Salento, que algún día serán realidad, constituyen valiosos puntales que deben ser aprovechados para explotar esta riqueza.

A Jaime Polanía Puyo se le recuerda rodeado de funcionarios del Gobierno, a cuyas puer­tas vivía tocando para despertar el interés oficial, de misiones extranjeras, de mapas, de gruesos volú­menes en varias lenguas y de misteriosas pedrerías que, junto a sus blasones, constituían su razón de ser.

Espíritu inquieto, nunca se conformó con la improductividad. Al abrigo de sus ilusiones, ilusio­nes de hombre visionario y tenaz, recorría el país con inusitada obstinación —¡la quijotesca terque­dad del minero!— y estaba pronto para opinar y aconsejar siempre que sabía de la aparición de un nuevo filón. Era invitado principal en toda reunión o congreso sobre minería.

Nunca se dejó vencer por los incrédulos. Y mu­rió en su ley, batallando al pie de las minas y aca­riciando sus glorias pretéritas. Su casa es hoy un baluarte de grandezas, que guarda con igual auten­ticidad las medallas ganadas en buena lid que los filones de la vigorosa personalidad que lo mantu­vo alerta, en el reposo del guerrero, ante las perspectivas de un horizonte vivificante. Su mejor bla­són, la familia envidiable, se levanta hoy como testimonio elocuente de las andanzas del héroe que supo ser grande para hacer grandes a los suyos.

La Patria, Manizales, 2-II-1976.

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