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El abuso sobre ruedas

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

En un medio como el nuestro, ati­borrado de asfixias y de asperezas, se vive bajo el continuo asedio del atrope­llo. La vida es una carrera alocada con­tra la rudeza. Es un signo de nuestro tiempo, característico de una edad ca­rente de sensatez. Aun las cosas más simples se tornan desabridas y a veces impenetrables por el sinfín de obs­táculos con que chocamos a cada ins­tante gracias a la crueldad –y no de otra manera podría calificarse– del mundo hostil que nos ha tocado en suerte. Se ha perdido el sentido de la lógica y la tolerancia. Todo resulta confuso y enrevesado.

Hablar del abuso es incurrir en un lugar común. La gente se acostumbró a atropellarnos, a ponernos zancadilla, a volver imposible la faena diaria. Y al hablar de la «gente» estamos todos in­cluidos, porque pertenecemos, querámoslo o no, a la generación del absur­do que nos ha atropellado irremedia­blemente.

Veamos, en serie, unas pocas torceduras que le pueden ocurrir al ciuda­dano común, como el autor de esta no­ta, y también a cualquier otro ciudada­no. Los desatinos de la humanidad no distinguen, para que el mundo sea más igualitario, clases sociales, ni rangos, ni privilegios, y es la fórmula más risueña para sentirnos hermanados contra la desprotección y la torpeza.

Por los caminos del turismo abun­dan los obstáculos como si se estuviera transitando por campos de batalla. El agente de aduana, desaforado en persecución de contrabandos imposibles, re­volcará el modesto equi­paje hasta convencerse de que las pobres mudas escondidas en lo más íntimo de la maleta no constituye ninguna infrac­ción. Habrá que pasarle, a regañadien­tes para él que espera mayor generosi­dad, cualquier devaluado billete para que no continúe echando a pique el resto del equipaje y de paso irritando más aún nuestra sensibilidad.

Qué inú­tiles y tontas resultan estas requisas que no tienen otro objeto que torturar la paciencia para extraer unos dividen­dos.

Más adelante aparecerá el guarda de rentas indagando por la botella sin estampillar, como si los cargamentos in­fractores se transportaran en frágiles vehículos. Al poco trecho irrumpirá la brigada de circulación escudriñando el pase que siempre mantenemos ac­tualizado, y dudando de la tarjeta de propiedad que hemos conseguido con el sudor de la frente, y pidiendo prue­bas sobre el extintor que no hemos destapado aún, y amenazando con la multa por no portar el inventario rigu­roso de la herramienta de emergencia, y asustándonos porque una farola va desportillada…

¡Vaya suplicio más inaudito el que nos propinan estos re­presentantes de la autoridad tan celo­sos para martirizarnos la vida como fá­ciles para encubrir los auténticos deli­tos de las carreteras!

A la llegada a Cajamarca, cuando aún nos quedan fuerzas para subir las curvas de La Línea, nos encon­tramos con una aglomeración impre­sionante de vehículos que no avanzaba ni para adelante ni para atrás. Es una trabazón de los mil demonios y suponemos, por lógica, que algo grave ha acaecido. Cuando logramos escapar, nos hallamos ante la sorpresa de que es un desfile de reinas el que se ha  apoderado de la calle principal. No hay siquiera derecho a contemplar el soberano despliegue y nos resignamos a maldecir en silencio la tranquilidad de las autoridades que así abusan de nuestro sufrido confort por la «calle real» de Colombia.

¿Para qué seguir enumerando los su­frimientos que hay que soportar por los caminos de la patria? Son apenas unas muestras de la intemperancia, de la indolencia, del mal trato que se en­cuentran, aquí y más allá, siempre que pretendemos echar una cana al aire. Pero es preciso no perder, para consue­lo de tontos, el sentido del humor, y ojalá sea esto lo que más defendamos.

La Patria, Manizales, 30-X-1975.

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