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El final del siglo

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Tras el receso navideño irrumpe de nuevo en los claustros estudiantiles la algarabía de una población que se alista a encarar el porvenir. Es una generación en masa que camina a otear el horizonte. Pendientes de ella están los ojos del mundo, tratando de adivinar la suerte de días imprecisos que se ciernen en el futuro. Esta legión de jóvenes es la incógnita del destino. Y surge, detrás de cada una de estas juventudes presurosas, el interrogante que tenemos que for­mular a los nuevos tiempos so­bre lo que nos depara el final del siglo.

Estas juventudes modernas, tan liberadas de complejos, tan independientes y enigmáticas, se han adueñado, querámoslo o no, de la época. Y son ellas las que descorren el telón para mostrarnos la nueva etapa que se abre con el comienzo del último cuarto del siglo, trayecto sometido a grandes ajustes y graves crisis, como que durante él quedarán desunidas dos generaciones antagónicas en el estilo y en el espíritu.

Quienes poco a poco per­tenecemos menos a los nuevos tiempos presenciamos con asombro —que también puede ser desencanto— este choque de generaciones que apenas se encontraron para divorciarse, y tenemos que hacer un alto en el camino para convencernos de que el futuro es cada vez más borroso.

El siglo veinte ha tenido grandes descubrimientos y avances científicos. Será posiblemente la era más dinámica y febril de todos los tiempos. Pero también la más enrevesada y la menos comprensible. Nada, quizá, le quede faltando a la humanidad después de haber jugado con bombas atómicas e incursionado por los espacios interplanetarios, de haberse saturado de ciencia y haberse embrutecido con los barbitúricos y con toda clase de vicios. Probado todo, es posible que, cansada y aturdida, porque na­da la llenó, tome el camino del regreso en busca de los moldes tradicionales que tontamente pretendió reformar.

Está previsto que el mundo, tras recorrer todos los senderos de la ciencia, de la experimentación, de la incon­formidad, del absurdo, volverá a sus cauces primitivos. El hombre terminará cansado de tanto ensayo y tanta agitación, y desandará sus aventuras.

Pero antes de que esto suce­da, deberá agotarse por inercia el trecho de la máxima frivoli­dad que los sociólogos tienen calculada para el periodo de veinticinco años que se inicia. No andan equivocados los vi­dentes del mundo cuando, desde muchos años atrás, pronosticaron esta era de la superficialidad.

En medio de este universo tambaleante, acosado por inmensos vacíos morales y ase­diado por la inminencia de guerras y conflictos de todo orden, la clamorosa juventud que regresa a los centros docentes a preparar el futuro, tendrá que tomar en breve las riendas del mando y demostrar que es capaz, como lo pregona y como lo reta, de manejar el destino.

Al preguntarle un adulto a un muchacho de la nueva generación quién era su padre, como una manera muy común de referencia, este repuso con enfado que no quería que se le relacionara por tal aspecto, pues el signo de la época consistía en la absoluta indivi­dualidad. Es la actitud de la juventud iconoclasta que está rompiendo no ya los mitos y las tradiciones, sino las ligaduras de la sangre. ¡Pobre juventud que sin darse cuenta se está destruyendo a sí mis­ma!

El muchacho de nuestros días quiere ser libre, irrazona­blemente libre, y es, en efecto, antojadizo de aventuras y de pueriles desdoblamientos. Con­funde la liber­tad con la holgazanería. Pre­tende la autenticidad, una absurda autenticidad, viajando por paraísos artificiales que pronto se derrumban como sus propios sueños sicodélicos. Es rebelde contra la dependen­cia familiar porque desea el mundo abierto y sin limi­taciones, donde él sea el rey.

Falso profeta de los tiempos, piensa que con una melena dudosa y unas barbas insurgen­tes —¡y nada más!— es el depositario de la verdad. Esclavo de las formas exter­nas, cambia de indumentaria y de itinerario cada vez que sea preciso armonizar con la extravagancia, y se lanza a la conquista del universo con la mente estéril y el carácter endeble.

Nunca el mundo había conocido tal grado de desajuste emocional. Las anomalías sicológicas son la preocupación del momento, pero habrán de ser la perturbación dramática del mañana si el hombre no se recoge en sí mismo y le pone hondura a la vida.

El Espectador, Bogotá, 24-II-1976.

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