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La impiedad de Franco

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El mundo se conmovió de espanto y de asombro ante las balas que terminaron con la vida de los cinco guerrilleros españoles ajusticiados por conspirar contra la seguridad pública. Una ola de protesta vibra por todos los ámbitos ante lo que se califica como un acto despiadado. En pocas oportunidades se ha manifestado una reacción tan univer­sal de solidaridad en el grito de clemencia con que se pretendió impedir estas ejecuciones.

El generalísmo, todopoderoso para decidir la suerte de los incriminados, no escuchó el clamor del mundo y permitió, inalterable, que cayera sobre las víctimas el más atroz de los castigos. Han sido cinco muertes lentas, calculadas, y por eso mismo crueles, donde dejó volcarse todo el peso de la ley del talión, el más absurdo procedi­miento represivo de los hombres, que castiga ojo por ojo y diente por diente, con olvido de los más elementales miramientos humanos.

El derecho a la vida continuará siendo, aun en los más oscuros trances, la primera prerrogativa del hombre, y lo último que debe perderse. Disponer de la vida es el acto más temerario y debe ser el pro­ceder más receloso. Aun ante crímenes execrables la conciencia se compunge y el pulso tiembla para cortar una vida.

De nada valió que una voz tan respetable como la del Papa se hubiera interpuesto para suplicar perdón e impetrar un minuto más de espera. Fue la suya una mediación angustiada, tres veces dolorosa, y finalmente desoída en medio del fragor de una orden impenetrable. España, el país que se dice el más católico del orbe, con gobernante cató­lico, tuvo que escuchar sin respuesta la oración del jerarca de la Iglesia de Cristo que pedía piedad en la antesala de la muerte. Su llamado sucumbió ante la impasibilidad del senil conductor que no tuvo mise­ricordia y, en designios que solo él debe entender, si es que pueden ser comprensibles, impartió la or­den de matar.

No faltarán quienes aprueben la medida. Que­dan víctimas fustigadas por estos malhechores pú­blicos que pagaron con la cabeza sus andanzas: se habla de viudas, de huérfanos, de asaltos a bancos y de atentados contra la moral del país. Es un ejemplo de escarmiento y una adverten­cia para que cese la violencia. ¿Pero cesará? De la humareda que han dejado estas ejecuciones se per­cibe un olor amargo que revuela por los cuatro pun­tos cardinales como una afrenta contra la dignidad de la vida. Todo lo que tenga olor a muerte es nefas­to. La vida es digna aun para quienes no la mere­cen, por lo mismo que es inescrutable.

El último sentimiento que desaparece en el hombre es el de la compasión. Este drama transmi­te, como experiencia, una reflexión sobre la pena de muerte. En el mundo se advierte hoy, como epílogo de este duro capítulo de la vida es­pañola, un escozor ante la impiedad.

El Espectador, Bogotá, 2-X-1975.

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Comentarios:

Leí un artículo tuyo que se llama La impiedad de Franco, y como no estoy de acuerdo con tu parecer me permito expresártelo en forma muy sencilla, pero a mi manera, clara y sincera. Cómo es posible que se le diga a una persona que no tiene piedad porque castiga y hace fusilar a quienes verdaderamente no la tienen; no hay manera de corregirlos, pues el máximo castigo para ellos sería la cárcel perpetua (…) Nosotros en Colombia estamos estudiando la posibilidad de implantar la pena de muerte porque nos vemos impotentes ante la impiedad de quienes secuestran niños de 13 años y viejos de más de 70 (…) Si bien es cierto que de la vida humana no puede disponer sino Dios, no es menos cierto que se prive de ella a aquellas personas que se creen con derecho a cercenar la vida de los demás. Yo llegaría a pensar que lo único malo de la pena de muerte es que se pueden cometer errores que no tendrían remedio de subsanar, pero bien vale la pena correr este riesgo con el fin de ver si es posible terminar con la cantidad de atropellos e inseguridad con que vive el mundo entero. Lácides Segovia Morales, Cartagena.

Respuesta. – La pena de muerte, para mi modo de pensar, ofrece un gravísimo riesgo, aparte de la propensión a equivocarse, y es que puede convertirse en medio de venganza, más que de justicia. Habría también que diferenciar los delitos comunes de los “delitos” políticos. Horror me produce pensar que pueda procederse con cabeza fría en estos últimos. Si no existiera peligro de equivocarse, los crímenes execrables merecen la pena de muerte. GPE.

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