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La usura, cáncer social

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Para nadie es secreto que una de las actividades más estimuladas por los problemas económicos es la del pres­tamista particular. Conforme sea más escaso el dinero en sus fuentes norma­les de abastecimiento, que son los bancos, es natural que el agio adquiere mayores proporciones. Esta actividad, teórica­mente condenada por la ley y flagrante a pesar de ella, está haciendo su agosto ante las necesidades cada vez más apremiantes del pueblo.

Es un cáncer protuberante que car­come el bienestar colectivo y ame­naza con cercenar la tran­quilidad de la familia. En el país hace carrera una tendencia en extremo ma­ligna: la de darle categoría, encubrién­dolo y estimulándolo, al usurero. Por lógica, este es más solicitado y se vuel­ve más importante en la medida en que el dinero se limite en los bancos. Hoy el interés de la plata no lo imponen, por desgracia, los bancos. Es el agiotis­ta el que fija las tasas más abusivas.

Grandes capitales se amasan a la sombra, sin ningún esfuerzo ni escrú­pulo, a merced de la penuria ajena. Y, lo que es peor, sin que se ejerzan me­didas para contrarrestar tan monstruo­so atentado. Si la usura está conde­nada por la ley, esto es apenas un sofis­ma, pues no se ven los mecanismos apropiados para atacar este flagelo.

El usurero trabaja en la penumbra protegido por la discreción de su clien­tela. Se dice que quien cae por primera vez en manos de un agiotista está condenado a la muerte civil, si no a la fí­sica. Cada vez se hunde más y más, con­forme acosen las necesidades y se pulvericen las entradas, hasta que llegará el epílogo inevitable: la quiebra, la tragedia, la disolución social. Este en­riquecimiento fácil no solo es uno de los más aberrantes delitos contra la dignidad del hombre, sino que se con­vierte en un descarado latrocinio pú­blico.

Muchas de las quiebras del país, pequeñas y grandes, tienen su causa en el interés usurero. El industrial en tran­ce de quiebra nunca lo cuenta: se desacredita, y más rápido llegaría al fra­caso. El comerciante, que espera recuperarse pronto trasladando el mayor interés a los artículos, se descapitaliza insensiblemente. El empleado común, a quien poco importan las matemáticas, no se fija, hasta que llega el desespero, que en pocos meses habrá pagado en intereses lo recibido en préstamos. Y todos callan. Es la ley del silencio que prescribe la sociedad.

¿No habrá manera de castigar a es­tos pulpos conocidos como agiotistas que viven a expensas del prójimo? ¿Cuándo volverá a ser la banca la re­guladora del dinero? Hoy por hoy las tasas de interés registran, por dentro y por fuera de la banca, con gravísimas repercusiones para la economía del país —la carestía de la vida, una de ellas—, la más caótica anarquía.

Y no tan solo es usurero el que presta dinero caro. También lo es quien re­duce el tamaño del pan; quien esconde las mercancías; quien especula. Lo es el tendero, y el distribuidor mayorista, y el acaparador al detal. Se dice que en la Edad Media un rey hizo prisionero a un opíparo prestamista y para castigar­le sus fechorías ordenó que le sacaran un diente por día. ¿No sería posible extraerles a las sanguijuelas nuestras los dientes y algo más?

La Patria, Manizales, 16-IX-1976.
Revista Bancos y Bancarios, Bogotá, agosto-octubre/1976.

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