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Talleres de la infancia

lunes, 3 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Euclides Jaramillo Arango, el excelente maestro de la literatura que desde el Quindío labora incansablemente su universo literario y que es además uno de los más autorizados folcloristas del país, penetra con devoción, con verdadero empeño amoroso, en el mundo ilímite de la infancia y nos descubre todo un venero de nostalgias y remembranzas en el alma del juguete.

Fabrica, para su propio goce íntimo, que él quiere compartir con los viejos de su generación, y que acaso se convierta en entretenimiento para los jóvenes de hoy, su ya célebre obra Talleres de la infancia que en años pasados fue distribuida por nuestras embajadas en el mundo y que ahora acaba de ser reeditada por los comités cafeteros de Antioquia y el Quindío como homenaje a la Federación Nacional Cafeteros en sus cincuenta año de existencia.

Con un acopio impresionante de datos y particularidades sobre los juegos y juguetes que antaño divertían a la chiquillería, la emocionaban y la hacían gozar del mundo misterioso y encantado, el autor, con el ingenio que lo caracteriza, descu­bre en cada entretención, en cada partícula del juguete, la propia presencia de Dios que se recrea con los retozos de una época descomplicada que ha sido deslucida por la irrupción de tanto invento mecánico y electrónico.

Más gozaba la juventud de hace años con el ratoncito de trapo, el tractor de oruga o la gallina ciega, diversiones trabajadas con la imaginación abierta y con los materiales fabricados por las manos limpias del niño, que con el kilométrico tren que pita desaforado en cada vuelta del camino, y que a los pocos días quedará arrinconado en cualquier sitio por falta de combustible, es decir, de interés pura seguirlo rodando.

Los juguetes modernos, que requieren para ser entendidos de la lectura atenta de instrucciones que por lo general no vienen en castellano, se diferencian de los antiguos en que estos mantenían la emoción, y que acaso por su sencillez resultaban manejables, y en cambio los modernos llegan provistos de enredados y frágiles mecanismos, de mucha vistosidad y poca resistencia, que los vuelven latosos.

Son dos mundos distantes y contradictorios: uno sencillo y elemental, y el otro, fastuoso y fugaz; uno retozón, el otro, aburrido. El niño de hoy, víctima de tiempos agitados donde se juega a la guerra atómica y a la aparición de poderosos aparatos cósmicos, vive sobresaltado y errátil. Aprende, desde los primeros años, a enredarse con pistolas y municiones –así sean de juguete– y al paso del tiempo se sumerge en una atmósfera cargada de venenos sociales.

No lo sorprende el sexo que le descubre el televisor, ni la sangre y atrocidades que chorrean las revista que consigue libremente en cualquier esquina, ni las frivolidades que se usan entre sus compañeros de generación, y que incluso encuentra en sus propios padres.

El niño de antaño, el montañerito que revive con nostalgia Jaramillo Arengo y que pretende que nunca muera, aquel que ignoraba las complicaciones y los vicios del mundo, el que vivía como un ángel de la calle, maestro de su ingenuidad y artífice de travesuras y enredos inocentes, está hoy proscrito por esta sociedad que prefirió fabricar aprisa los juguetes. El modernismo, sembrado de monstruos, porque no ha sido capaz de conservar el alma limpia del juguete, ha dislocado al mundo.

Puede ser hoy más ágil la mente, y acaso más precoz, pero nunca más infantil. El niño actual, desde los primeros saltos por la vida, comienza a tener ficciones de mayor. Lo circunda una sofocante atmósfera de libertades y vicios que eran vedados en las apocas viejas y, a poco de su recorrido, no solo es un autómata entre diversiones peligrosas, sino que se lanza en carreras inverosímiles al mando de la motocicleta o del automóvil que no le niegan sus padres.

Ser capaces de preservar la moral de los tiempos idos para una sociedad infantil que aprende de prisa las costumbres de los mayores y que nace con gérmenes de rebelión, es empeño colosal. La juventud de hoy es iconoclasta por vocación. Le gusta la independencia, independencia absurda que la desubica y la atrofia dentro de sus propios linderos, y que más tarde termina desadaptada dentro del medio ambiente.

El libro de Euclides Jaramillo Arengo, como él lo dice, es «un deseo de regreso, de anhelo de volver a una época de bondad, de mansedumbre, de sana lucha por el subsistir». Los juegos que él compartió en sus días de muchacho y le dejaron impresionada el alma, forman esta extraordinaria antología donde se confunde el ingenio del autor con la sencillez de aquella época sana.

La humanidad se nos volvió mecanizada y cambió, de un momento a otro, la dulce muñeca de trapo por la reina sofisticada. Prefirió la metralleta de balas interminables a los maderos de San Juan.

Es preciso, de cuando en vez, regresar a los talleres de la infancia, si no a los propios, a los que nos recuerdan los mayores, y entresacar del pasado los soplos de inteligencia, deleite y amor que pretende robarnos –y ojalá fuera mentira– un mundo precipitado y loco que se olvidó de armar juegos de niños.

El Espectador, Bogotá, 3-VIII-1977.

 

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