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La incredulidad nacional

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando a una sociedad como la colombiana comienza a faltarle la fe, algo  grave está ocurriendo. El ciudadano raso, que solo desea trabajar en paz, mira con angustia el futuro que cada día se presenta más incierto, agravado por la disolución de los valores morales.

Los políticos, enfrentados en una guerra encarnizada donde la única meta pareciera ser la de satisfacer apetitos inllenables, tienen atónito al pueblo con sus arengas arrebatadas que se caracterizan por el general intercambio de ofensas e inútiles palabrerías. El lenguaje elevado, con contadas excepciones, ya no se usa en la plaza pública.

En otros tiempos los caudillos esgrimían con vehemencia las causas comunes y no se enredaban con personalismos. Por encima estaba la salud de la República. Hoy el político agraviado, o simplemente aludido, contesta con dos piedras en la mano y gasta la mitad de su campaña, para no decir que la campaña entera, en refutar acusaciones y devolver ultrajes.

Se ha descendido al terreno del insulto y del desafío cuerpo a cuerpo, como si en lugar de una contienda democrática animada por nobles ideales se tratara de una riña de gallos.

¿Y los programas? ¿Y las soluciones para tanto malestar social? El pueblo, deprimido por alarmante crisis de los dos apremios más importantes del hombre –la moral y el estómago–, mira con desasosiego el paso inclemente de los días y, en cambio de esperanzas, solo ve nubarrones. El país camina hacia abismos insondables. Todo se agrieta cada día más. La fe falla, y cuando eso ocurre, se aproxima el caos.

Colombia no cree. El pueblo solo entiende sus propias dolencias. El hambre, el desempleo, el empleo a medias, la voracidad fiscal, la angustia por la canasta familiar que no se resiste, carcomen la resistencia del colombiano y le causan desesperanza. Mientras tanto, los burócratas trituran el presupuesto, y los mafiosos descuartizan a Colombia. Grandes negociados se ejecutan a la luz del día, y quedan impunes.

Un día es Gabriela Zuleta, representante a la Cámara, la que desaparece del panorama con la cárcel decretada. La gente ya no habla de Gabriela Zuleta, lo mismo que se olvidó de un contralor de la República que permanece oculto, con un expediente a sus espaldas, en un país vecino. No hay tiempo de detenerse en tanto capítulo de la delincuencia colombiana. Se matan policías y se plagian hacendados e industriales. Todo queda cobijado por el olvido y la incapacidad para imponer justicia.

Un periodista valeroso destapa la olla podrida de las cámaras legislativas. No solo son ausencias cotidianas y falta de quórum, de voluntad y de capacidad para dictar normas en provecho de las clases necesitadas, sino el reparto escalofriante de la botija presupuestal. Todos los días salen a la luz contratos oscuros con los usufructuarios de la incontinencia.

El presidente de la Cámara es demandado penalmente y los jueces se preparan para un proceso espinoso. Mientras esto ocurre, la prensa  informa sobre los cargamentos de marihuana, sobre los contrabandos del café o de la sal –¡la sal está podrida!–, sobre los asaltos a bancos y las muertes de los secuestrados.

El pueblo no cree en el juicio contra el presidente de la Cámara. Llegará la política y todo lo disfrazará. Se acuerda de Gabriela Zuleta y del  contralor fugitivo, como ella, de las garras de la justicia. ¿Cuántos inocentes, en cambio, se pudren en las cárceles?

¿Hacia dónde vamos? ¿Quién podrá salvar al país? Los candidatos están trenzados en reyertas personales mientras la patria agoniza. Se ofrecen reformas y contrarreformas para que los pobres tengan una vida más decorosa; para que los ricos paguen impuestos justos; para que la tierra sea para los campesinos; para abaratar la vida, para combatir a los demagogos, los explotadores y los delincuentes.

Pero el pueblo no cree. Se ha llegado a tal estado de escepticismo, de desconfianza en los dirigentes, de apatía electoral, de crisis de todos los valores, que se trata, sin duda, del gran reto de estos tiempos. Las promesas están desacreditadas. La gente solo entiende hechos reales. Solo creerá en la justicia cuando vea en la cárcel a los peces gordos.

La patria está agonizando, señores políticos. La República se disuelve entre corrupciones, hambres, politiquerías e impuni­dades. Cuando falla la fe, se acerca la negra noche. Caer en las fauces del lobo es monstruoso para este país que repudia el salvajismo. ¡Salven ustedes la patria, señores políticos!, hay que clamar como Bolívar en estos dramáticos momentos.

El Espectador, Bogotá, 2-XI-1977.

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