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Los motivos de la ira

sábado, 8 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Desvanecido el halago navideño, irrumpe el mes de enero con sus grises realidades. Lo que diciembre tiene de engañoso, enero lo tiene de franco. Las luces decembrinas desdibujan la vida porque la vuelven fosforescente. Como diciembre es el mes de la alegría, una alegría triste, los presupuestos termi­nan desbordados entre jugueterías inalcanzables, regalos correspondidos y exageradas efusiones. Si hay exce­sos, estos no se aprecian muy bien en medio de los abrazos, los cumplidos y las falsas alianzas con el pícaro mundo explotador.

En enero la vida se ve sin ilusiones. Se hacen a un lado los restos de la fiesta y se acude al compadre en busca de auxilio para pagar los platos rotos. Fórmula que por lo general fracasa, porque el compadre ha llegado prime­ro con iguales urgencias.

A poco caminar por el nuevo año, los colegios dan la primera dentellada. Hay que conseguir a como dé lugar el valor de las matrículas para formar hijos de bien, esta vez elevadas, como siempre, más allá de lo permitido y de lo soportable. Pero los hijos no pueden quedarse rezagados en esta era tan exigente y tan peligrosa, así que no importa que la úlcera siga sangrando con tal de sacarlos adelante.

Quizá el usurero, que es tan sensible para medir las desgracias ajenas, termine facilitando los medios para que los muchachos no se frustren por nuestra culpa.

Comprados en puja los textos y demás exigencias escolares, desde luego con cambio de uniformes, zapatos y equipos deportivos, porque los anteriores quedan descon­tinuados por el colegio reformador y ultramodernista, el Gobierno expide la tradicional norma de todos los años poniéndole coto al abuso de los colegios y las librerías. El engañado padre de familia, ya al borde de la impoten­cia, exclamará como en la Pasión: «Todo esta consumado». Bastante diéramos porque todo hubiera conclui­do. Es una pasión que se prolonga por todo el año y por todos los años de los años.

Comienza el juego de los colores, o sea, el suplicio de declarar renta. Pero, en fin, hay que hacerlo, cueste lo que cueste. Los formularios son multicolo­res, para todos los gustos y todas las capas sociales: los hay amarillos, rosados, verdes, azules…

Con toda esa gama de luces, la suerte del pobre contribuyente es negra. Acomodar las cifras en formu­larios tan endiablados, con ojos mirando por todas partes como Argos desde su tribuna implacable, da susto. Primero hay que leer muchas veces una cartilla que cambia todos los años y que nunca se entiende.

Para nadie es comprensible tener que pagar impues­tos cuando el dinero no alcanza para vivir. Y como no hay manera de esconder los sufridos pesos ganados en el trabajo honrado, a diferencia de quienes pueden evadirse impunemente con sus arcas llenas, viene la proeza de buscar los renglones del formulario. Resulta, después de todo, un curioso juego de equilibrio este de pasar por trampas ocultas, empujar guarismos de un lugar a otro, arrastrarlos página y media y llegar, sin remedio, a la cueva de la tortura.

Después de avanzar y retroceder muchas veces, la víctima termina entregándose. Es mejor no arriesgar­se en materia tan delicada. Los edificios, los parques, los pasajes están llenos de asesores tributarios. Parecen un ejército enemigo. Por unos honorarios tasados de afán, el perito penetrará al laberinto del formulario, y luego de quedarse con la plata del mercado, nos entrega a las garras fiscalistas. La ira santa explotará más tarde, cuando sepamos que la retención para impuestos era ridícula frente a la cuota liquidada por la computadora oficial, que no se equivoca, o contra la cual es temerario luchar.

Y así, de salto en salto, de ira en ira, estaremos otra vez en diciembre, mes de la fantasía y el engaño, antes de iniciar en enero el solemne vía crucis de los colegios y las universidades, los formularios multicolores, los sofocos y las lamentaciones.

El Espectador, Bogotá, 30-I-1980.

 

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