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Caín

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Acabo de ver, en su día inaugural, la versión cinematográfica de la novela Caín, de Eduardo Caballero Calderón. El eterno drama de la humanidad adquiere en la pluma del creador de Tipacoque la intensidad necesaria para presentar como nuestro este personaje bíblico que engendró el odio universal.

El primer homicida de la historia, que anda agazapado en la conciencia del hombre como ins­trumento del mal, se pone esta vez ropaje colombiano para proclamar que somos país de cafres incapaz de rechazar la mala levadura. Y nada más indicado, como lo hace el nove­lista, que mover sus personajes en el marco de las montañas, con una rica hacienda de por medio, escenario que tipifica nuestra manera de ser cam­pesinos y también bárbaros.

Colombia, al igual que el teatro de la Biblia, nace en regiones agrestes y se puebla de pastores y labradores, seres sim­ples e ingenuos pero movidos por las pasiones ancestrales que el hombre hizo germinar en el paraíso terrenal. A veces le da a uno por pensar si la discordia entre los dos primeros hermanos de la historia, de haberse ellos conciliado, y sobre todo de haberse reprimido el zarpazo mortal de Caín, habría hecho más buena o menos tolerante a la humanidad. Fue de aquella escena de donde partió la sentencia de ¡malditos de la tierra!, castigo que no logramos quitarnos de encima por más Abeles que se impongan sobre los malvados.

Colombia, tierra fértil para los Caínes y subestimada para la labranza, parece un horizonte siniestro. Ayer la violencia campe­sina, hoy la violencia urbana. Ayer el cuchillo, hoy la metralleta. Ayer las cuadrillas salvajes por los campos, hoy las bandas motorizadas por las ciudades, que matan ministros y se sacian con la sangre inocente de Gloria Lara. Y el campo, como telón de fondo. ¿Por qué ex­traña coincidencia llevan el ministro sacrificado y la dama vilipendiada el mismo apelli­do? ¿Acaso no simbolizan, con sus vidas dignas y puestas al servicio de nobles causas, al mismo Abel de los tiempos modernos que lucha por combatir la maldad y es sacrificado por cándido e impotente?

El paraíso terrenal ha cambiado de ambiente. Los vicios de la sociedad moderna son dife­rentes, pero significan las mismas monstruosidades de todos los tiempos. El salvajismo imperante en montes y ciudades, con la prolife­ración de la droga y el imperio de las balas, mantiene no sólo desviada la conciencia colectiva sino que se ha entronizado como una manera de ser. Un talante colombiano.

La ley del cuchillo, la mayor fero­cidad del hombre, se ha refinado con las sofisticadas armas de la época que dejan en un segundo regueros de cadáveres. ¡Caín, pro­tagonista inmortal! Es el actor más vivo de la historia, al que le rendimos tributo todos los días.

Caballero Calderón ha profundi­zado, desde las laderas pensativas de su Tipacoque de campesinos buenos, la otra vertiente del hombre depra­vado. Su Caín, trotamundos de calles y veredas que lleva como estigma el germen inextinguible de la depravación, es la bestia apocalípti­ca, revestida a la colombiana, que arrasa las entrañas de la patria.

Impuestos excesivos, carestías agobiantes, abusos de políticos y go­bernantes, asaltode los bienes públicos y escamoteo casti­gado a medias de los ahorros priva­dos, o sea, en síntesis, las ventajas sociales que empujan al hombre contra su mismo hermano, ¿no en­carnan acaso la eterna y nunca apren­dida historia de este Caín redivivo que hace más fulgurante la pantalla de nuestro cine nacional?

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Con esta película enmarcada en bellos paisajes boyacenses que nada tienen que envidiarle a la mejor fotografía actual, Gustavo Nieto Roa avanza con seguridad, y cada vez con mayor dominio de la cámara, sobre las exigencias de su arte. El país da pasos grandes hacia las metas del buen cine. Por lo pronto, hay que felicitar el esfuerzo gigantesco y cada vez más superado de este hombre perseverante que cree en las posibilidades de Colombia.

El Espectador, Bogotá, 1-VIII-1984.  

 

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