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La primera dama

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Ser la esposa del señor Presidente no es papel de fácil ejecución. El pueblo exige de ella sensibilidad social y está pendiente de sus actuaciones, casi siempre exaltándola, como ocurre por lo general, aunque también criti­cándola cuando no la ve más actuante.

Digamos que la primera dama es el rostro amable de la Presidencia. Es resorte de sutil articulación. Ella logra, con sus virtudes y su femi­nismo, salvar o por lo menos suavizar los malos pasos de su marido. Y no hay duda de que también gobierna, sin tener funciones específicas. Si las tuviera, tal vez el resultado sería menos exitoso. En pocas posiciones como en ésta hay que poner tanto carácter y estilo perso­nal.

Ahora que termina el nuevo período presidencial y la opinión pública se ocupa del Presidente, por lo general enjuiciando muchos de sus actos y quejándose de lo que pudo hacerse y no se hizo, es cuando sobresale con mayor fulgor, en este duro balance de los éxitos y los fracasos, el ángulo afable del poder.

No dejemos ir a doña Nydia Quintero de Turbay sin decirle que ha hecho buen gobier­no. No se conformó con ser la mujer graciosa, cordial y descomplicada que podría haberse quedado repartiendo sonrisas y llenando con su presencia las fiestas palaciegas, sino que se fue por todos los lugares del país consolando a los humildes y disminuyéndoles el rigor de sus infortunios.

La recordamos llevándoles consuelo y auxilios a los afectados por los dos terremotos que sacudie­ron a Colombia y tanta angustia causaron. En esa ocasión movió todo un establecimiento para llegar a regiones apartadas y menesterosas con las soluciones que la hora reque­ría, y no contenta con haber auscul­tado los males, puso en marcha, al oído del alto poder gubernamental, eficaces soluciones. Su nombre suena hoy en aquellas lati­tudes como el bálsamo de la espe­ranza.

Esta madre de los gamines le dio otra dimensión a la rapacería. Se hizo su amiga y consejera. Les levantó refugios y los curó del desamparo. Les enseñó a ser alegres y les inculcó lecciones de bien.

Los rapazuelos de nuestras ciudades, un producto de la sociedad a los que por lo general no se les comprende y sí se les condena, sintieron calor humano y quisieron cambiar de rumbo. Pero siendo el problema de tanta profun­didad, esto no se conseguirá de un momento a otro. Primero hay que cambiar las estructuras sociales. Doña Nydia entendió que una manera de intentarlo sería mostrándoles afecto y creándoles obras de dis­tracción y formación.

Es reconocida y admirada su pru­dencia para no interferir el fuero presidencial y sobre todo para limar ciertas asperezas conyugales. Cuando el país se dio cuenta de que ella cada vez asistía menos a los actos oficiales, y co­menzaron a circular rumores y sos­pechas, la primera dama guardó discreto silencio y adoptó elegante postura.

Con su fina capacidad diplomática dis­minuyó tensiones y consejas, y además se mantuvo digna y serena en su papel de primera dama, que lo mismo puede prestarse para el ser­vicio social, para el escándalo y para el abuso del poder.

Seríamos injustos si no reconocié­ramos que parte fundamental del gobierno que finaliza, en lo que él tiene también de bueno, se le debe a esta dama cordial, prudente y tra­bajadora que supo llevar a feliz término su difícil misión. Hizo obra social, y ella queda registrada con gruesos caracteres en la historia contemporánea. Ser dama pre­sidencial exige tacto, cordura, comprensión, tolerancia, y además fortaleza en su caso particular. Y doña Nydia pasó bien la prueba.

El Espectador, Bogotá, 15-VII-1982.

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