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El encuentro del alma

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las principales explica­ciones para entender los tiempos duros y superficiales en que hoy se debate la humanidad consiste en afirmar que al hombre contempo­ráneo se le refundió el alma. La dejó enfriar y se le evaporó. ¿Pero es que el mundo puede acaso vivir sin alma, o sea, sin sentimientos, sin entonación espiritual, sin amor? No, no es po­sible prescindir de la parte sensible por representar el mayor atributo de la naturaleza humana, y cuando esto ocurre, el individuo deja de ser hombre para convertirse en simple materia.

Nuestra época de guerras y con­flictos, donde parece que estu­viéramos a punto de explotar en medio de la ferocidad de las armas nucleares, dibuja el drama de estos tiempos que dejaron perder el alma. La dejaron perder y no se muestran dispuestos a rescatarla.

Podemos distinguir va­rios de los signos característicos del momento: crueldad, odio, explota­ción, ansias de dinero y poder, droga, sexo, salvajismo… El peor materia­lismo de la historia se ha adueñado de esta época desastrosa que pretende buscar la felicidad nadando entre frivolidades e insensateces y que se olvida de los valores morales como la única tabla posible de salvación.

El hombre moderno es un vagabundo de las noches eternas de la infelicidad y el desamparo. Vaga aterido y desolado a merced de su miseria. No quiere aprender la lección de que el individuo, para vivir contento, debe llenar el alma. Lle­narla de calor, bríos, alicientes, ternura, comprensión. El alma es también futuro. Es dimensión de todas las bondades humanas. Es sentimientos y poesía. ¿Por qué deformarla bajo el acicate de las bajas pasiones? ¿Por qué en­señarla a ser torpe si su contextura es noble? ¿Por qué inyectarle rencor si es tan fácil que vibre con amor?

Cuando el planeta era agreste, el alma colectiva de la humanidad se conservó elemental y sencilla. To­davía se ignoraban las desviaciones de la conciencia y sólo se vivía en función de respirar aire puro, recrear el espíritu, convivir con los demás. El hombre primitivo, tan ajeno a la alienación y el conflicto, tenía en la naturaleza su mayor aliado para la felicidad. No conocía la maldad y tampoco sabía de competencias absurdas ni desa­foradas ambiciones.

Pero vino la era mecanizada que poco a poco fue creando un mundo ateo y frívolo. Lo que se ganaba en tecnologías y en novedosos ensayos se perdía en espiritualidad. La con­quista del espacio volvió al hombre aéreo, aunque no elevado de espíritu. Comenzó a fundar ciudades, edificios y rascacielos.

El cemento lo tornó frío. La fábrica lo deshuma­nizó. La ciencia le inoculó arrogancia y le robó naturalidad. Al paso de los días, se operó la más atrofiante metamorfosis: se había permutado el alma por la materia. ¡El individuo estaba vacío!

A Colombia, nuestra pobre patria martirizada, la convertimos en un calvario. Atropellos, secuestros, robos, muertes y toda suerte de ig­nominias, como si viviéramos en un territorio de fieras, han desfigurado la Colombia amable que nos enseñó en otras épocas a ser buenos ciu­dadanos. Hoy no se respetan la vida ni la propiedad ajena. El afán de lucro, de despojo, de figuración personal, es la ley del momento. El lobo de Gubbio anda enfurecido y no hay quien lo detenga.

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Y es porque dejamos perder el alma. La violencia sólo cabe en las cavernas de los desalmados. Nos hemos olvidado de que la única cura posible y el único horizonte válido se encuentran dentro de nosotros mismos. El alma, que es indestructible y es la medicina más poderosa de la hu­manidad, nos salvará de la heca­tombe si somos capaces de encon­trarla en esta hora de tinieblas.

El Espectador, Bogotá, 11-VIII-1986.

 

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