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Guías para el buen gobernante

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El emperador Adriano marcó en la historia de Roma uno de los pe­ríodos más progresistas como re­formador de la administración pú­blica e impulsor del comercio, la in­dustria, la agricultura, las artes y las letras. Las obras públicas ganaron en esplendor y en servicio a la comu­nidad.

Entendió que las contribu­ciones al Estado no deben ser ago­biantes sino racionales. Fue juez imparcial y severo, a la vez que hombre generoso. Su mandato so­bresalió por la pulcritud, la dinámica, la justicia.

Margarita Yourcenar empleó 27 años estudiando esta formidable personalidad. «Me complací —dice— en hacer y deshacer el retrato de un hombre que casi llegó a la sabiduría». Memorias de Adriano es el libro del buen gobernante y por él deberían orientarse todos los mandatarios del mundo. Veamos al vuelo algunas de sus ejemplares enseñanzas:

El ejercicio del poder: «Somos funcionarios del Estado, no Césares. Razón tenía aquella querellante a quien me negué cierto día a escuchar hasta el fin, cuando me gritó que si no tenía tiempo para escucharla, tam­poco lo tenía para reinar».

La burocracia: «Parte de mi vida y de mis viajes ha estado dedicada a elegir los jefes de una burocracia nueva, a adiestrarlos, a hacer coin­cidir lo mejor posible las aptitudes con las funciones, a proporcionar posibilidades de empleo a la clase media de la cual depende el Estado. Veo el peligro de estos ejércitos civiles y puedo resumirlo en una pa­labra: la rutina». (No se trata de cambiar por cambiar, vicio muy a la colombiana llamado clientelismo, sino de capacitar a los ser­vidores públicos para que sean efi­cientes).

Leyes obsoletas: «Tengo que confesar que creo poco en las leyes. Si son demasiado duras, se las transgrede con razón. Si son dema­siado complicadas, el ingenio humano encuentra fácilmente el modo de deslizarse entre las mallas de esa red tan frágil. Toda ley demasiado transgredida es mala: corresponde al legislador abrogarla o cambiarla».

Reforma agraria: «Acabé con el escándalo de las tierras cejadas en barbecho; a partir de ahora, todo campo no cultivado pertenece al agricultor que se encarga de apro­vecharlo».

La ciudad civilizada: «Quería que todas las ciudades fueran espléndi­das, ventiladas, regadas por aguas límpidas, pobladas por seres huma­nos cuyo cuerpo no se viera estro­peado por las marcas de la miseria o la servidumbre, ni por la hinchazón de una riqueza grosera».

Los impuestos opresores: «Me opuse al desastroso sistema de im­puestos que por desgracia se sigue aplicando aquí y allá».

Diferencias sociales: «Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosa­mente ricos o desesperadamente pobres».

Los intermediarios: «Se necesitan las leyes más rigurosas para reducir el número de los intermediarios que pululan en nuestras ciudades: raza obscena y ventruda, murmurando en todas las tabernas, acodada en todos los mostradores, pronta a minar cualquier política que no le propor­cione ganancias inmediatas».

La economía: «Una distribución juiciosa de los graneros del Estado ayuda a contener la escandalosa in­flación de los precios en épocas de carestía».

Oxígeno palaciego: «Mi séquito, reducido a lo indispensable o a lo exquisito, me aislaba poco del resto del mundo; velaba por mantener la libertad de mis movimientos y para que pudiera llegarse fácilmente hasta mí».

Frases memorables: «Demasiados caminos no llevan a ninguna parte». «Nuestro gran error consiste en tratar de obtener de cada hombre en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee». «Tener razón demasiado pronto es lo mismo que equivocarse». «No estoy seguro de que el descu­brimiento del amor sea por fuerza más delicioso que el de la poesía». «Los pueblos han perecido hasta ahora por falta de generosidad».

*

Y… ¡el descanso!: «Busqué pri­mero una simple libertad de vaca­ciones, de momentos libres. Toda vida bien ordenada los tiene, y quien no sabe crearlos no sabe vivir.» (Quien no busca tiempo para des­cansar, no tiene cabeza para go­bernar…)

El Espectador, Bogotá, 22-V-1986.

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