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Iacocca, símbolo de lucha

lunes, 31 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Hoy uno de los libros de mayor actualidad es el titulado Iacocca, autobiografía de un triunfador. Hay quienes aseguran que con él —las memorias de un hombre audaz y de un ejecutivo revolucionario— Lee Iacocca ganaría la presidencia de los Estados Unidos. Pero el empresario dice que no tiene aspiraciones polí­ticas. Se mantiene, mientras tanto, como una de las figuras norteamericanas de mayor popularidad.

Este hijo de inmigrantes italianos que un día se inició como oscuro trabajador en la Ford hasta llegar con el tiempo a la presidencia de la compañía, donde sufrió espec­tacular caída como consecuencia de los celos del viejo Henry Ford, co­noce, como pocos, lo que significa la lucha empresarial como factor para el triunfo. Es conocido como el padre del Mustang, fórmula con que le hizo ganar a la Ford millones de dólares y le conquistó el mayor grado de celebridad en toda su historia.

Detrás del Mustang había un lí­der. Con esa capacidad ejecutiva llegó a dirigir una de las em­presas de mayor potencia mundial, que tiene alrededor de un millón de empleos. Pero las hazañas más no­tables de Iacocca vinieron después de su caída. Henry Ford, viejo arrogante y estrafalario que entre diversiones y caprichos dilapidaba su fortuna y se pavoneaba como dueño y señor de sus dominios olímpicos, decidió que su genio financiero debía ser despedido a cualquier precio. La fama de su director general había crecido demasiado y era preciso aplastarla.

La caída fue sensacional. Todavía hoy, muchos años después, Iacocca siente vivas las heridas que le causó aquel desastre. «Después de mi despido —comenta— fue como si hubiera dejado de existir». Solicitado por la Chrysler, empresa al borde de la quiebra y también de proporciones gigantescas, se resolvió finalmente a dar el gran paso. Era un barco a punto de hundirse, pero él, como mago del sector automovilístico, poseía poderes portentosos para resucitar un muerto.

Y además es­taba herido por su dolorosa expe­riencia. Se puso al frente del timón y comenzó su calvario. La Chrysler no reaccionaba. Toda la atención de los Estados Unidos se dirigía hacia la empresa en bancarrota, cuyo cierre representaría problema de graves consecuencias sociales por los 800.000 trabajadores que entrarían a engrosar la crisis del desempleo.

Iacocca estuvo a punto de desfa­llecer. Llegó el momento en que casi no había dinero para pagar la nómina. El restaurante de confianza se negó a despachar unos emparedados si no se le pagaba por anticipado. La batalla cumbre con­sistía en convencer al Gobierno para que avalara a la empresa. Había que conseguir una inyección de 1.500 millones de dólares. Iacocca se la jugó toda. En contactos directos con los parlamentarios y altos fun­cionarios del Estado, comprendido el propio presidente Reagan, defendió la idea de que no había otra fórmula posible de salvación.

Habló con los banqueros, los distribuidores, los sindicatos. Se comunicó con la opinión pública a través de la tele­visión y los periódicos. Como había que dar el ejemplo contagiante de la austeridad que predicaba, se bajó el sueldo de un millón de dólares anuales a un dólar. Con ese dólar ganó la pelea. Los altos directivos y los trabajadores también se dismi­nuyeron el sueldo. Vino luego la arreme­tida final de esfuerzos y convicciones. Y la empresa se salvó.

Los préstamos avalados se de­volvieron con siete años de antici­pación. Hoy la Chrysler tiene re­conquistada su posición financiera y sigue siendo una de las empresas más poderosas del mundo. Detrás de ella, como en la Ford, había un luchador. El líder mueve montañas. No hay empresa, por difícil que sea, que no camine cuando la impulsa una vo­luntad superior.

A los países les faltan dirigentes para conjurar los fracasos. La po­breza sólo se elimina con trabajo, con resistencia, con convicción. No es necesario situarnos en la Ford o en la Chrysler para concluir que el caso Iacocca es aplicable a cada cual, por pequeño que sea su mundo cotidiano. El desprecio que recibió Iacocca del amo poderoso, y la deslealtad y humillaciones de sus amigos, son comida frecuente en todas partes. Venció por ser fuerte. Si los hombres y los países tuvié­ramos iacoccas, no existiría la de­rrota.

El Espectador, Bogotá, 8-XI-1986.

 

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