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La moda de las reformas

lunes, 31 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

En los inicios del actual Gobierno se ha apoderado de los altos funcionarios la fiebre recurrente de las reformas. ¡Al país hay que reformarlo!, era la consigna banderiza que se escuchaba como motivación fácil para con­quistar el favor de las urnas.

Para hacer más dramáticos los problemas, y sobre todo para acentuar la importancia de los reformadores en vía de asumir el mando, se decía, con el ardor propio de las contiendas electorales, que en Colombia nada funcionaba y por lo tanto era preciso modificar todas las estructuras. Las masas, que por naturaleza son ingenuas y sugestionables, siempre han prestado oídos alegres a las promesas mesiánicas.

Es lo que ocurre siempre en vísperas de los relevos gubernamentales. Sobre cualquier Go­bierno, por bueno que sea, nunca se pondera­rán, en las postrimerías de su gestión, los avances sociales o los aciertos de cualquier índole que tiene toda administración; y, por el contrario, en esos momentos de pasión política se le juzgará con dureza, con fuertes epítetos, con injusticia.

La gente, cansada en todos los regímenes del rigor de la vida dura, de la cascada de impuestos, de las carestías agobiantes, de los abusos del poder, y por eso mismo propensa al deseo democrático de ver caras nuevas en los carros oficiales, se ofusca, maldice, pide el cambio. Tal vez más adelante reniegue, otra vez, de los progresos que no llegan y de los alivios que no se sienten.

El lenguaje de las reformas es común en cualquier administración que comienza. Es raro el funcionario que al posesionarse de su despacho no anuncie reestructuraciones. Es un vicio nacional. En otros países se respetan los programas a largo plazo, hay sentido de la planeación, existe conciencia de las obras prioritarias.

En el nuestro la costumbre es despotricar del Gobierno anterior, desconocer sus méritos, interrumpir sus ejecuciones. Y se lanzan grandes ofertas de rehabili­tación; se esbozan obras gigantescas, sin sa­berse de dónde saldrá el dinero; se frena la marcha de contratos e iniciativas, y se llenan, en fin, páginas y más páginas con proyectos que se dicen ambiciosos y que significan la última palabra en la ciencia de conjurar todos los males.

Reformas, cambios, reestructuraciones. Son las palabras más usadas en la actualidad y de las que más se abusa. Nada de lo pasado sirve. ¡Hay que corregirlo! ¡Hay que desmontar todo un engranaje para que el país funcione! El esnobismo es la tendencia natural de la vani­dad. Para mostrarse, para aparecer como idó­neos, muchos funcionarios terminan dañando lo que marchaba bien y haciendo incurrir al erario en fuertes erogaciones.

Se comienza por la reforma agraria, se pasa a la reforma urbana. Los proyectos son débiles y no suscitan interés, pero la gente se distrae. Llega luego, de sopetón, la reforma tributaria, concebida en su peor momento y que produce revuelo en la opinión pública. Y ya están en fila la reforma petrolera, la reforma educativa, la reforma judicial, la reforma labo­ral, la reforma…

Apenas llevamos cien días del nuevo Go­bierno. Las montañas del papel reformador son impresionantes. No hay, desde luego, tiempo para digerir tanta letra veloz. Se trata de una moda, de una sicosis, de una fiebre peligrosa. Las leyes, para que sean sabias, deben ser producto de la reflexión, del sereno análisis de todos sus efectos, de la necesaria maduración de las ideas. Nunca de la precipitación han salido obras perdurables.

¿Qué quedará de todo esto? Dejemos que pase el ventarrón. Dejemos que los reforma­dores se sosieguen y los legisladores tengan tiempo para meditar. Ahora el humo opaca el horizonte. Confiemos, como colombianos opti­mistas y necesitados de avances sociales, en que se logre algo positivo de estas prisas triunfalistas.

Carta Conservadora, Tunja, 30-XI-1986.

 

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