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El sindicalismo selvático

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Por falta de principios y de orientación, las clases trabajadoras resultan víctimas de los grupos extremistas, apostados en las puertas de los establecimientos en acecho de los incautos que mañana en­grosarán las cuadrillas ciegas que al clamor de la «redención del hombre» solo buscan sembrar el caos y atentar contra la vida de las ins­tituciones.

El sindicalismo es uno de los más sólidos estamentos de la sociedad. Fuerza regula­dora entre el capital y el traba­jo y, como tal, su causa es noble y representa no solo un freno contra la injusticia sino una cruzada por la dignidad del tra­bajo. Pero el sindicalismo mal aplicado y peor dirigido es el mayor enemigo del trabajador. Es un cáncer de la sociedad que muchas veces degenera en la delincuencia común y que, al abrigo de la democracia y de la liberalidad de nuestras leyes, y por lo general de la demasiada tolerancia, vive disfrazándose con piel de cordero para alterar la tranquilidad pública. Busca, por sobre todo, el derrumbe de las instituciones. Arremete contra la paz de la nación bajo los falsos postulados de causas redentoras, cuando en el fondo solo abriga imponer la anarquía.

El país cuenta con respetables líderes que saben acaudillar movimientos de real beneficio para el trabajador. Ejercen el mando con prudencia y con reflexión, sa­ben dialogar y buscar fórmulas, y también aplicar la beligerancia constructiva de ser necesario. Otros cabecillas, formados en la escuela de la pasión y el atropello, solo alimentan insaciables apetitos y empujan a los asociados, sin que estos lo adviertan, hacia la abominable dictadura proletaria.

Esas ingenuas masas repiten consignas que no entienden, vociferan, se enceguecen y se suman a la rebelión suponiendo que están luchando por causas justas. Viven engañadas y atemorizadas, sin saber para dónde caminan.

En los últimos días el país ha presenciado revueltas sin­dicalistas que son clara demostración de la insensatez de sus líderes. Se han cometido aberrantes desafueros, se ha irrespetado la ley, se ha retado al Gobierno, se han causado grandes pérdidas a la economía del país. Se despista a la opinión pública con el socorrido argumento de la redención del hombre, de la represión patronal, de los salarios de hambre y de tantos otros motes con que combaten estos burócratas del sindicalismo que sí saben para quién traba­jan.

Como paradoja, es bien sa­bido que esta clase de ca­becillas son los peores trabaja­dores, verdaderos parásitos de la empresa, que protegen su mediocridad en el llamado fuero sindical, para ellos una institución de la holgazanería. Nada tan deseable como que el trabajador tenga cada vez mejores condiciones, que se logren mayores conquistas, que exista una participación más amplia en la empresa.

Buscar la superación del hombre de­berá ser el primer objetivo de cualquier conglomerado que se crea digno de vivir sin cadenas. Una manera de tener cadenas es dejarse lavar el cerebro para servir al despotismo, es obedecer a ciegas consignas descabelladas sin distinguir si el guijarro o el improperio que se lanzan con rabia van dirigidos contra la empresa o contra la seguridad de la propia familia.

Los líderes irresponsables, que solo buscan la confusión y el desgaste de la autoridad, inoculan odio en sus secuaces contra el patrono, porque ante todo les interesa apoderarse de la empresa. Sindicalismo no es formar pelotones de tirapiedras, ni destruir la propiedad ajena, ni embadurnar los edificios con afrentosas bar­baridades, ni reventar huevos podridos contra los com­pañeros que no secundan sus  propósitos, ni ofender al jefe y a su familia.

Sindicalis­mo no es escribir pasquines vulgares, ni desesperar la paciencia de la gente con pitos y alaridos, ni vestirse con harapos, ni pelear con el policía, ni insultar al Gobierno. Sindicalismo no es promover huelgas absurdas, ni dejar de prestarle a la comunidad servicios de primera necesi­dad, ni exponer la seguridad del país. Esto es canibalismo. Es un  «devoraos los unos a los otros». Así no se consigue la liberación del hombre. Las ideas se luchan con la inteligen­cia, no con piedra ni con denuestos.

Las huelgas ilegales de los últimos días, sobre todo las bancarias, y por añadidura las de los bancos semioficiales que han sido, de algún tiempo para acá, los peor librados, dejan un saldo aterrador: inmensas pérdidas materiales en los edificios y equipos de tra­bajo, grandes traumatismos financieros, perjuicios a la clientela, compañeros de tra­bajo lesionados física y moralmente, y una autoridad empresarial cada vez más resquebrajada. ¿Será razona­ble que al amparo de tanta democracia —si esto puede llamarse democracia— se cometan tales atropellos, se fa­vorezca la anarquía y se tolere la impunidad?

Dejemos la fiereza para la selva. La violencia solo engen­dra violencia. Defendamos la dignidad del salario, pero con sensatez.

El Espectador, Bogotá, 16-III-1976.
La Patria, Manizales, 5-IV-1976.

 

 

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