Inicio > Prosas Selectas > Los romances de la princesa

Los romances de la princesa

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Anthony Armstrong-Jones, un ignorado fotógrafo de la corte de Inglaterra, bohemio y mujeriego, demostró sus condiciones artísticas en la fiesta que la casa real ofreció cuando la princesa Margarita cumplió 29 años. Nada hacía presentir que aquellas placas irían a cambiar su destino plebeyo. Cuatro años atrás Margarita había roto, por imposición de su hermana Isabel, reina de Inglaterra, su romance con el gran amor de su vida, el capitán Peter Townsend, apuesto aviador y hombre de mundo a quien en razón de su divorcio no se consideraba digno de ingresar a la familia real.

Para la ortodoxa monarquía británica resultaba inconcebible que la atractiva princesa, tan próxima por la sangre a la corona reinante, aunque por otra parte distante para un eventual ascenso al trono, se casara con un divorciado. El arzobispo de Canterbury, influyente poder en los designios reales, no podía menos de condenar aquella aventura romántica que menoscaba el prestigio de la corona y que era una afrenta para la Iglesia. Ante tales aprietos, la joven princesa de 26 años rompió, más por fuerza que por convicción, con este romance que en otras latitudes de la tierra se miraba simpatía y entusiasmo.

Y para hacer más fácil la solución, el implacable rigor de la reina conjuró toda posibilidad de encuentro de la pareja al disponer, de la noche a la mañana, el  traslado de Townsend como agregado de aeronáutica a la embajada de Bruselas. Se tendió sobre ellos un cerco impenetrable y, por más intentos, aquel amor quedó destrozado para siempre e ingresó a las páginas de la historia como uno de los capítulos más sensacionales donde lucharon con denuedo las fuerzas de una pareja solita­ria contra el poder de un imperio.

Una vida con un gran vacío

Margarita, desde entonces, se tomó irritable y frívola. Se entregó a la gran vida mundana en un vehemente afán por olvidar su frustración. Tertulia de clubes nocturnos y ambientes dís­colos, alternaba sus horas entre fugaces diversiones y amigos ocasionales, sin encontrar cómo llenar el enorme vacío de su vi­da. Si el episodio de su malogrado romance iba quedando cada día más distante y se había conseguido reprimir, para gloria de su sangre azul, el escándalo profano, caminaba con ella el ímpetu de una insubordinación que comenzó a dibujarla como la oveja descarriada de la flamante familia real.

Su hermana Isabel, due­ña de la corona y de mayor circunspección, miraba con disi­mulo pero con impaciencia las correrías de la princesa por si­tios cada vez más abiertos al modernismo y dominados por largas noches de devaneos y  músicas desafiantes. Los Beatles, revo­lucionarlos de la época, atronaban los escenarios nocturnos con las estridencias de una generación que comenzaba a surgir den­tro de las rígidas y recatadas costumbres inglesas. Nubes de fotógrafos invadían los establecimientos detrás de la desenvuelta princesa que no escondía y, por el contrario, proclamaba su libertad ante los ojos del mundo.

En este medio liviano compartía con sus amigos los arrebatos de su despecho sentimental, y si era figura descollante de los círculos sociales, se le veía con frecuencia ausente y nostálgi­ca. «La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?». Un día se apareció ante la reina con el fotógrafo y le anunció su intención de casarse con él. Otra polvareda, acaso más fuerte que la provocada años atrás, se desató en los medios reales. No solo se trataba de un plebeyo, sino de un plebeyo desconocido.

Los cortesanos se preguntaban atónitos quién podía ser aquel Anthony Armstrong-Jones que había logrado impresionar el corazón de Margarita. Y el mundo, por segunda vez, se entusiasmó con esta clase de sucesos que herían la sensibilidad de la nobleza británica. Los devaneos de una princesa de tanta alcurnia con un plebeyo insignificante no podían menos de despertar interés y convertir­se en comidilla para los cables internacionales.

La reina Isabel, recelosa al comienzo, terminó venciéndose ante la realidad. La voluntad de su hermana se mostraba inque­brantable y esta vez, por más esfuerzos que ejerció para persuadirla, no logró convencerla de que pospusiera sus inten­ciones. El aspirante a la mano real, el plebeyo-fotógrafo que repentinamente llenó las páginas de los periódicos del mundo, comenzaba a danzar en este juego de hadas, ignorante de que la felicidad es algo más serio que atrapar a una princesa melancólica. Armstrong-Jones llevaba una rutina licenciosa entre amoríos con actrices y modelos y en completa expansión para disfrutar la vida a su manera, sin reglas ni títulos nobiliarios.

Se le recuerda como el alegre y desprevenido tenorio con acceso a los salones de la corte, sin más exigencias que dispa­rar bien sus placas fotográficas y sin más complicaciones que vestir prendas presentables para no desentonar en los pasillos palaciegos. Su vida, desprovista de obstáculos, se reducía a una máquina de retratar que administraba con pericia, y a un relajado ambiente bohemio que también sabía manejar a su gusto, con sabor a aventuras románticas que estaban muy le­jos de despertar ignotas curiosidades.

La reina Isabel, que por mandato de la constitución real debía dar el consentimiento para la boda, lo hizo de mala gana. El matrimonio se celebró en la solemne abadía de Westiminster, en el año de 1960, ante la mirada discreta de los cortesanos euro­peos, tan observadores de los reflujos de que no ha estado exen­ta la rancia casa británica, y ante el solaz de los lunáticos soñadores de uno y otro sexo que en todos los confines del uni­verso veían en aquel enlace la ocasión para alimentar tontas fantasías.

El plebeyo se mareó

Han transcurrido 16 años. Camino demasiado largo para que el matrimonio, que nació disparejo, haya resisti­do las desavenencias que pronto comenzaron a dañar este cuento de hadas. El muchacho que en otras épocas recorría las avenidas en motocicleta y con una linda chica al lado, debía atemperarse al día siguiente del regreso de la luna de miel. Cambió, en efecto, por un golpe de suerte, la vida para el afor­tunado –¿o infortunado?– plebeyo, quien de pronto se vio rodea­do de lacayos y comodidades que él no había soñado y tampoco lo llenaban. El mundo fastuoso al que ingresaba de la mano de una princesa, lejos de deslumbrarlo, lo incomodaba. Quiso mantener su autenticidad, pero no pudo. Amante de su pro­fesión y acostumbrado a ganarse la vida con sus placas, se vin­culó a un diario, sin duda con buenos estipendios, pero a dis­gusto de su próspera consorte.

Rápido la sangre plebeya quedó desvanecida con el título de conde de Snowdon que le otorgó la reina. Él cambió los pantalones ajados y su tradicional chaqueta de gamuza por serios vestuarios. Adquirió ademanes burgueses, se acicaló, aprendió a jugar golf y administrar su propio yate, y más tarde colgó su máquina de fotografiar princesas.

Pero tanto embeleco terminó mareándolo. Aparecieron las primeras fricciones matrimoniales. El tenorio no había podido ser dominado por los lujos de la corte y pron­to comenzó a salir con dudosas compañías femeninas. Vinieron las reprimendas, los choques y las pasajeras reconciliaciones.

Y así volaron 16 años. El conde Snowdon es hoy un maduro hombre de 46 años, y la princesa Margarita una rolliza dama de 45. De nuevo, dentro de esta azarosa vida principesca donde no todos son sueños encantados, hay revuelo en el mundo con el anuncio de la separación, que esta vez se dice definitiva. El matrimonio venía roto desde mucho tiempo atrás, pero la discreción lo mantenía unido.

Parece que el escándalo estalló por iniciativa del señor conde, cuyas aventuras amorosas bien podían disculparse, no así las de la princesa, que tiene también sus caprichos. Se habla de un aristócrata muchacho de 28 años con quien pasa continuos fines de semana en una isla del Caribe. La diferencia de  edades no ha sido barrera para que Margarita, que ya no es la mujer interesante de otras épocas, sino la señorona pasada de carnes y con una silueta deslucida, busque frágiles escapes a su soledad.

Entre tanto, el vizconde Linley y lady Sarah, de 14 y 11 años, los hijos del matrimonio, se vuelven personajes a la fuer­za de un drama que hubiera podido evitarse con mayor enfoque de sus protagonistas.

Podría agregarse, como moraleja, si queda algo por agregar, que el fracaso de una princesa desencantada y el azoramiento de un fotógrafo plebeyo, movidos por caprichos palaciegos, crearon un mundo vacío, contradictorio, incompatible, que terminó ahogándolos. Esta vez los crespones de la realeza fueron incapaces de impedir el naufragio.

El Espectador, Bogotá, 28-III-1976.

Categories: Prosas Selectas Tags:
Comentarios cerrados.