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El café nuestro de cada día

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

En vigoroso discurso, Álvaro Pío Valencia dijo en Armenia, con motivo de la develación del busto de su ilustre padre:

“Lo que hemos visto es el huracán de unas pasiones desenfrenadas, el frenesí del dinero, el olvido del hombre. Nos hemos puesto a cambiar divisas por hombres, y hoy nos asustamos porque nos llega la bonanza. Y se reúnen los helados arúspices, másteres de universidades extranjeras, a pensar qué es lo que hay que nacer con la riqueza de Colombia. Pues entregársela al pueblo de Colombia, porque a él le pertenece».

Lo dijo en el departamento considerado como la capital del café. El café se convirtió en el quebradero de cabeza. A todos los vientos se proclama la bonanza cafetera. En el país gira hoy todo alrededor de la cotización internacional del grano. Nos volvimos ricos de la noche a la mañana, y nos asustamos con la bonanza. Los economistas se mueven presurosos para detener los efectos inflacionarios que nos asfixiarán si dejamos correr por las calles los torrentes de dólares.

Es preciso, por lo tanto, tapar la riqueza. Se meditan fórmulas, se patentan mecanismos, se emiten pa­peles… Los cafeteros, mientras tanto, se rascan la cabeza. Y los que no somos cafeteros nos apretamos el cinturón.

¿Cuál bonanza?, es la pregunta dulzarrona en el departamento cafetero, en este Quindío de tierras ubérrimas que transpira café por todos los poros, pero que no tiene una pe­pa en el momento, según dicen los nuevos ricos. La vida sube todos los días, por el inevitable reflujo de estas alarmas, lo mismo aquí que en Caldas, Risaralda, Antioquia o Tolima. También en Nariño, lo mismo que en Boyacá o en el Cauca, que no saben de borbones ni de caturras. Pero la riqueza se nos vino a todos encima.

La verdad es que el café se está volviendo loco. Hará, si los hados resultan propicios, más ricos a los ricos, pero ahora está haciendo más pobres a los pobres. Ellos, por lo menos, tienen esperanzas, y bien pue­den dejar de lamentarse si los jornales, los abonos y los insumos se encarecieron antes de tiempo. ¡El café da para to­do!

Para el pueblo, la vida sube sin compensación. La carne, en este departamento de la prosperidad, vale cada semana $4 más. Un plátano, que aquí se da silvestre, vale $1. La docena de tomates se trepó a $50. El aceite, que antes valía $28, hoy a duras penas se consigue por $40. El papel higiénico también se valorizó, porque el lujo debe castigarse.

El embolador cobra más por la lustrada, porque la riqueza debe compartirse, y así lo oyó de labios de don Álvaro Pío. El peluquero estira la tarifa cuando escucha la radio. El tendero valoriza por la mañana toda su mercancía, y por la tarde vuelve a reajustarla cuando el vecino le cuenta que el producto continúa adquirien­do nuevos puntos en los merca­dos internacionales.

El panadero es, por lo menos, más elegante y continúa vendiendo a $2 el pan que antes de la bonanza cobraba a $1, y recortándole gramos cada vez que se siente con­tagiado de bonanza. ¡Por Dios! ¿Quién va a detener este ciclón de los precios?

Las amas de casa, a quien el Dane nunca consulta, se ponen de mal genio siempre que deben llenar la canasta familiar, y a la media hora están de peor talante porque los sufridos billetes se les es­fuman en dos volandas. Y maldicen de los maridos taca­ños, y se sienten acompleja­das, y visitan al siquiatra, y terminan descargando su santa ira en el incomprendido sos­tenedor del hogar, ¡que ya no da más!…

El marido, incapaz de milagros, por más milagros cafeteros que se pregonen, atempera los nervios y apenas mira con impaciencia el saldo rojo que crece despiadadamen­te en el banco, aunque se conforma esperando que algún día le caiga algo de la bonanza. Quizás piense que si el Gobierno se está llenando de divisas, por lo menos no lo torture con nuevos impuestos

Mientras tanto, por estas calles de Dios una legión de menes­terosos muestra sus lacras. Hay miseria, miseria impresionante entre tanto bombo de prosperidad. Estamos, con todo, en el depar­tamento de la riqueza. La bonanza no se ve por parte alguna. Aunque debe existir, si así lo dice todo el mundo. Lo cierto, lo tristemente cierto, es que el diablo de la bonanza está haciendo estragos.

El café nuestro de cada día, ese que solíamos saborear con tanta fruición, se nos está volviendo amargo, y no solo porque el azúcar también es­casea y cada vez endulza menos, sino porque se está aguando. Nos quedamos con la pasilla, con los desechos, porque el pergamino es para vendérselo a los gringos a precios fabulosos, y a ellos no debe disminuírseles el aroma.

El Espectador, Bogotá, 24-VI-1976.

 

 

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