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Las primeras piedras

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

La gente no suele reparar en las obras silenciosas, las que maduran con el esfuerzo cotidiano y generalmente con ausencia de recursos oficiales, y solo movidas por una autén­tica vocación de servicio a la comunidad. Somos más dados a la ostentación de primeras pie­dras, a los discursos desme­didos, al ansia de conseguir tributos en vísperas electorales o al término de un mandato.

El funcionario de turno se mueve afanosamente cuando presiente que se aproxima el final de su período, en busca del pretexto que le permita dejarle a la posteridad un testimonio, así sea tan efímero como su propia ambición, y luego pretende que dormir sobre los laureles es la mayor obra del hombre.

Vienen las carreras de última hora, las competencias contra reloj, los nerviosismos que pro­voca la incompetencia, y se echa mano de cuanto argumen­to se atraviese para levantar esas pasmosas mentiras rega­das por todos los confines del país que conocemos como las primeras piedras.

Son, en términos generales, piedras huecas, sin más consistencia que la de sostener monumentos a la vanidad, tan movedizos como la inutilidad de quienes no entienden que el servicio público es, ante todo, apostolado. Hay quienes inten­tan prolongarse en la piedra y solo consiguen quedar aplasta­dos bajo ella. Las obras auténticas no se afirman sobre bases frágiles.

En todos los confines del país nos encontramos con palmarias demostraciones de ineficacia, de arrebatos egoístas, de glorias caducas de quienes buscaron más la lisonja que el verdadero sentido de servicio. La vanidad del hombre lo conduce a crear alrededor de su figura aureolas tan desproporciona­das que no soportan el primer encontronazo y, lejos de enaltecerlo, lo ridiculizan. Los hechos intrascendentes solo duran lo que resiste una ilusión.

La euforia de las primeras piedras no convence a nadie, y ni siquiera a sus autores. Es preferible ser autor de todo un conjunto y no de una primera piedra que suele desmoronarse o desaparecer. El cementerio de las obras inconclusas está formado por entusiasmos momentáneos. Pocos son los que tienen la visión, la paciencia y la perseverancia suficientes para iniciar un proyecto y proseguirlo hasta su culminación.

Los más, que solo persiguen impresionar al electorado o a la comunidad con la placa o la valla que consagren méritos que nunca se han tenido, resultan los desaforados dilapidadores de presupuestos invertidos sin planeación ni lógica, dentro de estos arranques de soberbia que a nada conducen.

Vemos por doquier la placa que recuerda la iniciación del hospital que no ha avanzado más allá de armar una negra armadura; la valla que se dejó extendida sobre un campo baldío, anunciando proyectos ambiciosos que nunca se cumplirán; la piedra muy bien cincelada e incrustada a varios metros de profundidad, para que nadie la arranque, dando cuenta de que en ese preciso sitio se comenzó la noble idea de levantar la salacuna, el asilo de ancianos, la ciudadela del ciego, y acaso todo un complejo urbanístico para la redención de los desheredados.

Esos y otros enunciados ociosos nunca se realizarán, pero contienen hondas  raíces fantasiosas que nutren la vanagloria de sus forjadores. Y a lo largo de los días nos tro­pezamos con testimonios que se quedaron clavados en la tierra o en la fachada de la obra negra, aunque no en la gratitud de la gente.

Los verdaderos servidores sociales se recogen en su celosa humildad y  huyen del boato de las primeras piedras. Estas no necesitan placas consagratorias.  A ellos solo les preocupa la suerte del hombre. Trabajan entre silencios sufridos, sudan las dificultades de presupuestos escasos y no desfallecen hasta poner la última piedra, esta sí majestuosa, que es la que corona de gloria a quienes sa­ben que el ser útiles no consiste en la ostentación sino en la efectividad. El hombre no es útil por lo que anuncia sino por lo que ejecuta.

El Espectador, Bogotá, 24-XII-1976.

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