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La sonrisa del optimismo

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Termina con el año 1976 una etapa especialmente dura para los colombianos. Dificultades de todo orden, sobre todo en los cam­pos económico y social, fueron la característica predominante a lo largo de estos doce meses que se cierran. No es fácil repasar en una breve nota las vicisitudes que afectaron al pueblo durante es­te trayecto asediado, en lo económico, por los peligros de la in­flación creciente que deja hondas huellas en los presupuestos fami­liares, y en lo social, por la presencia de signos inequívocos de descomposición moral.

El costo de la vida, que desde el primer mes del año registró síntomas preocupantes al oficializarse alzas en renglones de neto consumo popular, marcó una tendencia siempre alcista, hasta llegar en diciembre a niveles agobiantes. El verdadero computador de la vi­da está en la tienda o en la plaza de mercado y es allí donde el pue­blo, que no entiende las enredadas explicaciones del Dane, compara la real disminución del dinero. La desmesurada sensación de bonanza que determinó la buena suerte del café en los mercados internacionales fue el mayor castigo para el hombre raso.

Bien se entienden los esfuerzos del Gobierno por controlar el desborde de los precios, sometidos al vaivén de circuns­tancias caprichosas, y se reconoce el beneficio de ciertas medidas drásticas que se adoptaron para evitar mayores desajustes. Bajo el influjo de una buena estrella –el café – se acentuó una aguda des­compensación social y su rigor resultó aún más pronunciado en las zonas cafeteras. En ellas los precios aumentaron más velozmente que en el resto del país, siempre bajo el acicate de la invasión de dólares, que en la práctica solo es una invasión de dolores.

Los co­merciantes de artículos de la economía doméstica se acostumbraron a fijar precios cada vez más especulativos en la medida que avanzaban las noticias sobre nuevos juntos ganados en el exterior. Ellos, por lógica que es difícil contrarrestar en la práctica, no se resignan a niveles estáticos, si se imaginan, o lo saben, que los bolsillos de los cafeteros son todos los días más abundantes. Esta guerra de po­siciones termina pagándola el pueblo.

La inmensa mayoría de los colombianos, ese pueblo raso que no tiene una sola pepa de café y que vive de presupuestos fijos e insuficientes, recibe el impacto de tales des­barajustes. Su capacidad económica se reduce implacablemente, mien­tras son otros los beneficiados en el río revuelto de las desigualda­des sociales. Se dirá que se trata de un fenómeno mundial, lo que no es remedio para quienes sufren en carne viva el aguijón de estos rigores, ni justificación para no buscar la solución a nuestras penurias.

La inmoralidad de convirtió en terrible flagelo de la sociedad, con hondas repercusiones en la vida colombiana. Fraudes, peculados, abusos de autoridad, despilfarro de bienes públicos, y en una pa­labra, inmoralidades de diverso orden, se cometieron al amparo de esta democracia que da para todo, hasta para delinquir impunemente.

La justicia, lenta para aplicar correctivos, cuando no sorda para es­cuchar el clamor del pueblo, se mueve entre sistemas obsoletos y resulta, por eso mismo, ineficaz para sanear nuestras costumbres. Con el socorrido argumento de la falta de pruebas, muchos delitos se quedan sin castigo y muchos delincuentes campean por las calles en busca de nuevas oportunidades.

Fuerzas extremistas en el orden laboral pretendieron desbocar el imperio de las instituciones, siempre al grito de las reivindicaciones sociales. La huelga en los servicios públicos perturbó las bases de respetables establecimientos. Desde periódicos y gacetillas que circulan libremente por los re­cintos de las empresas y por calles y veredas, se estimula la sub­versión y se invita a la clase proletaria a apoderarse de los con­troles administrativos.

La ola de secuestros sembró el pánico entre las clases trabaja­doras, las productoras del capital, y ciudades como Medellín, emporio de riqueza y de prosperidad social, fueron vilipendiadas por bandas de facinerosos cuyo único objetivo es desconcertar a la sociedad y aumentar el caudal de sus fondos mal habidos para ponerle velas a la revolución. Bueno es registrar el éxito que tuvieron las autori­dades en los últimos días al interceptar la acción de estas fuerzas y devolver, por lo menos en parte, la confianza perdida.

Se abre el año de 1977 con una sonrisa en los labios. Los comienzos de año dan motivo para el optimismo. Bien pudiera suceder que llegara, por fin, el desahogo que necesita y reclama la clase media. Se anuncian medidas más equitativas en el campo tributario y como hecho visible se cambia de personaje en el Ministerio de Hacienda, lo que resulta buen augurio, pues la gente termina cansándose de los viejos rostros, sobre todo si en ellos se confun­de la explicación de ciertos sinsabores.

Voces tan eminentes como la del ilustre ex presidente Lleras Camargo claman por la moralidad y le hacen eco las conciencias limpias del país. Los padres de fami­lia, agobiados de penurias, esperan el año con mejor suerte y con­fían, sobre todo, en el freno de la especulación. Ojalá que la sonrisa del optimismo, tan característica en los días de la eufo­ria navideña, no sea solo una expresión mecánica, sino que acompañe a los colombianos a lo largo de 1977.

La Patria, Manizales, 27-I-1977.

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