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El gigantismo

lunes, 3 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El adelanto tecnológico es un mal que todo lo invade. Digo que se trata de un mal, aunque esta fiebre esté creando insospechados avances científicos, pues es tan atrevida su audacia que fue capaz de despersonalizar al hombre.

Suena a ironía que el hombre, poseedor de la ciencia que está transformando a la humanidad, deba someterse a ser dominado por ella. Grandes complejos industriales y empresas de toda índole surgen del vértigo que pretende desarmar al andamiaje anterior para entronizar el imperio de lo ostentoso, lo mágico y lo inve­rosímil.

Vivimos deslumbrados por la irrupción de la técnica capaz de trasladar edificios enteros y que pone en fun­cionamiento lo mismo increíbles naves aéreas que computadores y cerebros de desconcertante sabiduría.

Por primera vez la mente del hombre, que antes se creía única para manejar el laberinto de los números, se ve sustituida por aparatos que disparan soluciones con solo oprimir unas teclas. Hoy no se conciben herramientas menudas, ni caminos pausados, ni edificios moderados, porque la ciencia, que es vanidosa, pretende medirlo todo en términos descomunales que impresionen y aplasten la arrogancia del hombre, el más orgulloso de todos los animales, sobre todo cuando le da por ser irracional.

Es la eterna lucha entre el ser humano, autor de todos los avances de la civilización, y la tecnología, que se vuelve asombrosa y hasta absurda y que en no pocas ocasiones se voltea contra su propio inspirador para fustigarlo y abatirlo.

Las obras se planean dentro de marcos descomunales y en su ejecu­ción se consumen dinerales que casi siempre se quedan cortos. El país, al igual que el mundo, sufre de una enfermedad de los tiempos modernos que se llama gigantismo. Nuestros vistosos y deformes institutos descentralizados son, en su mayoría, producto de ambi­ciones desbordadas que han querido abarcar tanto y tan de prisa, que terminaron engendrando monstruos sin pies ni cabeza.

Las grandes ciudades del país, donde el hombre es cada vez más insignificante, no se conforman con vivir dentro de límites ra­zonables. El campesino, apegado antes al rastrillo y productor de riqueza, se deja tentar por los halagos de la ciudad y cambia la placidez rural o aldeana por la mentira urbana. La vocación agrícola de Colombia desvía su destino, no con­tenta con la prosperidad de las tierras, y ocasiona inmensos traumas a una economía que es campesina por excelencia.

Los proyectos menores no se acometen porque nos acostumbramos a pensar en términos exagerados. Es el actual un mundo ampuloso que ignora la simplicidad y forja despropósitos. Las «sinfonías inconclusas», que significan un vergonzoso itinerario de derroche e irresponsabilidad, claman por una rectificación a la locura colectiva que se apoderó de la época. Es preciso que se frenen los intentos descabellados. El gigantismo le hace mal a Colombia. Solo así podrá edificarse un futuro más sensato.

El Espectador, Bogotá, 12-IX-1977.

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Comentario:

El Espectador publica tu artículo El gigantismo que comparto íntegramente. Y evoco nuestra apacible aldea tunjana de los años cincuenta. Jaime Jaramillo Cogollos, Bogotá.

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