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Otra vez la pólvora

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Es preciso insistir, año por año, en los peligros de la pólvora, sobre todo en la época de Navidad. Parece que solo reparamos en las graves consecuencias de esta costumbre cuando experimentamos en carne propia o en la carne de los hijos los efectos de esta aparentemente inofensiva mercancía que se adquiere para producir distracción y que muchas veces causa cicatrices y dolores imborrables.

Los niños, sobre todo, aptos para los juegos pero no para distinguir los riesgos, suponen que esa gama maravillosa de luces y sensaciones es un derecho que los padres no tienen por qué interceptar. Y los padres, que en la mayoría de los casos se dejan sugestionar por el espectáculo de los colores y las fantasías, terminan complaciendo los deseos de la familia que pide pólvora para quemarla a manos llenas con los chicos del barrio.

La prensa suministra a lo largo del año noticias sobre pavorosas tragedias que deja el uso de la pólvora, desde el negocio que estalló y terminó con una familia, hasta la niña que no pudo defenderse y quedó desfigurada de por vida. Nos parece que eso es lejano y nunca nos afectará. Miramos con indiferencia los tenderetes que se instalan en avenidas o parques para expender este artículo, y nosotros mismos lo compramos ajenos a los peligros que encierra.

No hay pólvora que sea por completo inofensiva. La simple luz de bengala puede adherirse a la piel y producir laceraciones y otros efectos nocivos. Un niño de cortos años se deja seducir por la desenvoltura que advierte en los mayores y termina imitando su ejemplo, con la diferencia de que en el momento del percance él no tiene defensas para evitar daños graves.

En cualquier sitio del país existen cuadros impresionantes sobre los desastres  decembrinos. Desfiguraciones faciales, miembros atrofiados, cegueras, impedimentos de por vida, y hasta el dedo llagado y el ánimo decaído son el epílogo para algunas familias que no se opusieron a los deseos desmedidos de los hijos.

La pólvora se maneja sin limitación ni control. No hay dinero suficiente para atender gastos necesarios del hogar, pero sí para dispensarlo a los hijos en elementos tóxicos y destructores. Uno de los deberes del jefe de familia consiste en rodear a los suyos de alegría y seguridad. Conforme hay que poner a raya al ladrón que acecha en la oscuridad, debemos estar con los ojos abiertos frente a los desbordes y abusos en que incurre la juventud en el mes de las luces.

Diciembre, mes de las ilusiones, no debe convertirse en mes de las tragedias. Los detonadores con que los muchachos hacen insoportable el tránsito por la calle son molestias públicas que la gente detesta pero pocos controlan.

Aspirar a un diciembre sin mutilaciones en el cuerpo o en el alma es un derecho que debemos defender. Mucho se conseguirá, para la alegría y la seguridad del hogar, con un diciembre sin pólvora. Y sin sofocos. En nuestras manos está la solución.

El Espectador, Bogotá, 11-XII-1977.
Satanás, Armenia, 24-XII-1977.

 

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