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Entre contribuyentes

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Mirando de lejos la manifes­tación de Belisario en la Plaza de Bolívar de Armenia, una vecina me aseguró que la cam­paña ganaría muchos votos y hasta la propia Presidencia si el candidato encontraba la fór­mula para garantizar a las clases trabajadoras la dismi­nución de impuestos.

«Los impuestos —expresó mi amiga— nos tienen medio muertos a los pobres empleados que no hacemos sino producir para el Gobierno. Año por año aparecen nuevos sistemas para triturar los ingresos cada vez más reducidos de los pobres. Los ricos, en cambio, se valen de mil maniobras para dejar de contribuir…».

Mi amiga, en diez minutos, había conseguido amplio auditorio. Ella, sin darse cuenta, estaba poniendo el dedo en la llaga. Hablaba del mercado que au­menta todos los días, del alza in­controlada en todos los ren­glones, del abuso en los cole­gios, de la escasez de artículos y de mil cosas más.

«Ahora —repetía con én­fasis e indignación— estamos sufriendo las travesuras de unos jovencitos que acaban de graduarse de doctores y quieren sobresalir inventán­dose unos endiablados acertijos en los formularios fiscales».

«Para declarar renta en Colombia —corroboró alguien del grupo— se necesita la ins­piración divina. Todos  los años cambian formularios y los enredan en tal forma que no los entienden ni sus autores, esas ‘lumbreras’ que usted menciona con algo de desprecio, mi buena señora».

«Con desprecio absoluto» —acentuó la enfurecida contri­buyente que había encontrado la fórmula para hacer electo­rado Y le comentó al grupo que ella dictaba clases en un colegio oficial y su marido era cate­drático en la universidad. No tenían fincas para declararlas por la décima parte, ni café que se vende a precios de bonanza y se pone a figurar en pérdida, ni honorarios de médicos o de abogados que se atomizan milagrosamente, ni hatos de ganado que se evaporan para efectos fiscales aunque se mul­tiplican más que las angustias de los pobres…

«Cada hijo nos cuesta un dineral —agregó alguien más— porque ya no alcanza la plata para la leche, ni para las dro­gas, ni para la despensa, ni para un techo decente. ¡La vida ha perdido su dignidad! Las personas a cargo ya no restan, sino suman…».

A estas alturas, Belisario trataba el problema de los cuatro millones de colombianos sin acceso a la educación y se preguntaba a dónde iban a dar los millonarios ingresos del Es­tado. Los integrantes de mi vehemente tertulia antiimpuestos se sintieron inspirados con la alusión de este país de analfabetos, y otro tomó la vocería:

«Por eso estamos como es­tamos. La educación es solo para las clases privilegiadas. A los pobres nos cuesta muchas privaciones llevar un hijo al colegio. Y para qué hablar de la universidad! Con un país ins­truido a medias no se consigue un pueblo digno. Las diferen­cias entre ricos y pobres son cada vez más notorias…».

El candidato seguía arre­metiendo. Se preguntaba por qué la Federación de Cafeteros no estaba comprando la co­secha. Se impacientaba, y hacía impacientar al auditorio, con el ambiente de inmoralidad que sacude a Colombia. Ofrecía que en su gobierno no habría más pillaje y se castigaría con mano dura a quienes traficaran con el decoro del país. Prometía educación para todos y más alivios para las clases mar­ginadas…

«Marginados somos el noven­ta por ciento de los colombianos —se inspiró de nuevo mi amiga la catedrática—. Somos mar­ginados de los viajes al exte­rior, de los carros último mo­delo, de las residencias deco­rosas, del cambio de muebles y vestuario, ¡de una vida decente!… Acabo de hacer la declaración de renta y el Estado termina llevándose el 45 por ciento de los ingresos. ¡Y son rentas de sudor, de dignidad humana! ¿No ven ustedes que estos mecanismos fiscales le quitan estimulo y significado al tra­bajo honrado?».

«Se habla —intervino por primera vez el marido— de mafias internacionales, de grandes tráficos de narcóticos, de corrupciones por lo alto, de bajezas de todo orden. Los pobres trabajamos para que los mafiosos —¡una nueva Colom­bia!— se queden con nuestros impuestos»….

Hubo un aplauso cerrado. La excitación, o mejor, la ira del par de catedráticos había lo­grado conmovernos. Se mar­charon asegurán­donos que el Gobierno que lo­grara disminuir impuestos a los empleados, los de nómina abierta, conseguiría el respaldo del pueblo. La  eventual oradora nos explicó, sin saber que acababa de ganar votos de adhesión, que en vista de las marañas del formulario habían tenido que contratar un asesor tributario (un impuesto más) para repartir las cifras.

«Y si no terminamos esta noche, el Gobierno terminará con no­sotros, por extemporáneos» —remató con una mueca de dolor y escepticismo.

El Espectador, 17-IV-1978.

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