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Tiempos de espejismo

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El Estado ideal que todos quisiéramos disfrutar es el que prometen los candidatos pre­sidenciales. Nunca el país se ve más al vivo como en las vísperas electorales. Es entonces cuando afloran, con sus amar­gas realidades, las penurias que el pueblo no soporta más, y cuando los candidatos, con sus torrentosos ofrecimientos, pin­tan espejismos de inmediata desaparición.

Si desmenuzamos el lenguaje de cada uno de los candidatos, hallaremos diferencias de estilo y de presentación y muchas coin­cidencias de fondo. En líneas generales todos concuerdan en los halagos con que arman fan­tásticos programas de gobierno que el viento des­barata al día  siguiente. El viento, con sus trenzas lison­jeras, va y viene repitiendo fór­mulas y borrando promesas.

Todo se ofrece en una cam­paña presidencial. Los pro­blemas se extinguirán como por conjuro cuando el candi­dato llegue al poder. Bajará el costo de la vida, habrá acceso a la universidad, de pronto educación gratuita, se frenará la inmoralidad, se rebajarán impuestos a los empleados y se trasladarán a los ricos…

Días de prosperidad y de equilibrio, de oportunidades para todos, garantizan cada uno de los candidatos. El colom­biano tendrá vivienda, empleo, salud, educación. Todo a cam­bio de una papeleta. ¿Qué más podría esperarse de la vida? El viento lleva palabras y extin­gue espejismos…

Un candidato de la oposición suministraba la fórmula perfec­ta para acabar con la carestía de la vida. Era tan sencilla, tan elemental y casi ingenua, que a ninguno de sus competidores se le había ocurrido. Pero él la pondría en práctica como primer acto de gobierno. Con­siste, ni más ni  menos, que en congelar los precios de los artículos de primera necesidad y aumentar al mismo tiempo  los sueldos de los trabajadores. Tan solo, según él, se requiere un general estado de defensa propia en cada consumidor para no pagar un centavo más de los precios oficiales.

Con plataformas tan delez­nables pretende conseguirse el favor popular. Habrá, desde luego, quienes se dejen enga­tusar con estos sortilegios que suponen de avanzada, sin de­tenerse a meditar si el costo de la vida puede conseguirse por decreto.

Otro candidato atacaba la reforma agraria y presagiaba días de bonanza para este país agrícola de nuestros antepa­sados, si el pueblo le correspon­día con el voto. ¡La papeleta a cambio del paraíso! En su gobierno habría equidad en el campo para que el pequeño parcelero, desposeído y re­sentido, vuelva a tener precios de dignidad en sus cosechas, y el latifundista, aca­parador de los grandes recur­sos del crédito, se reduzca a las justas proporciones de la con­vivencia humana.

Todos los candidatos lanzan recetas milagrosas para que el país recupere el ritmo de producción que corresponde a suelos fe­races por excelencia, y el campesino raizal, perdido en las fic­ciones de los infiernos de ce­mento, regrese a sus fundos.

¡Promesas, promesas! Las mismas escuchadas siempre que hay necesidad de acordarse de la existencia del pueblo. En los momentos de la cruda realidad, cuando se pierde el empleo, y aumentan los im­puestos, y no se consigue universidad, y no aparece  la casita sin cuota inicial, y ni siquiera con ella, y el tendero es im­placable con la especulación que nadie detiene, y en las al­tas esferas trituran el presu­puesto, y se acentúan los de­sequilibrios sociales, es cuando el pueblo piensa que mejor hubiera sido votar por Regina, con sus malabares de pitonisa, o por Goyeneche, otro ilusionista, ahora tristemente olvidado en su decadencia vital.

Ambos, auténticos ex­ponentes de un país folclorista. Mejor no haber votado, o haber votado en blanco, concluye esa inmensa población de escépticos que perdieron la fe en los gobernantes. Realidad dura, pero al fin realidad.

No hay que hacer demasiadas distinciones en los programas que se exponen en estos días de ajetreo proselitista. Las diferen­cias están en otra parte. O dentro del tarro, como dice alguna propaganda. Los lugares co­munes son frustrantes. La repetición empalaga. Los ademanes, las poses y los trucos no convencen. El pueblo, mientras tanto, mira con angustia el porvenir. Trata de hallar una esperanza en la oscuridad.

No se crea que esta nota es derrotista. Es, en cambio, un reto de gobierno para el próximo presidente, cualquiera que sea, para que desde ahora se prepare a enfrentarse con el desgano del pueblo des­creído que aumentará su animadversión si de nuevo lo engañan, o su marchito entu­siasmo, si le cumplen siquiera el veinte por ciento de lo que le prometieron.

Es esta la triste radiografía de Colombia. ¿Por qué ignorarla? La gente se esfuerza por encontrar el candidato que le dé soluciones. La verdadera transformación la conseguirá quien sea capaz de devolver la fe a los colombianos.

El Espectador, Bogotá, 6-V-1978.

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