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Lavado de las conciencias

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

La democracia de Colombia, a pesar de sus grandes defectos, ha demostrado que no es fácil sustituirla por otro sistema. Pero queda al descubierto que necesita reformas. Los dos par­tidos históricos, enfrentados en acalorada competencia por el poder y estimulados, de lado y lado, por el triunfalismo, midieron sus fuerzas en esta reyerta difícil y terminaron dis­tanciados apenas por es­trecho margen de votos.

Algún deterioro ha ocurrido en el partido que se dice mayoritario, si en solo cuatro años ha disminuido su electorado en un millón de votos, cifra voluminosa dentro de la costumbre de votación del pueblo. Por el contrario, es evidente que el Par­tido Conservador, que salió a las plazas con un estilo diferen­te al tradicional, conquistó adhesiones al obtener resultados elocuentes, que por poco le hacen ganar el poder.

Estos hechos serán materia, a lo largo de los febriles días por venir, de numerosas y con­tradictorias versiones de quienes son especialistas en el acontecer político, y aun de los desaforados acomodadores de noticias, que gustan brindar, a su acomodo y por lo general con pasión, cuanta suposición pueda caber en los confusos guarismos que comienzan a ser digeridos.

Vendrá un largo período de recriminaciones en la intimidad de los partidos, donde se incul­parán mutuamente los cabe­cillas por  presuntas o reales fallas de estrategia, y tampoco faltarán las voces de quienes, marginados del debate por uno u otro motivo, se atribuyen el triunfo moral de la contienda, así sea en presencia de la de­rrota.

Para decirlo de acuerdo con la opinión callejera, el afán triunfalista que se coreaba an­tes de las elecciones, por ambos partidos, se derrumba ante la evidencia, en primer término, de una preo­cupante abstención, y luego, por no haberse logrado consolidar una fuerza decisoria. Para que la victoria deje plena satisfac­ción, lo mismo en la guerra que en la política, tiene que ser con­fortante y nunca lánguida.

Ante este cuadro que es el resultado de la voluntad ciudadana desnutrida y descon­fiada del fantástico porvenir que todos los candidatos, sin ex­cepción, nos dibujaron con tan­ta euforia en los días de fervor electoral, las clases dirigentes tendrán que recapacitar con hondo escrutinio para recom­poner, entre liberales y conser­vadores, las cuerdas que andan flojas, antes que comenzar a tirarse piedra por supremacías que no tienen razón de ser.

La suerte está echada para dentro de cuatro años,  y si exis­te habilidad para entender el mensaje del pueblo, tanto por lo que se dijo en las elecciones como sobre todo por lo que no se dijo, es preciso comenzar desde ya a preparar nuevas estra­tegias.

El hecho más cierto es que el pueblo necesita programas. A los partidos les hacen falta es­tructuras  más acordes con es­tos tiempos de evolución. El país debe reestructurarse. Los anuncios sobre grandes sucesos sociales resultan gaseosos para los sufridos colombianos que dejaron hace mucho tiempo de creer en halagos. El dilema no es ser conservador o liberal, comunista o apolítico. El reto está en los ocho millones de colombianos silenciosos que no se acercaron a las urnas.

Aquel «yo acuso» que fustigó la conciencia de los gobernan­tes de Francia, hace eco en este país insatisfecho que no se con­forma con su suerte y le pide reparaciones al porvenir. En los muros públicos ha comen­zado el agua a bajar las efigies de los candidatos, con sus to­neladas de promesas. Es como si de un solo golpe se diluyera un estado artificial para que regrese la realidad a presidir la angustia de cada día.

El agua, que limpia las fa­chadas de los edificios devol­viéndoles su normalidad, ojalá penetre en la intimidad de las conciencias. Hay que hacer una pausa en el camino para que, borradas las asperezas y su­perados los ardores de la hora del arrebato, volvamos todos a ser colombianos. Se nota un ambiente de paz y confraternidad entre los partidos, y un sano propósito de convivencia, que ojalá sean duraderos y sirvan para impul­sar la República esperan­zada hacia nuevas experien­cias que Dios quiera sean de bienandanzas.

El Espectador, Bogotá, 19-VI-1978.

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