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Zarpazo

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Evelio Buitrago Salazar ha sido el único suboficial de Co­lombia condecorado con la Cruz de Boyacá por actos heroi­cos en la lucha contra la violen­cia. Eran los días en que las víctimas de un destino absurdo caían sacrificadas bajo el peor instinto sanguinario de que se tenga noticia. Guillermo León Valencia, el «presidente de la paz», devolvió a Colombia la tranquilidad que le habían robado los facinerosos.

Los campos del país, arrasa­dos por los odios y las eternas venganzas, quedaron huérfa­nos de manos y de afectos. El éxodo de campesinos marcados por el infortunio desfilaba en silencio y con el pavor a cuestas hacia los infiernos de cemento, sin presentir que allí terminarían desmembrándose más aún. Se vivía en tierra de caníbales. Se mataba al vecino por conservador, y el hijo de este repetía en el de más allá, por liberal, y también para co­brar sus muertos.

Personas que no han logrado superar este trauma de genera­ciones recuerdan todavía con horror las hileras de muertos que amanecían en las calles como la cuota nocturna que había pues­to uno de los partidos, la que quedaba vengada a la noche si­guiente con igual o superior número de víctimas del bando opuesto. A quienes dudan del Frente Nacional habrá que re­cordarles las masacres ocurridas en regiones como las del Quindío, Antioquia, Valle, los Santanderes….

El presidente Valencia, que no era ni financista, ni magis­trado, ni académico, y a quienes muchos confundían con un romántico poeta incapaz para el mando, demostró su garra de león y su temple de colombiano al medirse con el mayor enemigo del país: la violencia. La mano con la que ofreció castigar a un hijo suyo si resul­taba inferior a su estirpe, la aplicó con todo rigor sobre los violentos.

En medio de estas conmocio­nes surgió en mitad del campo un imberbe muchacho que juró junto al cadáver de su padre, sacrificado en bárbaro atentado, perseguir la cuadrilla asesina y rescatar la tranquilidad y el tra­bajo honrado para su comarca. Aparecía Evelio Buitrago Salazar, el enemigo número uno ­que iban a tener las bandas que merodeaban por el Valle y el Quindío. A poco tiempo se ini­ciaba, desde el Ejército, la carrera de este hombre intrépido.

Conocedor de los secretos del monte, por haber nacido allí, y dueño de innata malicia aumentada por su afligido sen­timiento, Buitrago se convirtió en el temible contraatacan­te de los guerrilleros.

Los cabecillas fueron cayen­do uno a uno, atrapados entre incontenibles escaramuzas. El Ejército avanzaba en su misión pacificadora y devolvía la confianza en el campo y en la aldea. El Quindío, el mayor foco de la revuelta, se sobreponía al pánico. El Presidente le ha­bía situado una brigada como demostración de garantía; ade­más contaba con un hombre fie­ro para el combate, Evelio Buitrago Salazar, que se  quedó como un leyenda en las páginas de la violencia.

El último guerrillero, el más temerario y que parecía inven­cible, fue dominado al fin por las balas de la ley. Condecorado más tarde el sargento Buitrago con la Cruz de Boyacá y por la propia mano del «Presidente de la paz», su nombre es me­morable en estos episodios. Al caer en sus manos alias Zarpazo, el tristemente recordado ban­dolero, Buitrago se apoderó hasta del mo­te con el que hoy se le conoce.

La gente se olvida de sus hé­roes. Es preciso revivirlos. La violencia, flagelo atroz que ojalá haya desaparecido para siempre, no es historia de fic­ción. Algunos la llevan aún viva en el recuerdo. Pero no todos hacen memoria de quienes con­siguieron el camino a la paz.

No es casual mencionar aquí lo que para muchos va a pare­cer asombroso. Este resuelto soldado de las filas colombianas recogió sus vivencias en el libro Zarpazo y hoy obtiene el ho­nor de ser traducido al inglés por la Universidad de Alabama, que acaba de lanzar una edi­ción gigante de 160.000 ejem­plares para América. Tres edi­ciones anteriores que circularon en nuestro país, sobre todo entre los miembros de las Fuer­zas Armadas, se encuentran agotadas.

El libro Zarpazo, apasionante rela­to de la violencia colombiana, sorprenderá a muchos que solo creen en García Márquez como autor consagrdo.

La Patria, Manizales, 31-VIII-1978.

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