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La difícil felicidad

sábado, 15 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Cristina Onassis, cuya fortuna es incalculable, no sabe qué hacer con sus millones. Vive prevenida de quienes la rodean y sospecha que todos se le acercan por interés. En lo cual no está equivocada, si el dinero es elemento disolvente y traicionero. Onassis, que creyó haber comprado la fidelidad de Jackeline deslumbrándola con yates y palacios fabulosos, era  astuto para saber en sus intimidades que no existía tal idilio sino una transacción bien remunerada mediante la cual la pareja se había com­prometido a disfrazar el amor para que el mundo la admirara.

Hacer el amor a la fuerza, como debió de ocurrir con Jackeline, si es que alguna vez se sometió a los caprichos seniles de su decrépito y dadivoso consorte, es como obligar al niño a que se tome el jarabe ­que le sabe a feo. La viuda de Kennedy, apetecida en todo el mundo, era la deidad creada por los dioses para tentar a los hombres. No parecía destinada a ­los antojos del insípido vejestorio, millonario desproporcionado, de esos que ya perdieron la cuenta de sus innumerables bienes, pero hombre disminuido e impotente, de esos a quienes ya no dan más sus hormonas amatorias y deben conformarse con las ficciones de su decadencia.

La compró con sus millones y la elevó a las cumbres de la lisonja mundana, que daba para todo, lo mismo para ser amada que para ser despreciada. Los norteamericanos habían perdido a su diosa y desde entonces solo vieron en ella a la mujer común y corriente a quien le fascinaban las comodidades y no lograba satisfacer su ambición sin límites.

Muerto Onassis, su socia de contrato siguió a la deriva por los mentideros de la fama. Muchos de sus adoradores obsesivos ya no soñaban con la posesión que antes los obsesionaba, porque sabían que el dinero había cambiado el rumbo de la apetecida deidad de otros tiempos. Y ella, que estaba confundida entre cifras increíbles, era recelosa de quienes se mostraban interesados en cortejarla, al no lograr precisar si el cortejo era a su condición femenina o a sus abultados billetes.

En el propio clan del armador griego le surgió una ene­miga, primero tímida y más tarde furiosa, su hijastra Cristina, que desconfiaba de la viuda al suponerla insaciable en sus propósitos de apoderarse de la fortuna. Era mejor separar a tiempo los bienes de la sucesión, como en efecto lo hicieron. Eran dos rivales que no serían fáciles para la armonía, si el dinero las había distanciado para siempre.

Cristina Onassis, que ya registraba un matrimonio fracasado, se casó con un tal Sergei Kausov, oscuro ciudadano ruso. La unión duró dos años, tiempo exagerado. También dos años había resistido el matrimonio del play boy Philippe Junot con la princesa Carolina de Mónaco, otra unión escandalosa que no convencía a nadie, pero que poseía los ingredientes para despertar entusiasmo en los círculos del sensacionalismo.

Se rumora que Philippe y Cristina, divorcia­dos desafiantes de estas extravagantes historias, proyectan casarse en los próximos días. Para que la noticia alcance el eco apropiado, se habla de un idilio oculto de hace varios años, que reve­larán en el momento preciso. Cristina habría resultado en brazos del trabajador ruso por simple des­pecho al fugársele el escurridizo Junot.

Ahora libres, manejarán a su gusto las riendas del destino. Eso es lo que suponen. Pero no se han puesto a pensar que son dos seres errátiles que buscan la felicidad, pero antes la han estropeado. En este caso hay cierta afinidad por tratarse de dos negociantes y aventureros del amor. Más tarde la menor diferencia les hará romper el idilio, si es que antes el play boy no ha conseguido otra aventura en los casinos parisienses, o Cristina no se ha enredado de nuevo en sus veleidades de triste millonaria insatisfecha.

Kausov, el marido repudiado, manifiesta que, en efecto, Cristina se casó con él por despecho. Confie­sa que fue ella quien lo acosó con el matrimonio y, al sentirse deslumbrado, entró a la farándula. «También a nosotros los rusos nos gustan las mujeres gordas y Cristina es gorda», dice en delicioso desquite.

Aquí tenemos a estos personajes de la infelicidad que no consiguen, ni con millones y títulos nobiliarios, encontrar la fórmula ideal para disfrutar a sus anchas de la vida, como lo haría una pareja elemental.

La Patria, Manizales, 28-XII-1980.

 

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