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El hombre máquina

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El lenguaje popular, tan recursivo y certero, dice de algo que se ha salido de cauce y ha atropellado la lógica, que se disparó. En el mundo alborotado de las cifras, donde unas veces se agitan situaciones fantásti­cas y otras absurdas e irreales, sue­len ocurrir reales asonadas. El símil con el disparo obedece al hecho brusco y perturbador, por lo general violento y de consecuencias desastrosas, que producen las armas. Por eso se explica la proximidad de los términos disparo y disparate.

Cuando a las computadoras de los servicios públicos, por ejemplo, les da por dispararse, crean pánico entre los sufridos usuarios que, acostumbrados a tarifas estables, quedan fulminados por el proyectil mortal de los gua­rismos. Aunque los técnicos expliquen, con el lenguaje indescifrable que suelen usar, que los sistemas modernos son propensos a eventuales trabazones en sus mecanismos endiablados, la gente no entiende ni acepta nada que se aparte de la razón elemental. Dice Voltaire que la razón es el vínculo más común que une a la gente.

¿Por qué las máquinas se disparan siempre hacia arriba y nunca hacia abajo? ¿No será que los técnicos que las accionan, o mejor, los tecnócratas, viven con la mira en alto fabri­cando costos y tributos jugosos, por más inconsecuentes que sean?

El hombre, en esta era brutal de la cibernética, donde él es cada vez más materialista y menos humanizado, ha venido abandonando su mente pensante para convertirse en máquina actuante. El hombre máquina es el mayor avance de la ciencia, en el concepto más amplio de la tecnología, que muchos no com­partimos, pero también el mayor retroceso del individuo, por la ato­mización de la mente.

Hoy el hombre se ha convertido en una procesadora de datos. El humanismo huye cada día más de nuestro planeta y son pocos los que consiguen salvar el espíritu dentro de la barahúnda atro­fiante de las cifras.

El robot, que ni ve, ni oye, ni entiende, pero acciona, es el dueño del universo. Y el hombre, su creador, que se ha insensibilizado al igual que la máquina, ha pasado a convertirse en su esclavo. Ya el individuo no es el personaje central de la creación, porque la máquina, con sus deslumbrantes artificios, lo desplaza hasta el infinito. Hasta el infinito de los números, que se escapan del cerebro humano para ser manejados por el cerebro del computador.

Pero cuando las cifras se disparan en las máquinas, el hombre, resig­nado a disimular su incapacidad mental en las honduras tecnoló­gicas del momento actual, se disculpa con los aparatos, que ni ven, ni oyen, ni entienden. Y los castiga en público para quedar bien con el pueblo.

Así esconden muchos su ignorancia y pretenden justificar los errores, que termina pagando el público. Cabe preguntar: ¿se trata de fallas técnicas o de fallas humanas? Para responder dicha inquietud que en este momento se formulan miles de colombianos frente a ciertas alzas descomunales en los servicios públicos, hay que decidir a quién presentar la pregunta: ¿a la máquina o al hom­bre?

A Gabriel García Márquez, que pagaba una tarifa de $4.000 por energía, los computadores acaban de notificarle un alza de $99.326. Es decir, un incre­mento del 2.483 por ciento si mi calculadora electrónica no me engaña. Las cifras en este caso se salieron de madre, y como la situación es catastrófica para muchoscolombianos, a ellos no les queda otro recurso que recordarles a sus torturadores el nombre maternal que tantos estragos produce.

Tal vez ese consumo eléctrico no lo gastaría García Márquez copiando en todos los idiomas y en todos los dialectos del mundo, y por más páginas que acos­tumbra derrochar, su obra monu­mental. Pero estamos en Colombia, donde se disparan las desproporcio­nes.

Ante el justo reclamo de la nueva víctima de la cibernética, al día siguiente descendió la computación a $30.000, con argumentos que no convencen ni al nóbel de literatura ni a tantos ciudadanos anónimos que se ven fu­silados a diario en el paredón de los números incomprensibles, que tam­bién son insurgentes.

Así viven en­frentados el hombre y la máquina, ésta con sus agallas magnéticas y aquél con su soberbia proverbial, que casi siempre se convierte en pequeñez. En el forcejeo queda liquidado el mismo perdedor: el hombre. ¿Vale la pena que el rey de la creación se vuelva hombre máquina si el mundo se le va de las manos?

El Espectador, Bogotá, 20-X-1983.  

 

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