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Vírgenes lloronas

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Informa el cable internacional que en una iglesia de Chicago el sacerdote Raymond Jasinki vio llorar a la Virgen. La aparición, que comienza a calificarse de milagro, fue primero presenciada por el clé­rigo después de la misa matinal y luego se repitió al día siguiente, en forma inequívoca, ante un grupo de monjas convocadas por el clérigo, quienes también vieron deslizarse lágrimas por los ojos tallados en madera de la soberana celestial.

La noticia alteró de inmediato la mono­tonía del vecindario y éste se trasladó en tropel al templo de la revelación. Hoy muchos vecinos certifican que el llanto no podía ser de ficción, sino que se trataba de espesos lagrimones vertidos sin duda por la corrupción del mundo.

Las monjitas, convertidas en depositarias de la verdad por ser más confiables que los dispersos habitantes de los alrededores, guar­dan el pañuelo con que secaron los ojos de la reina dolorosa. Aunque las lágrimas están evaporadas, los ex­pertos se encargarán de examinar este lenguaje de los poderes sobrenatura­les.

Es posible que no volvamos a saber más de la Virgen llorosa de Chicago, pero de aquí en adelante miles de creyentes se apuntarán a este nuevo símbolo religioso que el sacerdote embelesado ha transmitido por todos los confines del planeta. Caravanas de devotos y de curiosos, donde no faltarán los mercenarios de la fe, volarán al teatro del suceso y entre todos ayudarán a hacer más creíble el llanto virginal.

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Recuerdo, a propósito, el milagro del Cristo que en humilde vivienda campesina también lloraba. La primera noticia fue instantánea, como todo lo sobrenatural, y en pocos minutos atrajo la atención de toda la comarca. Rodeada de velones, la imagen, a la vista de todos, co­menzaba a verter lágrimas verídicas conforme se hacían más profusas las oraciones. Hasta que alguien, que no tenía nada de tonto, descubrió la clave: la cera de las veladoras, activada por la atmósfera recalentada del estrecho recinto, subía hasta la figura nazarena y, acumulada en las concavidades de los ojos, se derretía en lágrimas. No era Cristo el que lloraba, sino la cera, y ahí se evaporó el milagro.

Otra persona me contó el negocio que había montado un paisa en los límites de la Virgen de Piendamó. El muy vivo, que por eso era antioqueño, compró el lote vecino y se dedicó a vender entre las romerías la tierra santa. Todos regresaban a sus hoga­res con un pedazo del milagro. En poco tiempo el avivato se hizo millonario, y hoy en muchas residen­cias colgará, idolatrado, el taleguito aquél que les vendió aquel paisa veloz, como una posesión celestial.

La gente, que por naturaleza es cándida e impresionable, en materia religiosa se deja seducir por la pri­mera ilusión. No faltan los avispados que explotan la ingenuidad. Hay quienes encuentran lágrimas divinas donde sólo existe cera derretida. Ven llorar a la Virgen en Chicago, en Piendamó, en la oculta vereda del cuento, y en lugar de enfrentarse con coraje a las duras vicisitudes de la vida, se ponen a llorar. Compran a precios especulativos la tierra santa del antioqueño, y los hábitos de San Crisóstomo, y el cor­dón de San Francisco, y las faldas de Santa Eulalia, y las medicinas de (san) José Gregorio…

La fe, llama interior que debe existir para fortalecer el espíritu, debe ser consciente. Sin fe, sin alma, el hombre se postra y se aniquila. Pero la beatería y el fana­tismo, que son extremos viciosos, deforman la personalidad. Los exce­sos religiosos llevan a la candidez y por eso no es raro hallar en todas partes vírgenes y cristos llorones, algunos afligidos, que sin embargo sólo lloran (y en secreto ríen a mandíbula batiente) por las tonterías del hombre.

El Espectador, Bogotá, 2-VII-1984.  

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