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La paz de los sepulcros

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Acaba de pactarse la paz después de treinta años de guerra entre los colombianos. Treinta años contados de afán, en medio del fragor de los disparos, cuando en realidad el germen fratricida inoculado en el alma nacional, como un estigma canceroso, significa ya un estilo se­cular de nuestra manera de ser bárbaros. Caín no ha muerto en Colombia. Las últimas tres dé­cadas están teñidas de tanta sangre y tanta sevicia, que la mayor violencia del país puede enmarcarse en este período.

Imposible sería hacer un in­ventario siquiera aproximado del número de muertos y de hogares destrozados que ha dejado la violen­cia. Imposible, además, determinar hasta qué punto el instinto asesino ha frenado el desarrollo espiritual y material de este pueblo con enormes posibilidades de progreso y poca vocación de grandeza.

Es mejor no intentar el balance de nuestras calamidades. Olvidémonos, si somos capaces, de los miles de sacrificados por las balas oficiales y las balas subversivas, para situarnos sin mayores interrogaciones en esta hora de la tregua condicionada. El pueblo quiere la paz y la reclama con desespero, al rechazar, por simple instinto de supervivencia, la muerte sentenciada en campos y ciudades.

Hasta tal grado de escepticismo hemos llegado, que vivimos insensi­bilizados contra la certidumbre de la conflagración permanente. El estado de sitio, medida de emergencia y salvación en cualquier país del mundo, en el nuestro perdió eficacia y se convirtió en figura desgastada por el uso. La acción oficial de las armas y la justicia, en las que la gente no cree, se quedó escrita en los códigos, mientras que por el alma aterida de espanto y de impotencia cabalgaban los muertos reales que todos los días veíamos avanzar como un atropello monstruoso.

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Viudas, huérfanos, familias enteras con el alma mutilada salen hoy entre las tinieblas del combate tratando de convencerse de que ha cesado la guerra. ¿Y sus seres queridos que nadie podrá restituir, y sus haciendas irrecuperables, y sus sentimientos marchitos…? Todavía, en vísperas de la tregua, fuerzas guerrilleras y del orden se enfrentaban y caían abati­das…

Nadie se explica la masacre de Yumbo. Nadie podrá justificar los nueve policías acribillados en lejano caserío de la selva a pocas horas de suscribirse el armisticio. El sacrificio absurdo de Carlos Toledo Plata, como posible venganza de sus propios aso­ciados por habérseles adelantado a la firma de la paz, quedará gravitando en la historia de la violencia como signo aberrante de la insensatez.

La guerra, en fin, ha concluido. Las trompetas de la reconciliación pre­gonan la llegada de una nueva auro­ra. Los guerrilleros han desfilado por el micrófono, con los fusiles aún humeantes y los cañones apuntados al suelo, mostrándole al país la satis­facción —y yo diría el desconcierto— con que se reintegran a la sociedad. ¡Bienvenidos sean y que les perduren sus buenas intenciones! No están arrepentidos de sus actos, sino can­sados de la contienda. Y condicionan el cese del fuego a la búsqueda de fórmulas sociales que permitan al pueblo mejores sistemas de vida.

El presidente Betancur pasará a la historia como el gran abanderado de la paz si consigue, como todos los colombianos lo pedimos y lo necesi­tamos, que esta paz sea duradera. ¡Ni un tiro más!, es la consigna general, y hay que suponer de buena fe que el propósito es recto. Es un triunfo evidente del Gobierno, logrado con el concurso de verdaderos patriotas convencidos del poder de la persuasión, que salvaría todo un tramo carcomido de nuestra historia.

Pero la paz no puede ser resistente si no tiene soportes para apoyarse. Debe ser un estado del alma y una fuerza de la convicción. Tan habituados estábamos a la guerra y tan posesionados por el pesimismo, que todavía no hemos despertado a la realidad de un país que amanece pacífico. País desgastado en largas noches de inútil espera, que ahora se asusta con la paz. Ha llegado el momento de la convivencia y la gente no cree en ella. La paz parece un hecho curioso.

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La tranquilidad que nos prometen sólo será posible en la medida en que todos nos empeñemos en declinar los odios y propiciar el clima del enten­dimiento, con voluntad y optimismo. Para este y todos los gobiernos sucesivos, y desde luego para los políticos, surge el gran reto de la paz, que no es otro que el de mantenerla con sabias medidas de bienestar popular. Si no se impone la paz económica y social —algo insepara­ble—, la paz de las armas será un sofisma de distracción. Apenas una palabra hueca.

El Espectador, Bogotá, 6-IX-1984.

 

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