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“Los elegidos”: una protesta perdida

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

La edición de Canal Ramírez data de 1970. Entonces el autor de la obra era presidente de la República. Yo adquirí en aquella época un ejemplar en la Gober­nación del Quindío, en verdad sin muchos deseos de leerlo pronto. Quienes coleccionamos libros para leerlos algún día, y mantenemos a la mano los temas que más nos seducen en el momento, abrigamos la esperanza de que la vida nos conceda tiempo para revisar tanto material que, casi en forma insensible –unas veces sin propósito fijo y otras sin nuestro consentimiento–, va llenando los estantes del futuro.

La lectura es un ejercicio sin plazo, y bien es sabido que el verdadero placer reside en la relectu­ra selecta. Acumular libros puede ser una manía, una especie de tic intelectual que nos mantiene henchida la vena de la ansiedad. Es también, para muchos, un plan metódico de comprar a plazos la vejez.

Los elegidos llega al cine ruso y atrae la curiosidad de los colombianos. Colas inmensas en los cinematógrafos, que no indican necesariamente la calidad de la película, me descalifican, por ser enemigo de las aglomeraciones y las desmesuras, de las filas de los curiosos. Parece que se trata de una  mala producción, sin el calor y la emoción del trópico, según dicen los periódicos, pero el público llena los teatros atraído por el desnudismo de Amparo Grisales, la seductora artista del sexo que es capaz de vender cualquier cosa.

Leo el libro 9 años después de haberlo adquirido y a los 32 de su primera salida, en 1953, por parte de la Editorial Guaranía de Méjico. Tal como lo recomienda Schopenhauer, he llegado a sus páginas con mente abierta y sin el menor prejuicio. El verdadero lector es el que logra valorar el libro por sí solo, con abstracción del autor y de circunstancias favorables o desfavorables que puedan influir en el propio con­cepto.

En el caso de Los elegidos era fácil dejarse sugestionar cuando su autor, el doctor Alfonso López Michelsen, ocupaba el cargo de presidente de Colombia. Es decir, en momentos de gran efervescencia política, y como se sabe, la política a la colombiana no es buena consejera para los juicios serenos.

Opresores y oprimidos

Los elegidos de 1953, o sea, los privilegiados de la fortuna en cualquier tiempo, son los mismos que hoy dominan la vida colombiana. Y no se ve que vayan a desaparecer. De ayer a hoy, en 32 años sin cambios fundamentales en las estructuras de un país que se divi­de entre opresores –la casta burguesa– y oprimidos –el pueblo silencioso–, la novela de López Michelsen nada ha corregido, si ese era su propósito. En algunos casos las distancias se han agrandado. De esta reali­dad no se salva ni el período presidencial del nove­lista (1974-1978).

La fuerza de los poderosos se concentra, en la fic­ción, en el camino de la Cabrera, y en la realidad, en los puestos claves del Gobierno y en los negocios.  Es la nuestra una sociedad capitalista que se mantiene inalterable en sus sistemas de poderío absoluto y que el escritor no pudo reformar en su propio gobierno.

La influencia del oro, que condena a los desheredados al ostracismo y la soledad, quizás es más pronunciada ahora que en la década de los 40, cuando se supone que fue concebida la novela. Ya dentro del terreno narrativo, es posible que a la novela le falte mayor fuerza, más dinamismo en el desarrollo de la trama.

Una radiografía de Colombia

En algunas partes el narrador asume el papel de crítico social y trata de sentar cátedra sin permitir que sus personajes se muevan solos. Pero logra mante­ner el interés del lector y ponerlo a hacer cálculos sobre el desenlace, lo cual es buen ingrediente nove­lesco. Parece que López Michelsen compren­dió esta falla de la carencia de fluidez y por eso en el prólogo advierte que se trata de un relato. Es, en cualquier forma, una excelente radiografía del país.

Y una denuncia social, valerosa en su época, cuando el autor comenzaba a incursionar en el alto mundo, su propio mundo burgués, y al mismo tiempo lo enjuiciaba. En varios episodios se deja llevar por la tendencia al ensayo, uno de sus fuertes, y afloran tesis sobre la formación calvinista, el puritanismo, el dominio materno, el choque religioso y de costumbres. Aquí se advierte la condición de intelec­tual que siempre ha prevalecido en López Michelsen.

Y no podía faltar el amor. Hay escenas de real romanticismo, con boleros al fondo y florestas encan­tadas. Si el libro no fuera una novela, sería un tra­tado del amor. Me parece que el autor logra un éxito evidente en su tangencial ensayo sobre el bolero y su influjo social. «El pueblo, la clase media, lo mismo que esa sociedad de los clubes –dice–, todos utilizan el bolero con el mismo propósito, como el cuerno de caza simula la queja de la hembra».

Siempre he sospechado que en el alma de López duerme un romántico que se dejó despertar, y hasta dispersar, por el barullo de su destino político. El ser irascible no se opone al ser romántico.

Las pausas otoñales

Muchas páginas de Los elegidos no son sino una búsqueda del amor y del sexo, con el pretexto de una mujer elemental y sensual, mantenida en reserva y alejada de los suntuosos salones, la Amparito Gripa­les de la película que el doctor López debe de aplaudir en sus pausas otoñales. El recuerdo del amor rosa, la mayor conquista de la juventud, no abandona nunca al hombre, ni en sus años seniles, cuando se supone, falsamente, que el amor es decadente. El amor, claro está, no es solamente sexo y también es añoranza.

El novelista, que por esencia es biógrafo de sí mismo y no puede escribir sino sobre lo que siente, suele retratarse en sus escritos. A veces se adelanta al tiempo, porque también posee poderes de adivinador. Y lo que es más curioso y más sorprendente, de adivina­dor de su propia vida. Dice Mauriac que el novelista sólo escribe una novela, por más libros que salgan de su imaginación y por más tramas que urda.

Habrá siempre en ellas el mismo personaje repetido y en todas preva­lecerá la misma tesis. Esto no es intencional sino subjetivo. Sin quererlo, el novelista no hace sino traducir su universo interior y explayar, aprovechando la ficción, sus dolencias, frustraciones y anhelos.

Las pirámides del privilegio

Con esta novela regresamos a una etapa distante de la vida colombiana. Comienza ésta cuando el novel escritor tenía unos 31 años de edad –hoy tiene 72– e irrumpía, con todo el ímpetu de su futuro prometedor y el bagaje de su refinada educación inglesa, en la política colombiana. Por aquellas calendas su padre, gran estadista y hombre del alto mundo, ejercía su segunda presidencia y le abría paso a su hijo bienamado en la política y en los dorados salones de la burguesía.

Entonces López Michelsen ya intuía su destino privilegiado y disfrutaba de los gajes de la buena suerte, y fue cuando como paradoja debió de planear Los elegidos, un documento de pro­testa social contra el círculo de los explotadores que él mismo vivía. Años más tarde, asilado en Méjico, salía la obra a la luz pública.

Ante el suceso bibliográfico del momento, Alberto Lleras Camargo calificó a López como «el más valeroso de los escritores contemporáneos», aceptando el juicio de Hernando Téllez. Y además advierte que en la Cabrera (el «Du coté de la Cabrera» proustiano) debe haber una tumba abierta para el atrevido escritor.

¿Qué pasó para que Alfonso López Michelsen no hubiera reformado en su gobierno el mundo que denunció? Quiso hacerlo. Fue cuando con su Movimiento Revolucionario Liberal se volvió disidente. Arremetió contra los poderosos y sus atropellos y ofreció grandes cambios sociales. Ya su padre, que era su brújula, los había impulsado.

El descendiente sabía, como el protagonista de su relato –el alemán B.K. perseguido por el régimen nazi y a quien los burgueses criollos de nuestro país terminaron despojando de sus bienes y de su tranquilidad–, lo que significaba el exilio y lo que dolía la persecución de los verdugos. Conocía el ambiente de intrigas y de canonjías tramado en las pirámides del privilegio. «El  verdadero gobierno del país –dice entonces– lo constituye el alto mundo». Ahí va implícito el deseo de que haya cambio de fórmulas. Este reajuste de las costumbres no lo consigue, empero, cuando ejerce el poder.

Su novela es, por lo tanto, una protesta perdida. Se desaprovechó un momento histórico para reformar el país. El mensaje del libro está vigente y continúa buscando un revolucionario capaz de hacer más iguali­taria y menos oprobiosa la suerte de los oprimidos. Los opresores siguen en el poder. El instinto de adivinación que hay en el novelista parece como si hubie­ra puesto en labios de López Michelsen esta frase pre­monitoria que pesco en la lectura de su novela: «Ahora comprendo que, a pesar de la distancia y de los años, y de que yo creía ser un explorador de mundos nuevos, no hice sino repetir entonces los mismos en errores de mi juventud».

¿El poder para qué?

En Los elegidos se perciben en López Michelsen estupendas dotes de narrador. Un magnífico fotógrafo social, sin duda. Es un libro bien escrito, que pertenece al género de las novelas intelectuales. De haber seguido de literato, hubiera competido con García Márquez, quien a la inversa e irónicamente persigue hoy el poder. Pero… ¿el poder para qué?, pregunta Darío Echandía. La tentación del poder distrajo una carrera literaria.

Creo que hoy, cuando ya es imposible retroceder, en las intimidades de López Michelsen protesta un novelista frustrado.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, No. 39, diciembre de 1988.

El Espectador, Bogotá, 28-III-1989.   

 

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