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Soy boyacense

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

(Ingreso a la Academia Boyacense de Historia)

Entrar en la historia de Boyacá es llegar a un pasado de luchas y glorias, de esfuerzos y valentías, de misterios y epopeyas, donde la patria vibra más que en ningún otro sitio de Colombia. Boyacá, por ser la cuna de la libertad, es también el principio de la nacionalidad. Se comienza a ser colombiano y a sentir la densidad de le telúrico y lo patriótico desde estas piedras milenarias donde el hombre parece que emergiera, hecho roca y montaña, raíz y espíritu, más allá del mismo tiempo.

Aquí, en este territorio de labriegos y guerreros, de escritores y poetas, de hombres sencillos y mujeres virtuosas, el mundo se detiene para rendirle pleitesía a la belleza y respeto al carácter.

Cuando venimos a Boyacá sentimos que algo se estremece en la profundidad del alma. Es el asombro ante las breñas que lloran de nostalgia y las mieses que susurran de plenitudes. Es el encuentro con Dios y con la naturaleza en estos campos circundados de sosiego y en estos caminos quebrados de silencios. Es la presencia inexpresable del mito y lo sobrenatural, que es mejor no romper con palabras.

Boyacá, sumisa y arisca a la vez, es tierra de montañas y mesetas, de llanuras y hondonadas, de recodos y horizontes, y diríase que en el capricho de la geografía está fundida la personalidad de la raza. Sus pueblos, aldeas y veredas, que más parecen de ensueño que de realidad, permanecen incólumes ante las arremetidas del engañoso progreso.

El boyacense no se dejará permutar el alma y vive aferrado a sus luchas, sus dificultades y sus glorias, y no renunciará a su ancestro y cuanto él representa. Es, si se quiere, esclavo de la tierra, y esto hay que entenderlo como peón de la independencia.

Ser boyacense significa ser hombre de ideales religiosos, de duro trabajo y temple de caballero. De los españoles heredamos el espíritu caballeresco con que cabalgamos por planicies y cordilleras, y también a lomo de las ilusiones, con porte galano y espada al cinto.

«El boyacense —dice Vicente Landínez Castro— posee un alma cosmopolita y sensitiva en alto grado, que con la misma intensidad y capacidad puede expresar la problemática de su terruño tanto como la problemática del universo». Y agrega Javier Ocampo López que Boyacá «es un departamento cuyos paisajes naturales y su conformación etno-cultural con supervivencias chibchas e hispánicas le infunden una identidad propia».

En el boyacense la discreción, la mesura, la sobriedad, la austeridad, mezcladas con esa malicia indígena que con tanta certeza analizó Armando Solano en sus páginas magistrales, son virtudes sobresalientes de nuestra idiosincrasia.

Quienes por circunstancias ajenas a la voluntad hemos estado por épocas ausentes del terruño, siempre quisié­ramos regresar a él. En el anhelo del retorno hacia los primeros pasos y las primeras emociones se cifra quizá la mayor ilusión del hombre.

Yo regreso hoy, en este nuevo ani­versario de la fundación de la noble villa de Tunja, a recibir el alto e inmerecido honor de ingresar, al lado de personas consagradas a la lucha de las letras, la historia y la nacionalidad, a la Aca­demia Boyacense de Historia. Aquí estamos este grupo de privilegiados diciéndole ¡presentes! a Boyacá, y pa­rece como si de esta manera reafirmáramos el sagrado compromiso de seguir fieles a la tradición boyacense.

Más que a graduarnos de historia­dores académicos, ciencia de tan exigentes disciplinas, hemos venido a refrendar nuestro amor por Boyacá, por sus tradiciones y su gente. De muchas maneras hacemos historia: en el cuento, en la novela, en la crónica, en el ensayo y hasta en la breve nota del periódico.

Al ingresar a esta respetable casa de cultura, por donde han pasado tantas figuras ilustres, lo hago rindiéndoles homenaje a mis antepasados, quienes me enseñaron a querer a Boyacá. De ellos recibí el estigma del boyacense y a ellos devuelvo el orgullo de ser leal al mandato de la sangre.

Quiero traer a este recinto el re­cuerdo de alguien estrechamente ligado a la estirpe boyacense, como que ya es parte nutricia de la misma tierra. Se trata de Eduardo Torres Quintero, mi mejor maestro, mi personaje inolvi­dable, uno de esos hombres de leyenda que para siempre permanecerán testi­moniando el pasado e impulsando el futuro.

Fue él insomne miembro de esta Academia, además de prosista castizo y vate lírico, que se volvió caballero an­dante de la cultura de Boyacá. Bien está entonces que evoquemos su memoria. Sobre él escribí una vez las siguientes palabras, que ahora deseo repasar para sentirme más boyacense:

«Este hombre silencioso que le huyó a la fama y que nunca reclamó honores; que hizo de su pobreza una oración; que vibraba ante la verdad y la poesía y que en sus noches bohemias de néctares divinos se extasiaba con sus dioses, se vuelve mito en la historia de un pueblo que él veneró y ensalzó. El recuerdo se llena de unción al regresar a los inicios de aquellas memorables jorna­das tunjanas del asombro y el hallazgo, tiznadas de lluvia y recogimientos, en la quieta placidez del hogar patricio, en cuyas noches cargadas de misterios resuena, y jamás habrá de apagarse, la voz enamorada de un poeta que jugó con sus musas hasta convertirse en leyenda».

El Espectador, Bogotá, 20-VIII-1985.

 

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