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¡Despierta, Colombia!

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Aciago año para los colombianos el de 1985, que pasará a la historia sal­picado de sangre y saturado de cala­midades. Fueron primero las fuerzas de la insubordinación, en permanente reto a la democracia y en progresivos y sangrientos combates, las que pre­tendieron trastocar el orden legal hasta cometer la mayor barbarie con el sa­crificio de los magistrados y demás víctimas inmoladas en el Palacio de Justicia.

Y luego, cuando la nación estaba aún anestesiada por tanta se­vicia —que no es concebible en seres humanos— sobrevino el cataclismo provocado por el Nevado del Ruiz, que sepultó una población entre lodo y lamentos, en la mayor desgracia que haya producido en el mundo un volcán durante el presente siglo.

Decir que Colombia está de luto no precisa el verdadero alcance del drama. Digamos, más bien, que está des­membrada física y moralmente, a merced del desconcierto y la inercia. Atónitos ante tanto desastre, hemos perdido la razón para entender lo que ha sucedido; y no comprenderemos jamás cómo es posible que tras el ho­locausto de la justicia se enfurezca la naturaleza, con sus insondables pode­res, hasta borrar del mapa un pueblo entero. Pero hay que seguir adelante. Es preciso sobrevivir.

Y como si no fueran suficientes estas desgracias, no cesa la metralleta subversiva de cobrar nuevas víctimas en el lejano caserío y en pleno centro de las ciudades. La guerra civil, con todos sus horrores, quiere arrasar lo poco que nos queda. No son suficientes ni la le­galidad ni las normas para contra­rrestar esta asonada continua que no se conforma con asesinar y destruir las familias, sino que busca implantar el caos absoluto.

Tal el precio,muy costoso y bár­baro, que paga esta nación que ha de­jado perder sus principios. Paso a paso, y casi embrutecidos por la sumisión a los abusos de políticos y gobernantes que olvidaron los códigos morales, hemos avanzado en los últimos años hasta la disolución de un pueblo que cree en Dios pero no es valiente para preservar las normas ciudadanas.

Un pueblo como el nuestro, que gime entre hambre y desprotección social mientras los poderosos se enriquecen a expensas del erario y los flagrantes negociados, vive todavía entre cadenas. En lugar de rebelarse y salir de su miseria, contribuye con su manse­dumbre a que la sociedad siga corrupta.

Se ha perdido el sentido de la protesta porque la inmoralidad, que todo lo contamina, apaga la voz de los pusilá­nimes y los  complacientes. Degradada la escala de los valores, el país se con­sume lentamente entre sus miedos y sus cobardías.

Sin principios es imposible que se salve ninguna sociedad. Los partidos, que por su naturaleza son los delegatarios de la voluntad popular, abandonaron sus ideologías para per­seguir mezquinas prebendas. Prefieren pelearse los puestos y se atomizan entre fútiles discusiones, descuidando los verdaderos postulados populares, mientras el conglomerado se disgrega y deja de creer en ellos.

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No hay valor para asumir la defensa de las instituciones, para oponerse al tráfico de la droga, para formar hijos sanos, para castigar los delitos, para mantener la dignidad y pro­pugnar las buenas costumbres públicas. En cambio,  hay indiferencia por el robo continuado al Estado, por los abusos de políticos y funcionarios, por la desviación de la conducta ciu­dadana, y hasta la complicidad cuando se vuelve a votar por los mismos respon­sables de que el país no progrese.

¡Pobre patria postrada entre sus calamidades! ¡Pobre país desorientado y sin ganas de luchar! Es necesario que Colombia despierte de su marasmo, que se levante de entre sus muertos y sus adversidades para buscar días mejores. Que se enfrente con coraje a los enemigos de la democracia, que desarme a los revoltosos, que le corte las alas a la descomposición social, que recobre la fe en sus capacidades de pueblo grande. Así desactivará la guerra civil que no quiere declararse, pero que existe.

Es necesario levantar el ánimo de entre las matanzas y los volcanes a fin de asegurarnos un futuro digno. Es ese, ni más ni menos, el desafío que presenta el año de 1986, año que ojalá consiga borrar el humo que nos queda en los ojos y en el corazón durante este trecho de mala historia.

El Espectador, Bogotá, 6-I-1986.

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