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El reto de Resurgir

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Una monja amiga mía me conta­ba en estos días, a propósito de la tragedia producida por el Nevado del Ruiz, algunas experiencias que vivió dentro de la catástrofe del terremoto de Cúcuta, siendo colaboradora social en un centro hospitalario de esa ciudad.

En aquella emergencia, al igual que ocurre ahora, se puso en evidencia la solidaridad humana con los damnificados a través de auxilios económicos, drogas, alimentos, co­bijas y diversidad de artículos indi­cados para la ocasión, que llegaban procedentes de colombianos y de gobiernos del mundo entero. Y a pesar de la abundancia que se veía llover sobre la zona del desastre, muchas cosas escaseaban.

En el hospital donde trabajaba la religiosa no se conseguían cobijas para gran cantidad de enfermos, y recursos tan elementales como los antisépticos y los calmantes, recibidos en profusión, no aparecían en los momentos de mayor angustia.

Con el tiempo se vio surtido el almacén de un alto funcionario del gobierno local con frazadas de di­ferentes marcas y procedencias, y las droguerías exhibían los medica­mentos que buscaba la monjita para aliviar el dolor de los heridos, muchos de los cuales habían fallecido por falta de recursos oportunos. Ella fue testigo, desde su discreta posición, del desvío de auxilios y del enrique­cimiento de los esquilmadores que nunca faltarán en las grandes ca­lamidades.

Es el mismo riesgo que ahora se presenta con la catástrofe del Ruiz, esta vez en mayores proporciones dada la voluminosa afluencia de todo género de aportes —incluidos los sonoros dólares— que han llegado y siguen llegando. Es explicable el caos que se origina por la dimensión del problema, del que nacen la vo­racidad y la rapacidad de quienes tratan de medrar a la sombra de las desgracias públicas. De ahí la tarea titánica que significa controlar el gigantismo y desenmascarar a los avivatos.

Para administrar la situación ac­tual el Gobierno fundó a Resurgir, presidida por el doctor Pedro Gómez Barrero y conformada por otros elementos que como él representan una garantía cívica y moral de la mayor prestancia. Es la entidad encargada de calmar la angustia de los desheredados. Entre sus planes de mayor alcance está el de la re­construcción de viviendas y la crea­ción de lo que podrían ser los prin­cipios de una nueva civilización.

Tarea nada fácil, por cierto. Manejar el caos no es empresa deseable para nadie. Para eso se necesita enorme capacidad de sacrificio y esa es sin duda la primera virtud que están demostrando los miembros de la junta.

Los damnificados de Armero, la población más afectada, hoy borrada del mapa, han comenzado a quejarse por la lentitud con que se atienden sus clamores. Piden que haya mayor rapidez para darles vivienda y que ésta, además, constituya solu­ción efectiva. Hay inconformidad por el reparto de los auxilios y se oye hablar de la aparición de los explo­tadores que pescan en este río re­vuelto. Los trámites aduaneros, tan engorrosos y a veces insalvables en este país de trabas, determinan que muchas mercancías se pierdan o se deterioren, como los alimentos y ciertas medicinas.

Por las calles de Bogotá acaba de desfilar una nutrida manifestación que protesta por la ineficacia de Resurgir y pide la aceleración de los remedios sociales, sobre todo la construcción del nuevo pueblo. Tal vez se exige demasiado en tan poco tiempo. Pero son explicables el dolor y la desesperanza de estas familias que se quedaron sin nada.

*

Al doctor Pedro Gómez Barrero, el apóstol de la hora calamitosa, se le enjuicia con exceso de rigor, y sin duda de incomprensión, pero él ha sabido entender las circunstancias y se enfrenta con estoicismo al reto social que supone esta empresa de dolor y desmesura, superior a sus propias empresas urbanísticas. Ante todo sabe que está prestando un servicio desinteresado a su patria y a su comunidad.

Y para él, sobre todo, queda el mensaje del terremoto de Cúcuta, donde una monja, hoy anciana, pre­senció los abusos, los desvíos, el en­riquecimiento de personas inescru­pulosas, la confusión y la anarquía.

El Espectador, Bogotá, 24-II-1986.

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